Ahora bien, establecidos el punto de origen y destino de la migración de los primitivos godos y las fechas aproximadas de su inicio y fin, habrá que preguntarse el por qué y el cómo.
Cuando Tácito describió Germania hacia el año 98 de nuestra era, el mundo, la sociedad que describía, estaba cambiando a un ritmo acelerado y en una dirección que desmentía la idealizada descripción del historiador romano. Germania estaba cambiando y lo hacía creciendo.
En efecto, cuando Cayo Julio César se enfrentó a los germanos en el curso de su conquista de las Galias (58 a 51 a. C.), Germania era una tierra pobre poblada por pequeñas agrupaciones tribales. Los bosques y pantanos, así lo demuestran no solo las descripciones de los autores grecorromanos, sino también los estudios polínicos más recientes, cubrían enormes extensiones de territorios en los que los asentamientos humanos, pequeños, dispersos y efímeros, eran como islas aisladas en un mar verde. La economía de esta inmensa región, la Germania Libera, esto es, la Germania libre o no sometida por los romanos, que se extendía entre el Rin y el Vístula, era harto primitiva. La arqueología muestra un mundo de pequeñas aldeas cuyos habitantes llevaban una vida pobre limitada por el uso de técnicas agrícolas deficientes en las que se usaba un arado sin reja de hierro incapaz de profundizar el surco y de voltear la tierra, por lo que no llegaban a arrancar las hierbas y raíces, ni a mezclarlas con la tierra para enriquecer a esta última oxigenando y amalgamando nutrientes y minerales. Como se tendía al monocultivo y no se empleaba más abono que el de la ceniza, obtenida por la quema de rastrojos, tenían que recurrir a labrar campos que, una vez recogida la cosecha, debían dejarse en barbecho por un mínimo de dos años para que recuperasen la fertilidad. Esto, claro está, limitaba la extensión y la producción de la tierra disponible y, además, no evitaba que en el curso de un par de generaciones los campos se agotaran y que la aldea al completo tuviera que emigrar para buscar un nuevo asentamiento en el que roturar el bosque y recomenzar el ciclo de subsistencia que acabamos de exponer y que basaba su penosa economía en el cultivo de alguna de las variedades existentes de cereal y, en particular, de la cebada y del trigo.
Figura 2: Reconstrucción moderna de una vivienda de los siglos II-III en Masłomęcz (Polonia). Se fundamenta en los vestigios hallados en yacimientos de la cultura de Wielbark, en la cuenca del Vístula.
Figura 3: Esqueleto de uro, Bos primigenius, mamífero de la familia de los bóvidos, ya extinto pero que durante la Antigüedad pobló buena parte de la Europa septentrional. Museo Nacional de Dinamarca, Copenhague.
La ganadería no paliaba la escasez de alimentos que proporcionaban los cultivos, pues la falta de forraje para el invierno limitaba la estabulación de ganado y obligaba a sacrificar al final del otoño a la mayoría de los animales para así asegurar la supervivencia de los reproductores, por lo que las cabañas ganaderas no eran muy numerosas. Vacas, cerdos, cabras, ovejas y caballos constituían el grueso de los animales domésticos.
En fin, la caza seguía ocupando un importante puesto como fuente de proteínas y, a menudo, tras una mala cosecha, para un poblado podía significar la diferencia entre la muerte por inanición o la supervivencia. Los ciervos y los jabalíes eran las principales piezas de caza y el abatimiento de un caballo salvaje, con sus 300 a 500 kg de carne, de un alce, con sus más de 500 kg, o mejor aún, de un uro o de un bisonte, que podían representar 1000 kg de carne, podían asegurar el consumo de toda una aldea durante muchos días.
Por supuesto, este tipo de economía no permitía que las aldeas contaran con artesanos especializados. Se desconocía la fabricación de la alfarería con torno y con piezas bien cocidas que en el Mediterráneo era norma desde hacía muchos siglos y los germanos de comienzos de nuestra era tenían que conformarse con rústicas vajillas hechas a mano y muy frágiles. Lo mismo ocurría con los adornos y los demás lujos y objetos de prestigio: o procedían del mundo romano y se obtenían mediante el comercio del ámbar, los esclavos, las pieles, etc. o se robaban en incursiones al otro lado de la frontera. Aun así, la inmensa mayoría de los adornos de este periodo encontrados en los yacimientos arqueológicos son de bronce, mas son escasos los de plata y casi inexistentes los de oro.
Las armas eran, asimismo, muy deficientes. La mayoría de los germanos del siglo I no llevaban ni yelmo, ni armadura de ninguna clase, ni portaban espadas de larga hoja, ni lanzas pesadas, sino que tan solo se protegían con escudos de madera de sauce o de aliso, y esgrimían ligeras lanzas de estrecha y afilada hoja, aptas tanto para ser arrojadas como para ser blandidas, llamadas frámeas, o bien se contentaban con venablos cortos, aún más ligeros, llamados bebras.20
Así que podría decirse que la pobreza en el vestir, en el comer y en el guerrear era la tónica de la vida en la Germania Libera.
Mas todo comenzó a cambiar con la consolidación de las fronteras romanas del Rin y del Danubio Superior y Medio. La instalación de decenas de miles de legionarios y auxiliares, unos 120 000 en el siglo I de nuestra era desplegados entre el mar del Norte y lo que hoy sería Austria, significó una demanda imparable de bienes de consumo y eso dinamizó la economía de las tribus ribereñas y, poco a poco y por extensión, la de las que se hallaban inmediatamente tras ellas. La plata romana comenzó a circular entre las aldeas germanas del oeste y con la plata, nuevos cultivos y, sobre todo, nuevas técnicas de agricultura. Esto último fue decisivo. Comenzaron a usar un arado más pesado y dotado de cuchillas y reja de hierro de estilo romano. Con este tipo de arado, los aldeanos germanos podían revolver la tierra y arar más profundo y, con ello, labraban más campos y aseguraban su fertilidad por más tiempo a la par que incrementaban su rendimiento. A ello se vino a sumar el uso del estiércol de los ganados para abonar los campos y la introducción de un sistema de rotación que introducía en el ciclo trienal de cultivo a una segunda planta: trigo el primer año y cebada, avena o leguminosas el segundo, por ejemplo, o cebada el primer año y centeno o heno el segundo, etc., por lo que los campos pasaban de tener que estar dos años en barbecho a uno solo. Ahora las aldeas de la Germania Libera podían extender sus campos y, sobre todo, mantenerlos productivos, no solo por un par de generaciones, sino de manera indefinida.
El crecimiento exponencial de la productividad agrícola incrementó a su vez la población. Las aldeas pasaron de ser pequeños asentamientos de unas pocas decenas de chozas que, tras cincuenta o sesenta años tenían que ser abandonadas, a transformarse en grandes poblados permanentes que podían albergar no ya a unas decenas o a unos pocos centenares, sino a millares de individuos.
Fue toda una revolución económica y demográfica que para el año 100 había transformado a las tribus situadas entre el Rin y el Elba y que, hacia el 150 llegó al Óder, sin haber alcanzado las tierras del Vístula, las que habitaban las tribus godas, hasta aproximadamente el año 200. De modo que mientras que entre las tribus occidentales la riqueza y la población crecían sin parar y con ello se daba paso a una transformación social y política de la que hablaremos más tarde, las tribus de los gotones/godos señaladas por Plinio, Tácito y Ptolomeo seguían sometidas a unas condiciones de vida mucho más duras y limitadas tal como evidencian las