—Ni yo. Sylvia contrata a una mujer para que limpie la casa una vez a la semana.
—Espero que le pague bien.
—No seas sarcástico. —Echó un vistazo al móvil y luego me miró—. Así que reglas no escritas, ¿eh? Sylvia no tiene nada por el estilo. No es tan sutil. Escribe todas sus reglas con pintalabios en el espejo de mi baño.
—¿En serio?
—En serio.
—En esta casa, la mayoría de las reglas no están escritas: prohibido drogarse, prohibido beber alcohol… Bueno, en ocasiones especiales puedo beber una copa de vino con él.
—Pensándolo bien, si viviera aquí, vosotros me mataríais de aburrimiento.
—Sí, para empezar, no tenemos pintalabios. Y tampoco coleccionamos zapatos.
Me clavó la mirada.
—Y no nos gusta discutir. En cambio, a ti…
—No termines la frase.
—Mi padre y yo te mataríamos de aburrimiento, en serio. ¿Qué harías en una casa donde nadie discute?
—Cállate.
Intenté imaginarla viviendo con nosotros. La miré. La realidad era que prácticamente ya vivía con nosotros. No me pareció buena idea verbalizar lo que estaba pensando. Verbalizar era una palabra de Sam.
—Ah, y, a propósito, Señor Reglamento, te he visto beber cerveza en alguna fiesta.
—No voy a muchas fiestas. ¿Y alguna vez me has visto borracho?
—Me encantaría verte borracho. Entonces podría decirte qué tienes que hacer.
—Ya me dices qué tengo que hacer.
—Qué ingenioso. —Nos reímos—. Es que no me entra en la cabeza, Sally. Tu padre es artista, ¿cómo demonios terminó siendo tan legal? Seguro que jamás se ha drogado.
—No sabría decirte.
—¿Tú te has drogado alguna vez?
—¿Por qué siempre me haces preguntas cuya respuesta ya conoces?
—¿Por qué no te relajas un poco, Sally? Déjate llevar. Vive el presente.
—Sí, el presente. Oye, tú te relajas por los dos.
Me dirigió otra de sus miradas cargadas de intención. Ambos sabíamos que experimentar con sustancias psicoactivas no era algo que le resultara desconocido: le gustaba especialmente la marihuana. A mí no. La probé una vez en una fiesta y terminé besando a una chica que ni siquiera me atraía. Me tomaba el tema de los besos muy en serio. Cuando besaba a una chica (no es que sucediera muy a menudo), quería que significara algo. Simplemente, no me tomaba esas cosas como una diversión.
—Tráeme los huevos de la nevera.
La abrió.
—Mierda, cuánta comida.
Sacudí la cabeza.
—La mayoría de las neveras contienen comida. Espero que lo sepas.
—Dios mío, qué sarcástico estás hoy, chico blanco.
Sabía que odiaba que me llamaran «chico blanco». Aunque técnicamente era un chico blanco, había sido criado en una familia mexicana. Así que no podía ser considerado un típico chico blanco. No en mi mundo. Sabía más español que Sam, y se suponía que ella era mexicana.
Me dio la caja de huevos. Sabía que yo fingía no haber oído su comentario.
—Tranquilo —dijo. Abrió una vez más la nevera—. No, esta nevera no se parece en nada a la mía. Ni siquiera sé para qué la tenemos. Quizá debería venderla en eBay.
—¿Y qué diría Sylvia?
—Probablemente, ni se daría cuenta de que había desaparecido. —Observó mientras yo rompía dos huevos y los freía en la grasa del beicon—. ¿Quién te ha enseñado a hacer eso?
—Mima. —Quería añadir: «Ya sabes, mi abuela mexicana», solo para subrayar el hecho de que no era el típico chico blanco pusilánime.
—Cómo me gustaría tener una Mima —dijo—. Mi madre dice que no quiere tener nada que ver con su familia. ¿Sabes lo que creo? Creo que es al revés. —Devoró un trozo de beicon—. Me encanta el beicon. ¿Saliste anoche?
—Fui al cine.
—¿Con quién?
—Con Fito.
—¿Por qué sales con él? Es un incompetente social. Siempre tiene la cabeza metida en un libro; y, además, dice demasiadas palabrotas.
—¿Me estás diciendo que a ti, Samantha Díaz, te parece ofensivo que diga palabrotas? ¿En serio?
—Te estás burlando de mí.
—Sí, y sabes que yo también soy un incompetente social.
—Sí, pero tú eres un incompetente social interesante. Fito es cero interesante.
—Te equivocas. Es increíblemente interesante. Me cae bien. Sabe pensar. Y sabe defender sus argumentos en una conversación inteligente…, algo que no se puede decir de la mayoría de los chicos con los que sales.
—Como si fueras a enterarte.
Entorné los ojos. Tal vez fuera un incompetente social, pero no era idiota.
—Dime, entonces, ¿a cuántos de mis novios has conocido?
—Nunca me da tiempo. Aparecen un día, y al siguiente desaparecen. Y sí que conozco al tipo con el que estás saliendo ahora. Digamos que no tiene lo que se necesita para ir a la universidad.
—Eddie es agradable.
—Agradable. Ese tío no se acercaría a esa palabra ni por error. Se gasta todo el dinero en arte corporal.
—Me gustan sus tatuajes.
—¿Por qué te gustan tanto los chicos malos?
—Son atractivos.
—Siempre que te guste el estilo salvaje. Me refiero a que suele gustarte una estética determinada. —Estética era una palabra de Sal. Y luego le sonreí—. Además, yo soy atractivo… y no sales conmigo.
Ella también sonrió.
—Sí, la verdad es que eres atractivo. No muy modesto…, pero sí atractivo. Pero no tienes tatuajes, y no tienes lo que se necesita para servir como novio. Sí tienes lo necesario para ser un buen amigo.
Eso me alegraba. Me gustaba nuestra amistad tal como era. Para mí funcionaba. Nos funcionaba a los dos. Pero ¿los tipos con los que ella salía? Más valía perderlos que encontrarlos. A todos. Eran horribles.
—Oye, Sammy —dije—, esos tíos siempre acaban haciéndote daño. Y tú acabas llorando, triste, deprimida, de mal humor y todo eso, y yo acabo consolándote.
—Bueno, como no tienes una vida, tienes que sacar tu dosis de emoción de algún lado.
Volví a entornar los ojos.
—La emoción no es lo mío.
—Sí lo es, Sally. Si la emoción no fuera lo tuyo, no serías mi mejor amigo.
—Cierto.
Quería a Sammy.
Realmente la quería. Y quería contarle lo del tipo al que había pegado por haberme llamado «puto gringo». Quería contarle que tenía una furia dentro que no lograba entender. Siempre había sido un chico paciente, y de pronto había empezado a pensar que estaba rodeado de idiotas. Mi compañero de clase de lengua me pasó una nota pidiéndome el teléfono de Sam. Se la devolví: «No soy su proxeneta,