Así que estuvo allí desde el principio.
La cuestión es esta: era cierto que a veces sí pensaba en mi padre biológico, especialmente, por algún motivo, en los últimos tiempos. Y me sentía como un traidor. En ese momento, le había mentido a papá. Supongo que fue una mentira a medias. Llamémosla, mejor, una media verdad. Si algo era una mentira a medias, era una mentira y punto.
Mima y Sam
A Mima le caía muy bien Sam, y a Sam le caía muy bien Mima.
Cuando éramos pequeños, en ocasiones Mima se quedaba el fin de semana para cuidarnos si papá tenía alguna exposición fuera de la ciudad. Era fantástica con Sam. Me encantaba observarlas.
Estaba hablando por teléfono con Mima. Mis llamadas la hacían sentir bien. A mí también me hacían sentir bien. ¿De qué hablábamos? De cualquier cosa. No importaba. Me preguntó por Sam.
—Le gustan los zapatos —comenté.
—Es una chica —respondió Mima—. Algunas chicas son así, pero es buena chica.
—Sí —dije—, pero le gustan los chicos malos, Mima.
—Bueno, tu Abu era un chico malo cuando era joven.
—¿Y te casaste con él de todos modos?
—Sí, era guapo. Yo sabía que era un buen hombre, aunque muchos no lo creyeran. Yo sabía lo que había visto en él. Terminó sentando la cabeza.
Los recuerdos que yo tenía de mi abuelo no incluían la expresión «sentar la cabeza».
—Es que a veces Sam me preocupa —dije.
—Si te preocupa tanto, ¿por qué no eres tú su novio?
—No tenemos ese tipo de relación, Mima. Es mi mejor amiga.
—¿Acaso tu mejor amigo no debería ser un chico?
—En realidad, Mima —dije—, no creo que importe que tu mejor amigo sea un chico o una chica, mientras tengas un mejor amigo. Y, de todos modos, las chicas son más amables que los chicos.
No sé por qué, habría jurado que Mima estaba sonriendo.
La carta
Sábado. Me encantan los sábados.
Papá entró en la cocina y se sirvió una taza de café. No miró el periódico, lo cual resultaba extraño. Papá es un animal de costumbres. Tiene sus rituales diarios: el café y el periódico de la mañana. No leía periódicos online, era de la vieja escuela. Llevaba unas Converse de caña alta. Llevaba unos Levi’s 501 o pantalones caqui con dobladillo y pliegues. Y corbatas estrechas. Siempre. De la vieja escuela. Los domingos leía el New York Times; aquella era, definitivamente, una de sus costumbres. Pero hoy papá ni siquiera había hojeado el periódico. Acariciaba a Maggie, pero no parecía estar en la habitación. Tenía una expresión muy seria en el rostro. Seria, pero no en el mal sentido.
Finalmente, hizo un gesto con la cabeza. Yo sabía que había mantenido una conversación consigo mismo y que había zanjado algún tipo de cuestión. Se levantó de la mesa, abandonando su café. Maggie lo siguió. Unos minutos después, papá apareció de nuevo en la habitación con la perra. Llevaba un sobre en la mano.
—Toma —dijo—. Creo que es hora de darte esto.
Cogí el sobre. Tenía mi nombre escrito en la parte delantera, con letra cuidada y pulcra. No era la letra de papá. Papá hacía garabatos. Miré mi nombre.
—¿Qué es esto?
—Es una carta de tu madre.
—¿Una carta de mi madre?
—Te la escribió justo antes de morir. Dijo que quería que te la entregara cuando me pareciera el momento oportuno. —Tenía aquella expresión que indicaba «creo que me fumaré un cigarrillo». A veces fumaba. No mucho. Guardaba los cigarrillos en la nevera para que no se pusieran rancios—. Creo que este es el momento oportuno.
Me quedé mirando la letra de mi madre. No dije nada.
Papá sacó los cigarrillos de la nevera, cogió uno y encendió el mechero.
—Fumemos un cigarrillo —dijo.
Aquello no significaba en absoluto que fuera a dejarme fumar. Solo era una invitación para que me sentara en las escaleras traseras con él.
Maggie nos siguió afuera. Era como yo: no le gustaba que la excluyeran. Observé a papá encender el cigarrillo.
—Puedes leerla cuando sientas ganas. Ahora depende de ti, Salvi.
Estando allí sentados, se inclinó hacia mí y me dio un empujoncito con el hombro.
—Esto me está asustando —respondí—. ¿No crees que una carta de tu madre muerta asustaría a cualquiera?
—Bueno, tu madre… —Hizo una pausa—. No la escribió para asustarte.
—Lo sé —dije.
—No tienes que leerla ahora mismo.
—Entonces, ¿por qué me la das ahora?
—¿Crees que debía esperar hasta que estuvieras en la universidad? ¿Hasta que cumplieras treinta años? ¿Cuál es el momento ideal para hacer algo? ¿Quién lo sabe? Vivir es un arte, no una ciencia. Además, le prometí a tu madre que te la daría.
—Hiciste bastantes promesas, ¿no?
—Así es, Salvi.
—Y las has cumplido, ¿verdad?
—Cada una de ellas. —Le dio una calada al cigarrillo y expulsó el humo por la nariz.
—¿Fueron difíciles de cumplir?
—Algunas sí.
—¿Te apetece contarme cuáles fueron?
—Otro día.
No era precisamente la respuesta que esperaba. Miré a papá. Tenía una sonrisa amplia.
—Bueno, sí hubo una promesa que fue fácil de cumplir.
—¿Cuál?
—Le prometí que te querría. Le prometí que te mantendría a salvo. Esa fue la fácil.
—A veces te doy muchos problemas.
—No —dijo—. Jamás me has dado problemas. Jamás.
—Bueno, casi le rompo la nariz a Enrique Infante. Y está el asunto de la piedra que tiré y rompió la ventana de la señora Castro. Y también, aquella etapa en la que me encantaba matar lagartijas. —De ningún modo iba a contarle que rompí la ventana de la señora Castro a propósito.
Papá se rió.
—Sí, lo de matar lagartijas… Eras solo un niño.
—Pero me gustaba matarlas. ¿Te acuerdas de cuando me pillaste y organizamos un pequeño funeral para la pobre lagartija muerta?
—Sí.
—Era tu forma de decirme que dejara de hacerlo.
Papá se volvió a reír.
—No eres perfecto, Salvi, pero eres tan honesto que en ocasiones me pregunto de dónde has salido. Fíjate en tu amiga, Sam. Ella sí da problemas. —Se rió, pero no fue una carcajada fuerte. Era una broma. Quería a Sam—. Oye —siguió diciendo—, como te he dicho, vivir es un arte, no una ciencia. Fíjate en tu Mima, por ejemplo. Ella es la verdadera artista de la familia. —Levantó la vista al cielo—. Si vivir es un arte, tu Mima es Picasso.
Me encantó la expresión de su rostro cuando lo dijo. Me pregunté