—¿Sueles ir con ese tío?
—No. Siempre intenta venderme cigarrillos. Siempre dice estupideces. No es trigo limpio.
—No es que me plantee tener una relación a largo plazo con él. No cumple las condiciones para ser un buen amigo.
Aquello hizo que Fito se riera.
—De eso no me cabe duda. El mundo está lleno de tíos así. Hoy vende cigarrillos; mañana estará vendiendo marihuana… —Luego me disparó una sonrisa—. No sabía que te gustara sacar a relucir los puños y toda esa mierda. Un tipo como tú, es decir, tienes toda la vida resuelta y te metes en cagadas como esta.
—¿A qué te refieres?
—Hombre, tienes una relación estupenda con tu padre. Quiero decir, sé que eres adoptado y todo eso; pero os lleváis muy bien.
—Lo sé. Y siempre me he sentido hijo suyo.
—Eso es genial. Yo, en cambio, durante la mayor parte del tiempo me siento como si me hubieran rescatado de la calle tras ser descartado por alguien. Esa es la sensación que tengo en casa.
—Eso es una mierda —dije.
—Bueno, en casa todo es una mierda. Es decir, mi padre es bastante guay, y hubiera querido llevarme con él. Eso habría sido genial. Pero no tenía un hogar propio ni toda esa mierda, y no encontró empleo, así que finalmente se fue de aquí y se mudó a California para vivir con su hermano. Por lo menos se despidió y tal, y se le veía destrozado por no poder llevarme con él y toda esa mierda. Por lo menos supe que le importaba. Y era cierto. Y eso es algo.
—Sí, es algo. Es más que algo.
Fito me daba pena. Nunca iba por ahí compadeciéndose de sí mismo. Me preguntaba cómo había salido tan buen tío. ¿Cómo sucedía una cosa así? No parecía haber ninguna lógica detrás de la persona que terminamos siendo. Ninguna en absoluto.
PDD: origen
A mí Fito me caía bien, pero a Sam no tanto. Decía que era por su forma de caminar.
«No camina. Se mueve como ocultando algo. ¿Y por qué tiene que acabar casi todas las frases con “toda esa mierda”? ¿Eso qué significa?», dicho por la chica que tenía fijación por las palabrotas.
Había leído algunas de las redacciones que Fito había escrito para clase, y parecía un intelectual. Lo digo en serio. El tío era inteligente, pero no le gustaba alardear. Tal vez hablara así por las palabras que oía en casa; y porque siempre andaba vagando por las calles. No porque buscara meterse en líos, sino porque quería largarse de su casa.
Yo había desarrollado la teoría de que todo el mundo tiene una relación con las palabras…, lo sepan o no. Pero cada uno tiene una relación distinta con las palabras. Papá me contó una vez que debemos tener mucho cuidado con ellas. «Pueden herir a las personas —dijo—. Y pueden sanarlas.» Si alguien tenía cuidado con las palabras, ese era mi padre.
Pero es a Sam a quien le debo el ser verdaderamente consciente de lo que significan las palabras. Todo comenzó cuando participaba en el concurso de ortografía. Yo era su entrenador. Tenía miles de palabras escritas en fichas, y yo las leía y pronunciaba mientras ella las deletreaba. Nos pasábamos horas y horas entrenando. Estábamos obsesionados. Ella se concentraba tanto y era tan intensa… Algunos días se quebraba y lloraba; se quedaba agotada. Yo también.
No ganó.
Y, Dios mío, qué enfadada estaba.
—El imbécil que ha ganado ni siquiera sabía el significado de las palabras que estaba deletreando —dijo.
Intenté consolarla, pero no quiso recibir consuelo:
—¿Acaso no conoces la palabra inconsolable?
—Puedes volver a intentarlo el año que viene —le aseguré.
—No pienso hacerlo —dijo—. A la mierda con las palabras.
Pero, en realidad, era consciente de que ya se había enamorado de ellas, y también me metió a mí en aquel romance.
Ese fue el momento en el que comenzamos con la palabra del día: PDD.
Sí. Las palabras. Fito y las palabras. Yo y las palabras. Sam y las palabras. Mientras pensaba en aquello sonó el timbre, y apareció Sam.
—Justo estaba pensando en ti —dije.
—¿Algo bueno?
—En lo furiosa que estabas cuando perdiste el concurso de ortografía.
—Lo he superado.
—No me cabe duda.
—No he venido aquí para hablar del estúpido concurso de ortografía.
—Entonces, ¿qué pasa?
—Mi madre y yo acabamos de discutir.
—Vaya novedad.
—Mira, no todo el mundo habla como tú y tu padre. Vosotros sois tan poco normales… Los padres y los hijos no hablan. No hablan. Me refiero a que a veces hablas de él como si fuera tu amigo o algo por el estilo.
—Te equivocas —dije—. Mi padre no finge ser mi amigo. Ni de lejos. Es mi padre. Es solo que da la casualidad de que nos caemos bien. Creo que eso es genial. Realmente genial.
—De puta madre.
—¿Por qué te gusta decir palabrotas?
—A todo el mundo le gusta decir palabrotas.
—A mí no.
—La gente no te llama Señor Divertido por nada.
—¿A quiénes te refieres?
—A mí.
—¿Tú eres la gente?
—Sí.
—¿Ves? Ya has conseguido interrumpirme. Lo haces constantemente.
—Oye, tú siempre te estás interrumpiendo a ti mismo, vato.
Me gustaba cuando me llamaba «vato», era mucho mejor que «tío». Y quería decir que me respetaba.
—¿De qué hablaba? —pregunté.
—Estabas deshaciéndote en elogios hacia tu padre.
—Estás empezando a hablar como en el último libro que leíste.
—Joder, ¿y qué importa? Por lo menos sé leer.
—Deja de decir palabrotas.
—Deja de juzgarme y sigue con lo que me ibas a contar sobre tu padre.
—No te estoy juzgando.
—Sí, lo estás haciendo.
—Está bien, está bien. ¿Mi padre? Oye, mi teoría es que la mayoría de las personas quieren a sus padres. No todas, pero la mayoría. Sin embargo, hay padres que no son agradables y a sus hijos no les caen bien. Es lógico. O, a veces, son los niños los desagradables. Es muy difícil hablar con alguien si no te resulta agradable…, aunque se trate de tu padre o de tu madre.
—Lo entiendo perfectamente.
A veces Sam entendía de verdad lo que yo decía. Y a veces yo sabía exactamente lo que ella iba a decir después.
—Sylvia no me gusta en absoluto. Es la madre menos agradable del planeta. —Sam llamaba a su madre por su nombre de pila, pero solo a sus espaldas. Hum.
—No —dije—. La madre de Fito es la madre menos agradable del planeta Tierra.
—¿En serio? ¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque