—Iba a decir que las comparaciones son odiosas.
—Sí, claro, odiosas. Una palabra de un concurso de ortografía; una palabra que aprendiste del libro que estás leyendo.
—Cállate. Y es cierto que tengo una madre terrible.
Sam me daba mucha lástima. Tal vez algún día pasara algo y Sam y Sylvia lograran lo que teníamos papá y yo. Era posible. Ojalá.
Peleas. Puños. Zapatos
El tercer día de clase le di un puñetazo a otro chico. Quiero decir, sucedió porque sí. Sam siempre decía: «Nada sucede porque sí». Intenté apartar su voz de mi cabeza.
Veréis, caminaba hacia Circle K antes de ir al instituto para comprarme una Coca-Cola. Me apetecía beberme una. Y un tipo en el aparcamiento esbozó una sonrisa burlona y me llamó «puto gringo».
—No vuelvas a llamarme así —le dije.
Pero lo hizo: lo volvió a decir, así que le di un puñetazo. Lo hice sin pensar, fue como un acto reflejo. Le pegué justo en el estómago, y sentí una descarga de adrenalina recorriéndome las venas hasta llegar al corazón.
Lo observé mientras se retorcía de dolor. Por un lado, quería pedirle perdón, pero en el fondo sabía que no estaba arrepentido.
Me quedé ahí quieto. Paralizado.
Luego sentí una mano en el hombro. Era Fito apartándome. Me quedé mirando mi puño como si fuera de otra persona.
—¿Qué te pasa, Sal? ¿Cuándo comenzaste a pegar a la gente? Un día eres un buen chico y… Es que nunca habría pensado que eras esa clase de tipo.
—¿Qué clase de tipo?
—Relájate, Sal.
No dije nada. No sentía nada.
Y temblaba.
Entonces me vino una idea a la cabeza. Tal vez la clase de tipo que era…, tal vez me pareciera a alguien a quien no conocía. Ya sabéis, el hombre al que jamás llegué a conocer y cuyos genes llevaba dentro.
Caminé hacia casa de Sam para recogerla. Estaba en la puerta, esperándome.
—Llegas tarde.
—Lo siento.
—Jamás llegas tarde.
—Pues hoy sí.
Me lanzó una de sus miradas de sospecha.
—¿Qué sucede?
—Nada.
—No te creo.
—No pasa nada.
—Eso significa que no quieres hablar de ello.
—No pasa nada.
Me dirigió una de aquellas sonrisas de «por ahora lo dejaré pasar». Significaba que iba a cambiar de tema, pero no que no fuera a insistir más adelante. Sam no era una chica que dejara pasar las cosas. En el mejor de los casos, te daba un respiro. Me alegró que estuviera dispuesta a darme una tregua.
—Está bien, está bien. —Luego señaló hacia abajo—. ¿Te gustan mis zapatos?
—Me encantan.
—Mentiroso.
—Son muy rosas.
—Qué comentario tan agudo.
—¿Por qué tienes tantos zapatos?
—Es imposible que una chica tenga demasiados zapatos.
—¿Una chica? ¿O solo tú?
—Es una cuestión de género. ¿Acaso no lo entiendes?
—El género, el género —dije.
No sé, pero debió de notar algo en mi voz.
—A ti te pasa algo.
—Zapatos.
—Me cago en los zapatos —dijo.
Mima
Sam y yo siempre estábamos contándonos historias, historias sobre lo que nos pasaba, historias sobre otras personas, historias sobre mi padre y su madre. Tal vez fuera la manera en que nos explicábamos las cosas entre nosotros…, o a nosotros mismos.
Mima. Era quien mejor contaba historias. Sus historias eran sobre hechos reales, no como las historias de mierda que se oían en los pasillos del instituto El Paso. Algunas de estas eran más mentira que otra cosa.
Pero las historias de Mima eran reales, tan reales como las hojas de su morera. Oigo su voz constantemente, contándomelas: «Cuando era niña, cosechaba algodón. Trabajaba junto a mi madre, mis hermanos y hermanas. Al final del día, estaba tan cansada que caía desplomada sobre la cama. Me ardía la piel. Tenía las manos llenas de rasguños. Y sentía que mi espalda estaba a punto de quebrarse».
Me habló sobre cómo era el mundo, el mundo en el que creció, un mundo que prácticamente había desaparecido. «El mundo ha cambiado», decía con la voz cargada de tristeza.
Una vez, Mima me llevó a una granja. Yo debía de tener siete años. Me enseñó a cosechar tomates y jalapeños. Señaló los campos de cebollas: «Eso sí que es trabajo». Ella conocía bien esa palabra. Yo no sabía nada sobre el trabajo. No era una palabra con la que me hubiera topado aún.
Aquel día, cuando recogíamos los tomates, me contó la historia de sus zapatos.
—Cuando estaba en sexto curso, dejé mis zapatos en la orilla de una acequia para ir a nadar con mis amigas. Y desaparecieron. Alguien los robó. Lloré. Ay, cómo lloré. Era mi único par de zapatos.
—¿Solo tenías un par de zapatos, Mima?
—Solo un par. Era lo único que tenía. Así que fui descalza al colegio durante una semana. Tenía que esperar a que mi madre reuniera el dinero suficiente para comprarme otro.
—¿Fuiste al colegio descalza? Cómo mola, Mima.
—No, no molaba —dijo—. Simplemente, había muchas personas pobres.
Mima dice que somos lo que recordamos.
Me habló sobre el día que nació papá.
—Tu padre era muy pequeño. Apenas cabía en una caja de zapatos.
—¿Eso es verdad, Mima?
—Sí. Y, justo después de que llegara al mundo, lo tenía en brazos y comenzó a llover. Estábamos en plena sequía, no había llovido durante meses, meses y meses. Y fue entonces cuando supe que tu padre era como la lluvia: un milagro.
Me encanta lo que recuerda.
Pensé en contarle a Sam la historia de los zapatos de Mima, pero decidí no hacerlo. Habría dicho algo así como: «Solo me cuentas esa historia para hacerme sentir culpable». Y tal vez habría tenido razón.
La historia de mí mismo (Yo tratando de explicarme cosas a mí mismo)
Mima dice que jamás deberías olvidar de dónde vienes. Entiendo a qué se refiere, pero es un poco más complicado cuando eres adoptado. El que no «me sienta» adoptado no significa que no lo sea. Pero la mayoría de las personas creen que saben algo importante de ti si saben dónde comienza tu historia.
Fito dice que en realidad no importa de dónde vienes.
—Yo sé exactamente de dónde vengo. ¿Y qué? Además, algunas personas tienen padres famosos. ¿Y qué? Nacer de personas talentosas no te convierte a ti en alguien talentoso. El padre de Charlie Moreno es el alcalde, y mira a Charlie Moreno: