Nos estamos deteniendo en narrar con cierto detalle los acontecimientos previos a Adrianópolis por dos razones: primero para hacer bien visible al lector que no se trató de una contienda entre tervingios y romanos, ni tan siquiera entre godos y romanos, sino entre una confusa multitud de bandas procedentes de pueblos muy diversos y, a menudo, ni siquiera germánicos y las tropas imperiales. En efecto, ya hemos listado a tervingios, greutungos, alanos, hunos, taifales, carpos, sármatas roxolanos, hérulos, boranos y esciros entre los invasores y es muy probable que también hubiera gentes de otros grupos. Alanos, hunos, carpos y sármatas no eran germanos y los taifales y boranos es probable que solo lo fueran a medias; en segundo lugar, demostrar que los grupos godos carecían de unidad de mando. A menudo, los historiadores, al simplificar los acontecimientos despreciando la complejidad de las operaciones bélicas, presentan la falsa imagen de una única y homogénea masa de bárbaros moviéndose al unísono por Tracia hasta ser enfrentada por Valente en los campos de Adrianópolis. Como podemos ver, aunque es cierto que Fritigerno logró destacar entre los otros dirigentes godos que operaban en los Balcanes, ni era el único jefe godo, ni su grupo era el único que se desplazaba y combatía por la región.
Se trató pues de una caótica contienda emprendida sin coordinación ni jefatura suprema por grupos a cuya cabeza había una multitud de jefes/reyes, pues de esta última forma, «reyes» los llama ya Amiano Marcelino. Me parece a mí que esto último, la confusión y división de las bandas bárbaras, jugó a su favor, pues impidió a los romanos concentrar sus fuerzas en un solo punto y generó una destrucción descorazonadora en las provincias de Mesia Inferior, Escitia Menor y Tracia que, a su vez, propició una creciente presión sobre Valente por parte de los senadores y demás grupos influyentes para que precipitara sus acciones y resolviera de una vez por todas aquella espantosa crisis. Eso, las presiones y las prisas por lograr una victoria decisiva perdieron al Imperio y condujeron a Valente al desastre de Adrianópolis.
Mientras tanto, en la parte occidental del Imperio, Graciano, tras vencer a los lentienses, una tribu de la confederación alamana, reunía tropas para acudir en persona al Ilírico y Tracia. Pronto alcanzó Sirmio y su avance lo hubiera llevado pronto a Tracia si no se hubiera visto retrasado por haber contraído unas fiebres y, sobre todo, porque le atacó una gran banda guerrera de jinetes alanos. Este ataque alano, que también se pasa por alto, fue quizá responsable directo de la derrota de Adrianópolis, pues impidió a Graciano llegar a tiempo para sumarse a Valente.76
Este último, por otro lado, no estaba muy dispuesto a esperar a su sobrino. Mientras que Graciano venía en su ayuda con la aureola de haber aplastado a los alamanes y de haber conseguido, por medio del magister Frigerido, la única victoria significativa sobre los godos, la obtenida sobre Famovio y sus seguidores greutungos y taifales, él, Valente, el augusto sénior, se había visto frustrado una y otra vez en sus deseos de gloria militar. No solo no había vencido a Persia, sino que ni tan siquiera había podido emprender la campaña proyectada y la había tenido que abortar con una paz vergonzosa y precipitada. Y eso sin detenerse en la humillación que Mavia, la reina de los árabes tanuqh, le había infligido. Y luego, y sobre todo, estaban los godos. Su rebeldía, correrías y saqueos eran el máximo insulto que se le podía hacer, pues él, Valente, era el responsable directo de su entrada en el Imperio. Por eso, cuando el magister equitum Víctor logró significativas victorias sobre las bandas de saqueadores godos al frente de los ágiles jinetes sarracenos proporcionados al ejército imperial por su nuera, la reina Mavia, obligándolos a abandonar los campos que se extendían entre los arrabales constantinopolitanos y Adrianópolis, y sobre todo, cuando el general Sebastiano logró a finales de junio o inicios de julio del 378 una rotunda victoria sobre una numerosa banda de saqueadores seguidores de Fritigerno junto al río Hebro, no lejos de Adrianópolis, Valente se convenció a sí mismo de que podía vérselas sin ayuda con los bárbaros y de que no sería necesaria la prudencia y así librarse de tener que compartir la gloria de la victoria con su joven sobrino, Graciano, a la sazón retrasado por los ataques alanos.77
Esta decisión resultó ser funesta. Fritigerno, asustado por la reciente victoria de Sebastiano y por las noticias de que dos grandes ejércitos romanos, el de Graciano y el de Valente, convergían sobre sus posiciones, comenzó a reunir a todos sus hombres y a buscar la proximidad de los grupos greutungos y alanos conducidos por Sáfrax y Alateo.
Y es que Valente, que llevaba en Constantinopla desde el 30 de mayo, al fin se movía hacia el norte y tras recibir informes de que los bárbaros capitaneados por Fritigerno apenas si superaban los 10 000 guerreros, se creyó más que capaz de aplastarlos sin ayuda alguna de Graciano. Llegado a Adrianópolis al frente de un ejército que las fuentes cifran en 60 000 hombres y que, por mucho que se empeñen algunos historiadores contemporáneos, no pudo bajar de los 40 000, Valente contaba con la superioridad numérica y táctica.
No obstante, tras reforzar Adrianópolis, dejar en ella el tesoro imperial y buena parte de los abastecimientos del ejército, y desdeñando la enésima epistolar petición de Graciano de que le esperara, y desoyendo también los consejos del magister equitum Víctor que abogaba por esperar al augusto iunior, Valente avanzó sobre el campamento de carros de Fritigerno situado a unos 23 km de Adrianópolis. Era el 9 de agosto del 378 y la ruina rondaba al Imperio.78
La marcha del ejército romano, bajo un sol de justicia, le llevó unas seis horas. A la hora octava del día 9 de agosto, es decir, sobre las dos de la tarde y por ende en el momento de máximo calor del sofocante día, las tropas romanas avistaron el círculo de carros del gran campamento de Fritigerno. En los días previos, el jefe tervingio había tratado de negociar, pero de forma altanera y exigiendo la entrega de Tracia a cambio de la paz y la alianza. Ahora, a la vista del formidable ejército romano y con su caballería en buena parte alejada de su campamento, envió de nuevo emisarios de paz que esta vez se mostraron humildes y nada exigentes. Su propósito no era otro que el de retrasar a Valente en espera de que su caballería regresara y de que lo hiciera junto a nuevos contingentes bárbaros, alanos y greutungos, que acampaban cerca sin que, en apariencia, los exploradores romanos se hubieran percatado de ello.
Aunque resulte sorprendente, Valente se dejó enredar por las maniobras dilatorias de Fritigerno. Mientras su ejército aún estaba formándose en línea de batalla sufriendo lo indecible bajo el sol y sin contar ni con agua, ni con alimentos, pues los víveres estaban aún en camino, su augusto se dedicaba a negociar y a exigir que le enviaran emisarios de más alta alcurnia. Era una torpeza. Valente tenía dos opciones igual de buenas: o comenzar de inmediato la batalla sin que Fritigerno hubiese logrado reagrupar por completo a sus bandas de saqueadores ni recibir los refuerzos que esperaba, o dar orden de acampar y fortificarse para que sus hombres descansaran y comieran y dejar la batalla para el siguiente día o, mejor aún, para unos días más tarde y dar así oportunidad a Graciano de que se le sumara con las tropas de occidente.
Pero Valente no hizo ni lo uno, ni lo otro. Dejó pasar el momento de lanzar un sorpresivo ataque pasando de la columna de marcha al combate, maniobra difícil pero que las legiones del siglo IV conocían a la perfección y se dedicó a perder el tiempo en unas negociaciones que, una vez con su ejército sobre el campo de batalla, carecían de sentido y, todo ello, mientras sus hombres se cocían en sus armaduras bajo un sol implacable y se debilitaban más y más por efecto del hambre y de la sed. Y, mientras tanto, Fritigerno se reforzaba a cada