No respondió.
Me quedé allí esperando. Y, ¿sabéis qué?, tuve la extraña sensación de que nada volvería a ser lo mismo. Sam llamaba premoniciones a ese tipo de sensaciones. Decía que no debíamos confiar en ellas. Fue a una adivina cuando estábamos en noveno curso, y al instante se convirtió en una cínica. En cualquier caso, aquella sensación me turbó, porque quería que las cosas siguieran igual, que mi vida siguiera tal como era. Ojalá nada cambiara. Ojalá. La verdad es que no me gustaba mantener esa breve conversación conmigo mismo…, y esta no habría existido si Sam no hubiera perdido la noción del tiempo. Yo tenía claro por qué llegaba tarde: los zapatos. Sam nunca sabía qué zapatos ponerse. Y, como era el primer día de clase, aquello era realmente importante. Sam y sus zapatos.
Por fin salió de casa mientras yo le enviaba un mensaje a Fito. Sus dramas eran diferentes de los de Sam. Yo jamás había tenido que vivir en el caos que soportaba Fito todos los días de su vida, pero me parecía que se las apañaba bastante bien.
—Hola —saludó Sam, acercándose y obviando el hecho de que hacía ya rato que la esperaba.
Llevaba un vestido azul. Su mochila combinaba con el vestido, y sus pendientes se mecían con la suave brisa. ¿Y sus zapatos? Sandalias. ¿Sandalias? ¿He esperado tanto por un par de sandalias compradas en Target?
—Hace un día estupendo —dijo, toda sonrisa y entusiasmo.
—¿Sandalias? —pregunté—. ¿Para eso me has hecho esperar?
Sam no iba a permitir que la desanimara.
—Son perfectas. —Me sonrió de nuevo y me besó en la mejilla.
—¿A qué viene eso?
—Es para darte suerte. Último curso.
—Último curso. ¿Y después, qué?
—¡La universidad!
—No vuelvas a mencionar esa palabra. No hemos hablado de otra cosa este verano.
—Te equivocas. Yo no he hablado de otra cosa. Tú estuviste un poco ausente durante aquellas conversaciones.
—Conversaciones. ¿Eso eran? Creía que eran monólogos.
—Ya basta. ¡La universidad! ¡La vida, cariño! —Cerró la mano en un puño y lo levantó.
—Claro. La vida —dije.
Me lanzó una de sus típicas miradas.
—Primer día. Vamos a arrasar.
Nos miramos sonriendo. Y luego nos pusimos en camino.
A empezar a vivir.
El primer día de clase no fue nada memorable. Por lo general, el primer día me gustaba: todo el mundo con ropa nueva y sonrisas optimistas; los buenos propósitos; el buen rollo flotando como los globos inflados con helio de un desfile; y los eslóganes de los encuentros de bienvenida motivacionales: «¡Hagamos de este año el mejor de todos!». Nuestros profesores no paraban de decirnos que teníamos capacidad para subir en la pirámide del éxito, con la esperanza de animarnos a aprender algo. O a lo mejor solo intentaban modificar nuestro comportamiento. Seamos francos: gran parte de nuestro comportamiento debía ser modificado. Sam decía que el 90 % de los estudiantes del instituto El Paso necesitaba terapia de modificación de conducta.
Esta vez no me interesaba en absoluto toda esa experiencia del primer día de clase. No. Y, por si no fuera suficiente, Ali Gómez (cómo no) se sentó delante de mí en clase de literatura avanzada, por tercer año consecutivo. Sí, Ali, una rezagada de años anteriores, a quien le gustaba coquetear conmigo con la esperanza de que la ayudara con los deberes. Me refiero a que los hiciera por ella. Como si eso fuera a ocurrir. No tenía ni idea de cómo lograba meterse en los cursos avanzados; una prueba viviente de que nuestro sistema educativo era cuestionable. Sí, el primer día de clase. Nada memorable.
Salvo que Fito no apareció. Ese chico me preocupaba.
Solo había visto a la madre de Fito una vez, y realmente no parecía vivir en este planeta. Sus hermanos mayores habían abandonado el instituto para dedicarse a las sustancias psicoactivas, siguiendo los pasos de la madre. Cuando la conocí, tenía los ojos completamente inyectados en sangre y vidriosos, el cabello grasiento, y apestaba. Fito se sintió terriblemente avergonzado.
Pobrecillo. Fito. Bueno, mi problema era que siempre estaba preocupado. Odiaba eso de mí.
Sam y yo volvíamos a casa caminando después de nuestro primer día de clase nada memorable. Parecía que iba a llover; y, como a la mayoría de las ratas del desierto, me encantaba la lluvia.
—El aire huele bien —le dije.
—No me estás escuchando —contestó.
Estaba acostumbrado al tono de exasperación que a veces empleaba conmigo. No había parado de hablar sobre los colibríes. Le encantaban los colibríes. Incluso tenía una camiseta con un colibrí. Sam y sus etapas.
—Su corazón late con una frecuencia de hasta mil doscientas sesenta pulsaciones por minuto.
Sonreí.
—Te estás burlando de mí —dijo.
—No me estoy burlando de ti. Solo sonreía.
—Conozco todas tus sonrisas —respondió—. Esa es tu sonrisa burlona, Sally.
Sam había comenzado a llamarme Sally en séptimo porque, aunque le gustaba mi nombre (Salvador), creía que era demasiado para un tipo como yo. «Comenzaré a llamarte Salvador cuando te conviertas en un hombre… Y, cariño, te falta mucho para eso.» Definitivamente, a Sam no le gustaba Sal, que era como me llamaban todos los demás (excepto papá, que me llamaba Salvi); así que se acostumbró a llamarme Sally. Yo lo odiaba. ¿A qué chico normal le gusta que lo llamen Sally? (No es que quisiera ser «normal».) Pero no le podías decir a Sam que no hiciera algo. Si se lo decías, el 97 % de las veces lo hacía. Era la más terca del mundo. Simplemente, me dirigió aquella mirada que indicaba que tenía que aguantarme. Así que, para Sam, yo era Sally.
Entonces comencé a llamarla Sammy. Todos podemos encontrar una manera de igualar el marcador.
En fin, me estaba poniendo al tanto de las estadísticas de los colibríes. Comenzó a enfadarse conmigo y a reprocharme que no la tomaba en serio. Sam odiaba que la ignoraran. «Aquí vive una mujer profunda»: lo tenía colgado en la taquilla del instituto. Juraría que por las noches se quedaba despierta pensando eslóganes. Lo de que era «profunda» me parecía comprensible. Sam no era precisamente superficial. Pero me gustaba recordarle que, si a mí me faltaba mucho para convertirme en un hombre, a ella le faltaba aún más para convertirse en una mujer. No le gustaba mi pequeño recordatorio, me dirigía esa mirada de «cállate».
Mientras caminábamos, insistía con los colibríes, y luego comenzó a recriminarme mi incapacidad crónica para escucharla. Y yo pensaba: Dios mío, cuando Sam comienza con los reproches, no hay quien la detenga. Me estaba regañando sin piedad. Al final tuve que interrumpirla; no me quedó más remedio:
—¿Por qué siempre buscas bronca conmigo, Sammy? No estoy burlándome. Además, sabes que no soy aficionado a los números. Los números y yo no nos llevamos bien. Cuando empiezas a hablar de cifras, me pongo bizco.
Como le gustaba decir a papá, Sam permaneció «inmutable». Comenzó de nuevo con los reproches, pero esta vez no la interrumpí yo, sino Enrique Infante. Se había acercado a nosotros por detrás mientras caminábamos. De repente, apareció delante de mí y se me echó encima. Me miró a los ojos y me clavó un dedo en el pecho.
—Tu padre es un marica.
Al instante, algo me sucedió. Una ola enorme e incontrolable me recorrió el cuerpo y se estrelló contra la orilla, que era mi corazón. De pronto perdí la capacidad de expresarme con palabras. No sé, jamás había estado tan furioso, y no supe qué