En último término, la situación quedó desactivada por medio de la Compacta de 1436, pactada por la élite católica bohemia y los utraquistas, que conformaban la mayoría de la población. A cambio de su sumisión formal a Roma, se toleraron las prácticas utraquistas. La derrota fue más grave para el papado que para el imperio. Por primera vez, el pontífice había permitido que unos herejes defendieran sus ideas y les había hecho importantes concesiones. Se consolidó así el reinado de Segismundo sobre Bohemia y el episodio proporcionó un impulso notable a las reformas constitucionales, que dieron al imperio su configuración definitiva en torno a 1500. Bohemia continuó formando parte del imperio, a pesar de su organización religiosa diferenciada y a pesar del acceso al trono de un rey abiertamente utraquista, Jorge de Podiebrad, en 1458.64
EL EMPERADOR, DEFENSOR DE LOS JUDÍOS
Los judíos y el imperio
La historia de los judíos del imperio es muy similar a la del conjunto de la historia imperial: está lejos de ser perfecta, a veces es trágica, pero, por lo general, era más benigna que en otros lugares o épocas. Aunque la mayor parte de fuentes los marginalizan, su trayectoria revela mucho acerca del orden social y político del imperio. Carlomagno revivió el patronazgo de los judíos de la Roma tardoimperial, los cuales mantuvieron reconocimiento legal en la mayoría de los reinos germánicos que aparecieron a finales del siglo V, tras la caída del Imperio romano de Occidente. Los judíos hicieron importantes contribuciones al desarrollo artístico y comercial carolingio, en particular como intermediarios en la venta de cautivos eslavos para servir en los ejércitos musulmanes de Iberia. En el año 1000, había alrededor de 20 000 judíos askenazíes en el imperio al norte de los Alpes, principalmente en Maguncia, Worms y otras localidades episcopales de Renania.65
Las élites carolingias y otónidas mantuvieron una actitud ambivalente, pues eran conscientes de que judíos y cristianos compartían el Antiguo Testamento, si bien solo los primeros podían leer el texto hebreo original.66 La protección imperial era inconstante. Otón II asignó con frecuencia a algunos obispos autoridad sobre los judíos, en el marco de una serie de amplios privilegios cuyo fin era la expansión de las ciudades catedralicias. Por otra parte, las circunstancias adversas podían desencadenar medidas punitivas contra los judíos, en particular con Enrique II, que, decididamente, era menos tolerante. En 1012 fueron expulsados 2000 judíos de Maguncia. No obstante, el decreto fue revocado al año siguiente.67
El paso más significativo llegó en 1090, cuando Enrique IV emitió un privilegio general para los judíos que seguía el modelo de los otorgados a judíos individuales por Luis II, más de dos siglos atrás. Es posible que a causa del importante crecimiento de la población judía de Worms y Espira Enrique adoptara el título de Advocatis Imperatoris Judaica, o protector general de todos los judíos del imperio. Esto implicaba la adopción de una serie de medidas que perduró hasta el fin del imperio, en 1806. La salvaguardia de los derechos económicos, legales y religiosos de los judíos pasaba a ser prerrogativa imperial, que vinculaba el prestigio del emperador a la eficacia de dicha protección. Al igual que otras disposiciones del imperio, su implementación varió en función de las circunstancias y los derechos de protección eran con frecuencia transferidos, junto con otros privilegios, a personajes locales. El cumplimiento de estas medidas se hizo menos constante, pero, con el tiempo, los privilegios judíos quedaron imbricados dentro del entramado legislativo imperial, que concedió a los judíos de la Edad Moderna un sorprendente nivel de protección autónoma.
La tolerancia de la época premoderna no debe confundirse con el moderno multiculturalismo, con la igualdad o con la celebración de la diversidad como algo intrínsecamente bueno. Los judíos recibían protección siempre y cuando aceptasen su condición de ciudadanos de segunda clase. Se rechazaba la diversidad, pero también se reconocía su carácter beneficioso. Los judíos tenían un rol socioeconómico específico, pues se encargaban de tareas que los cristianos no podían o no estaban dispuestos a hacer. También desempeñaban un papel cultural, como «otredad», que reforzaba la identidad de grupo de los cristianos. A menudo, tenían que pagar un precio considerable por ello.
Pogromos y extorsión
La protección imperial de los judíos desapareció casi de inmediato una vez que Enrique IV quedó atrapado en el norte de Italia, con lo que no pudo impedir el primer gran pogromo de la historia de Alemania, el de 1096. La proclamación de la primera cruzada (en 1095) coincidió con una penuria generalizada provocada por inundaciones y hambruna. Los predicadores franceses difundieron las acusaciones habituales contra los judíos con el calificativo de usureros y «asesinos de Cristo» y pedían a los cruzados que los erradicasen en su camino de Tierra Santa. Los cruzados, que ya tenían autorización papal para matar, provocaron el caos a su paso por el imperio, donde se les unieron caballeros germanos empobrecidos que aprovecharon la oportunidad para dedicarse al pillaje. En su marcha a lo largo del Rin, los cruzados conminaron a los judíos a convertirse o morir; muchos optaron por el suicidio. Tan solo el obispo Johannes de Espira, proimperial, empleó la fuerza para imponer la protección imperial. Enrique, tras lograr escapar a Alemania en 1097, acusó del pogromo al arzobispo Ruthard de Maguncia. A los judíos que habían sido convertidos a la fuerza se les permitió retornar al judaísmo, a pesar de las protestas de Ruthard. La protección imperial se renovó e incorporó a la paz pública general declarada en todo el imperio en 1103.68
En marzo de 1188 se concentraron en Maguncia 10 000 personas para recibir la cruz de la tercera cruzada. Federico Barbarroja actuó con rapidez para evitar una repetición del pogromo: elogió en público a los judíos leales y cuando una multitud amenazó con usar la violencia contra estos, el mariscal imperial, «llevó consigo a sus sirvientes y, bastón en mano […] los golpeó e hirió, hasta que se dispersaron todos».69
En 1234, cuando renovó la legislación de Enrique IV, Federico II hizo un importante ajuste. Como ocurre con muchas de sus medidas, estos cambios no fueron tan progresistas como parece. El emperador rechazó enérgicamente el mito de que los judíos perpetraban asesinatos rituales de niños, rumor que, a menudo, servía de excusa para un progromo: en la Navidad de 1235, los cristianos mataron a 30 judíos en Fulda después de que murieran cinco niños en el incendio de una casa. El caso fue considerado lo bastante grave como para ser transferido al tribunal real de Federico. A principios del año siguiente, el tribunal hizo público su rechazo de la excusa del asesinato ritual y renovó la protección imperial sobre todos los judíos. La legislación de Federico inspiró medidas similares en Hungría (1251), Bohemia (1254) y Polonia (1264). Pero, por desgracia, también incorporó a la ley secular la beligerancia religiosa promulgada algunas décadas atrás por el papa Inocencio III. El pontífice, con el argumento de que los judíos habían heredado la culpa por la muerte de Cristo, los castigó con servidumbre permanente. Este aspecto quedó reflejado en el veredicto de Federico de 1236, que subordinaba a los judíos del imperio, como «sirvientes de la cámara» (Kammerknechte).70 La protección dependía ahora del pago de una tasa anual, que desde 1324 fue conocida como «centavo penitencial», que debían pagar todos los judíos mayores de 12 años. Con el ascenso de cada nuevo rey también debían abonar una «tasa de la corona» adicional.
La protección imperial de los judíos siguió siendo incompleta: en 1241, murieron tres cuartas partes de los 200 miembros de la comunidad judía de Fráncfort y hubo otros que se unieron a la oleada migratoria en dirección este, en busca de una vida mejor. Sin embargo, la situación