Todo esto no supuso un refuerzo inmediato de la protección a los judíos, pues la responsabilidad última seguía siendo del monarca y este, como ilustra el caso de Carlos IV, podía cambiar de idea, con funestos resultados. Carlos llegó al poder en 1346, en medio de una guerra civil. El dictamen papal contra su predecesor, Luis IV, había dejado sin servicios religiosos a gran parte del imperio en torno a 1338. Esto provocó una inquietud que aumentó de forma dramática con la peste negra de una década después. Carlos explotó sus prerrogativas sin escrúpulos y permitió pogromos para ganar apoyos; a menudo ofrecía inmunidad a cambio de un porcentaje del pillaje. En Núremberg murieron 600 judíos y la iglesia de Santa María (Marienkirche) se edificó sobre las ruinas de su sinagoga. Tan solo sobrevivieron unas 50 comunidades en todo el imperio, la mayoría gracias al pago de desorbitados rescates.72 El privilegio de proteger a los judíos (judenregal) quedó incluido dentro del conjunto de derechos otorgados a los electores por la bula de oro de 1356, que cimentó una nueva alianza entre Carlos y la élite política del imperio. Venceslao, su hijo y sucesor, repitió la extorsión vergonzosa de su padre: en junio de 1385 permitió a las ciudades de Suabia, previo pago de 40 000 florines, saquear a sus comunidades judías. Cinco años más tarde, volvió a hacer lo mismo, esta vez en alianza con varios príncipes. Los judíos eran cada vez más discriminados. Entre otras cosas, se les prohibía el comercio a larga distancia. La élite del imperio también fomentó tales prácticas, pues les impuso tributos aún más onerosos y se veían obligados a repercutir los costes a sus clientes cristianos, a los que cobraban intereses más elevados por sus préstamos.73
La protección a comienzos de la Edad Moderna
A largo plazo, no obstante, la descentralización de la protección de los judíos suavizó este abuso de poder al ampliar el círculo de aquellos que tenían interés en unas mejores relaciones. Incluso durante los malos tiempos del siglo XIV hubo ciudades imperiales y señores que preferían la coexistencia pacífica. Ratisbona y Ulm rehusaron cooperar con las medidas de Carlos y Fráncfort, tras expulsar a sus judíos en 1349, les permitió regresar en 1360. La población judía prosperó y, a finales del siglo XV, se había duplicado, con más de 250 comunidades en 1522. Hacia 1610, sumaban 3000, es decir, el 11 por ciento de la población total.74 Alberto II, un Habsburgo, fue el último monarca que trató de extorsionarlos, pero no consiguió mucho dinero, a pesar de que la población judía era mucho más numerosa y rica.75
Su sucesor, Federico III, reactivó la protección imperial al afirmar que todos los judíos eran sus súbditos directos. Con ello también esperaba recolectar dinero, pero por medio del céntimo sacrificial establecido y resistió vigorosamente las peticiones cristianas de reinstaurar la extorsión. Se le criticó y ridiculizó por ser demasiado blando: le apodaron «rey de los judíos».76 Pero, en el momento de la muerte de Federico, en 1493, estaban surgiendo actitudes más positivas. Los humanistas y los primeros reformadores protestantes se interesaron por el hebreo para estudiar los orígenes del cristianismo. El libro de Sebastian Münster, Hebraica, vendió 100 000 copias, una cifra que lo convierte en uno de los primeros bestsellers de la historia. El sucesor de Federico, Maximiliano I, a pesar de sus inclinaciones antisemitas, fue disuadido de la idea de reemprender las persecuciones por el humanista Johannes Reuchlin, que defendió en 1511 que los judíos habían sido ciudadanos romanos desde finales de la Antigüedad.
Hacia 1530, la suma de cambios socioeconómicos rápidos, las pasiones desatadas por la Reforma protestante y la decepción de los reformistas por el fracaso de sus intentos de convertir a los judíos al protestantismo contribuyeron al surgimiento de un entorno más amenazador. Entre 1519 y 1614, los judíos fueron expulsados de, al menos, trece territorios y ciudades protestantes y católicas, lo cual redujo sus comunidades principales a Fráncfort, Friedberg, Worms, Espira, Viena, Praga y la abadía de Fulda. Por desgracia, el antisemitismo se mantuvo presente en las protestas, tanto rurales como urbanas, hasta comienzos de la Edad Moderna. No obstante, la concesión a los príncipes de derechos de protección a los judíos supuso la creación, a partir de 1570, de nuevas comunidades en Fürth, Minden, Hildesheim, Essen, Altona, Crailsheim y el ducado de Westfalia. Otras ciudades, como Ansbach, readmitieron comunidades que habían expulsado con anterioridad. La nueva política protectora volvió a cambiar el carácter de los asentamientos judíos, que se expandieron por las zonas rurales desde ciudades imperiales y villas principescas. Durante esa época, alrededor de 1580, refugiados de la rebelión de los Países Bajos fundaron la primera comunidad sefardita del imperio en Hamburgo.
Los judíos y la legislación imperial
El emperador Rodolfo II (r. 1576-1612) sentía un interés genuino por la cultura judía y prohibió las obras antisemitas de Lutero.77 Pero la conversión del imperio en una monarquía mixta fue un factor mucho más importante para la mejora de sus condiciones: al contrario que en las monarquías centralistas, la tolerancia ya no dependía del capricho de cada monarca. La descentralización de la protección a los judíos vinculó dicha responsabilidad con el entramado general de privilegios y derechos sancionados por la legislación del imperio. La protección imperial se renovó en cinco ocasiones entre 1530 y 1551 y pasó a formar parte de la legislación general aprobada en el Reichstag por todos los Estados imperiales. Esto vinculaba la integridad y prestigio de todas las autoridades políticas a la observación de la normativa. La ley de 1530 obligaba a todos los judíos a llevar visible una estrella amarilla, pero esta medida fue ignorada de forma generalizada y anulada de manera formal por el Reichstag en 1544. Se prohibió el acoso a los judíos en todas sus formas. Se les concedió el derecho de circular libremente, protección para sus propiedades y sinagogas y contra la conversión forzosa y se les permitió cobrar intereses más altos que los cristianos. El autogobierno judío también se aseguró reconocimiento legal.78
Las autoridades locales debían obtener permiso de sus superiores antes de poder expulsar a una comunidad judía. Los judíos, como individuos, continuaron sujetos a numerosas restricciones, como por ejemplo la denegación de la ciudadanía plena en las ciudades. Pero podían tener propiedades, armas incluidas, y participar en elementos generales del imperio, como por ejemplo el servicio postal. La justicia criminal del imperio se mantuvo neutral con respecto a la religión y, si bien es indudable que los prejuicios afectaron a las sentencias, las nuevas cortes supremas imperiales creadas a partir de 1490 seguían los procedimientos formales con sumo cuidado. Así, por ejemplo, los presos judíos podían observar sus ritos religiosos, incluso allí donde no lo hubieran solicitado.79
Los judíos, al igual que los campesinos y otros grupos sociales desfavorecidos, pudieron emplear las leyes imperiales para defender sus derechos a partir de 1530. Así, por ejemplo, el tribunal supremo del mismo emperador Fernando I (el Reichshofrat) dejó de lado su antisemitismo y aceptó la apelación de la comunidad judía de Worms contra la decisión de expulsarlos del consejo de la ciudad.80 Tales casos tienen un significado más amplio, pues existe la