El sucesor de Barbarroja, Enrique VI, no pudo participar en la cruzada por estar enfermo, aunque en 1197 envió una importante fuerza expedicionaria. Un elevado número de alemanes, frisones y austríacos se unieron a las tres expediciones cruzadas siguientes, entre 1199 y 1229. Federico II encabezó a 3000 hombres en junio de 1228, pero su excomunión impidió que su expedición recibiera el título de cruzada. El emperador triunfó por medios pacíficos allí donde otros habían fracasado con métodos más violentos, si bien también es cierto que tuvo la fortuna de llegar a Tierra Santa justo cuando el reinado de Saladino había quedado dividido entre tres sultanatos rivales sometidos al ataque de los mongoles. El sultán Al-Kamil Muhammad al-Malik quedó impresionado por la actitud relativamente abierta de Federico hacia el islam y su protección de los refugiados musulmanes de Lucera, cerca de Foggia, en el sur de Italia. La mayor parte de estos habían sido deportados de Sicilia por Enrique VI para ganarse el favor de los habitantes cristianos tras conquistar la isla en 1194. A partir de 1223, Federico incrementó las deportaciones hasta que la población de Lucera alcanzó los 60 000 habitantes. Si bien bizantinos y normandos ya habían empleado la expulsión como método de control, la acción de Federico fue única, pues reasentó la población y creó en sus posesiones continentales una comunidad dependiente de su patronazgo. Lucera le proporcionó unos 3000 soldados de élite que, al ser musulmanes, tenían el valor añadido de ser inmunes a la excomunión papal y le sirvieron con lealtad, incluso en la expedición de Jerusalén.22 Estas circunstancias favorecieron el acuerdo entre Federico y al-Kamil. En el Tratado de Jaffa de febrero de 1229 se concedió al emperador el control de Jerusalén durante 10 años, 5 meses y 40 días, el tiempo máximo que la ley islámica permite alienar propiedad a los no musulmanes. Aunque al-Kamil retuvo el control de la Cúpula de la Roca, concedió corredores de acceso a Belén y Nazaret y entregó a Federico un elefante. El 17 de marzo de 1229, Federico fue coronado rey de Jerusalén en el Santo Sepulcro. Fue el único emperador del Sacro Imperio que visitó la ciudad.
Los partidarios de Federico ensalzaron su coronación como el amanecer de una nueva era, lo cual atizó expectativas irreales y decepciones inevitables. Los templarios y los sanjuanistas condenaron el tratado por no recuperar las tierras perdidas. Sobre el papel, Federico seguía siendo rey de Jerusalén, si bien entregó el gobierno directo a Alicia de Champaña (tía de su segunda esposa) que ejercía de regente. La ciudad fue entregada a los sarracenos cuando expiró la cesión, en 1239. Menos de cinco años después, el reino latino había quedado reducido a cinco localidades costeras libanesas. Estas pasaron a los angevinos, que habían asumido en 1269 los intereses mediterráneos de los Hohenstaufen. El último puesto cruzado (Acre) cayó en manos musulmanas en 1291.
Mientras tanto, la propaganda papal aprovechó el patronazgo imperial de Lucera para presentar a Federico como un déspota oriental, harén incluido. Los «sarracenos» de Lucera sirvieron con fidelidad, pero la derrota final de los Hohenstaufen, en 1268, no les dejó otra opción que pasarse al bando angevino, en el que sirvieron contra bizantinos, tunecinos, turcos y rebeldes sicilianos. No obstante, la presencia de una gran comunidad musulmana incomodaba a los angevinos, que buscaban reemplazar al imperio en el papel de protectores del papado. En agosto de 1300, los habitantes de Lucera fueron obligados a convertirse al cristianismo. La ciudad fue renombrada Città Santa Maria.
Rodolfo I profesó votos de cruzado en 1275, pero los acontecimientos en el imperio le impidieron honrar su compromiso. Sus sucesores también tuvieron que afrontar problemas más inmediatos y la cruzada parecía cada vez más una empresa arriesgada y sin posibilidad de éxito. Sin embargo, la participación directa en la segunda y tercera cruzadas había dejado una duradera impresión entre los habitantes del imperio entre finales del siglo XIII y durante el XIV.23 Antes de convertirse en emperador, Segismundo lideró una infructuosa cruzada para salvar su reino húngaro de la invasión turca de 1396. Su sucesor, Alberto II, también consideraba una cruzada la defensa de Hungría y prefirió combatir y morir allí, en lugar de consolidar su autoridad sobre el imperio.24
El avance otomano por los Balcanes a partir de 1453 transformó a las antiguas cruzadas, antes expediciones con objetivos geográficos distantes organizadas por los emperadores, en la defensa colectiva del imperio. Esto reforzó el proceso de reforma imperial y fomentó un estilo colectivo de compartir el poder y la responsabilidad de la gobernanza del imperio (vid. págs. 392-403). Los otomanos tomaron Belgrado en 1521 y, al año siguiente, volvieron a invadir Hungría. En menos de cuatro años conquistaron cerca de la mitad de dicho reino y tres años más tarde estaban en las puertas de Viena, con lo que amenazaban de forma directa a los Habsburgo y al imperio. El transcurrir de los acontecimientos, fusionado con las tradiciones traídas por los Habsburgo, dio nuevo vigor al ideal del emperador como defensor de la cristiandad. Los Habsburgo habían asumido el trono de España después de que la península ibérica fuera liberada de la dominación musulmana. Este proceso, conocido como Reconquista, iniciado en el siglo XI, se había estancado en torno a 1270, pero revivió en 1455 en respuesta a los llamamientos papales de cruzada y ganó nuevo impulso hacia 1482 hasta culminar con la derrota del último reino musulmán, Granada, en 1492. Cuando Carlos V se convirtió en emperador en 1519 trajo consigo esta tradición de éxito, así como los intereses mediterráneos de España. Siete años más tarde, su hermano Fernando asumió las tradiciones de Hungría al heredar este reino de Luis II, muerto en agosto de 1526 en la batalla de Mohács en combate contra los otomanos victoriosos.25 España se continuó enfrentando a los otomanos en el Mediterráneo, donde se anotó la notable victoria naval de Lepanto en 1571, pero fue el imperio el que asumió la carga principal de defender Europa central.
El choque ideológico se agudizó por la asunción por parte de los otomanos de las tradiciones imperiales bizantinas, hecho que los diferenció de anteriores imperios musulmanes y revivió con una nueva forma la cuestión de los dos emperadores. Ya antes de 1453, los otomanos combinaban tradiciones romano-bizantinas con turco-islámicas, pero, tras tomar Constantinopla, adquirieron conciencia de su carácter imperial.26 Trasladaron su capital de Adrianópolis (Edirne) a Constantinopla y se establecieron en el antiguo palacio imperial bizantino. La ley de la sharía y la práctica fiscal y administrativa laica de los otomanos se combinaron con el cesaropapismo bizantino. Así, atrincheraron al gobernante en el rol de legislador e inhibieron la transición al gobierno de la ley llevado a cabo por el imperio.27 La infraestructura bizantina se mantuvo, pero modificada. Mehmed II adoptó el título de Kaysar y se presentó como sucesor de la antigua Roma y de Alejandro Magno, con intención de unificar bajo el islam al este y al oeste. Se encargó a eruditos latinos y griegos la redacción de historias oficiales que incorporasen emperadores bizantinos míticos, desde Salomón en adelante, a las historias del profeta Mahoma.28
La adopción de la retórica y de la imaginería imperial fue compleja. Por una parte, se trataba de presentar al sultán a sus nuevos súbditos cristianos de una forma que les resultase familiar. También fue fomentada por los mercaderes venecianos y genoveses,