La expansión económica y demográfica iniciada a partir de 950 es un segundo factor que explica el patronazgo regio, pues los reyes consideraban al alto clero un agente ideal para recolectar unos recursos cada vez más abundantes. Esto explicaría por qué los últimos otónidas y los salios aceleraron la transferencia de tierras del rey a la Iglesia imperial y confiaron nuevos poderes seculares al alto clero, tales como el derecho de acuñar moneda o conceder mercados y jurisdicción sobre crímenes y orden público. Estas medidas, lejos de representar una disolución de la autoridad central, implicaban el reemplazo del sistema de control directo, relativamente ineficiente, por una asociación más productiva con la Iglesia imperial. Enrique II comenzó a donar abadías imperiales a aquellos obispos cuyas sedes se superponían con el territorio de ducados sobre los cuales el control real era débil. El obispo Meinward de Paderborn, por ejemplo, recibió varias abadías, lo cual le reforzó en relación con el poderoso duque de Sajonia. Los obispos de Metz, Toul y Verdún también fueron promocionados para servir de contrapeso al duque de Alta Lorena. A principios del siglo X, algunos obispos italianos ya habían adquirido jurisdicciones condales, práctica que Enrique II extendió a Alemania. Hacia 1056, 54 condados germanos habían sido transferidos a la autoridad episcopal.43
Esto explicaría por qué los primeros salios no veían peligro alguno en la causa de la «libertad de la Iglesia» surgida de la reforma del siglo XI, dado que esta arrebataba activos de manos de señores seglares potencialmente conflictivos. Los obispos, por su parte, recibieron de buen grado sus nuevos poderes, pues les facilitó la movilización de mano de obra campesina y de los recursos necesarios para la construcción de catedrales. La invención de nuevas técnicas tales como la construcción con bastidores aumentó tanto la escala de los edificios como la ambición del clero. En 1009, cuatro días después de su llegada a Paderborn, Meinhard ordenó que la catedral a medio finalizar fuera derruida y reconstruida a una escala mucho mayor. Por su parte, su homólogo de Maguncia se embarcó en un espléndido programa de construcción que remarcase su condición de principal dignatario eclesiástico de Alemania. Los obispos también adoptaron los nuevos símbolos reales introducidos por Otón II y comenzaron a representarse en esculturas y pinturas sedentes en un trono.44 Llegado este punto, el esplendor episcopal y el real se reforzaban mutuamente y los reyes participaron de pleno en la fiebre de la construcción. Enrique III agrandó de forma espectacular la catedral de Espira y la convirtió en el mayor edificio religioso al norte de los Alpes a mediados del siglo XI, del que se reservó 189 metros cuadrados de nave para la sepultura real. La adición de dos torres de igual altura y un salón del trono sobre el pórtico oeste desde el cual el emperador podía asistir a misa simbolizaban la simetría del poder eclesiástico y del poder real; tales modificaciones se replicaron en muchas otras catedrales.45
Antes incluso de la querella de las investiduras iniciada hacia 1070, la relación no siempre era armoniosa. El caso más notorio fue la rivalidad entre el arzobispo Anno II de Colonia, el arzobispo Adalberto de Hamburgo-Bremen y el obispo Heinrich II de Augsburgo durante la regencia de Enrique IV (1056-1065), la cual recalca la importancia de las personalidades en la política imperial. Anno quería imponer su control exclusivo y persuadió al joven rey para que inspeccionase un barco amarrado frente al palacio real de Kaiserswerth, en una isla del Rin, el 31 de marzo de 1062. Tan pronto como el monarca estuvo a bordo, los conspiradores de Anno soltaron amarras. Enrique saltó por la borda para escapar, pero el conde Egberto de Brunswick lo rescató. El barco navegó hasta Colonia, se supone que para poner al rey a salvo.46
Los señores seculares no siempre cooperaban con los obispos imperiales, como revela la derrota de los planes de Adalberto para que su arzobispado de Hamburgo-Bremen volviera a ser el único de la zona del Báltico y Escandinavia. Adalberto empleó su influencia en la regencia para adquirir nuevos censos y planeaba incorporar a su jurisdicción doce obispados germanos. En 1066, los señores sajones forzaron a Enrique IV a obligar a Adalberto a ceder a sus dos líderes dos terceras partes de sus activos. Adalberto se privó así de un importante apoyo secular. La relevancia de esta pérdida se vio ese mismo año, cuando tuvo lugar la mayor rebelión eslava desde 983. Los vendos paganos, enfurecidos por el celo misionero de Adalberto, incendiaron Hamburgo y Schleswig, lapidaron cristianos en Ratzeburgo y asesinaron a uno de sus propios príncipes, que había colaborado con los cristianos.47
La Iglesia imperial tras la querella de las investiduras
La disputa de las investiduras cambió la forma en que la Iglesia se relacionaba con el emperador, pero no disminuyó la misión política de esta. Aunque el resurgir del ideal del obispo-monje cuestionó los nombramientos políticos, en el fondo, cambió pocas cosas, pues la aristocracia siguió teniendo mejor acceso a la educación y continuó dominando los altos cargos eclesiásticos. El Concordato de Worms de 1122 confirmó que el laicado y el clero local debían participar en la elección de su obispo. Pero, en la práctica, hacia el siglo XII, el pueblo llano había quedado excluido mediante el establecimiento de capítulos abaciales y catedralicios compuestos de canónigos legos o de alto clero que no había profesado votos plenos para gestionar los asuntos seculares de la Iglesia. La capilla real perdió buena parte de su importancia política, pues ahora la forma de llegar a ser obispo era ganando influencia dentro del capítulo correspondiente. Esto contrastaba con la situación de Francia, donde, a finales de la Edad Media, el rey había suprimido el papel de los capítulos en la elección de cargos.48
Aunque el Concordato de Worms permitió al monarca estar presente en las elecciones, resultaba sumamente difícil coordinar sus desplazamientos con la muerte y sucesión de cada uno de los obispos. Tan solo se ha documentado la presencia de Conrado III en 8 de las 36 elecciones episcopales de su reinado; Federico I Barbarroja solo estuvo en 18 de las 94 elecciones que tuvieron lugar durante el suyo. Aun así, los monarcas continuaron ejerciendo una considerable influencia, pues mandaban enviados que comunicaban su parecer o manifestaban un crédito menos directo mediante su potestad de favorecer a su clientela con canonjías. También les ayudó el cambio generacional que tuvo lugar hacia 1140, cuando la Iglesia imperial pasó a manos de hombres que no habían participado en la querella de las investiduras y que tenían una visión más pragmática de la influencia regia.
Esto explicaría por qué la transferencia de jurisdicciones seculares a la Iglesia imperial se reemprendió con más fuerza aún con los Hohenstaufen, los cuales, a partir de 1168, enfeudaron condados e incluso ducados a sus obispos favoritos. La nueva relación quedó codificada en el fuero general promulgado en abril de 1220 que favorecía a los ahora llamados «príncipes eclesiásticos».49 Esto consolidó la diferenciación de las tierras de la Iglesia como un tipo de feudo imperial bajo el dominio de altos cargos eclesiásticos elegidos por su capítulo abacial o catedralicio. Al igual que sus homólogos seculares hereditarios, los señores eclesiásticos tan solo ejercían sus privilegios después de haber sido ratificados en su cargo por el emperador. Su autoridad secular seguía estando imbricada con las jurisdicciones y activos adquiridos a lo largo del tiempo, ahora vinculados de forma permanente a su abadía o diócesis. Tales jurisdicciones eran extensivas, pues cubrían en conjunto un tercio del reino germano, pero