—¿Y si no lo estoy nunca? —Me lanzó una mirada, se inclinó hacia mí y me volvió a dar un empujoncito con el hombro.
Nos quedamos allí sentados un buen rato, sintiendo la brisa de septiembre y el sol de la mañana en el rostro. Quería quedarme allí para siempre, solo Maggie, papá y yo. Un perro, un padre y un hijo. Pensé que en realidad no quería crecer. Pero no había otra opción.
Papá tenía una cita pegada en una pared, junto a unos dibujos: «Quiero vivir en la quietud de la luz matinal». Me encantaba, pero estaba empezando a entender que el tiempo no iba a pararse por mí. Había fotos que demostraban que las cosas habían cambiado. Tuve siete años una vez, y no siempre tendría diecisiete. No tenía ni idea de cómo sería mi vida. No quería pensar en la carta. Tal vez hubiera algo en ella que cambiaría las cosas de un modo que no deseaba.
No sé por qué me dejó una carta.
Mamá estaba muerta.
Ni siquiera recuerdo haberla querido. Y la carta no iba a devolverla a la vida.
PDD: miedo
Estaba a punto de dejar la carta en el último cajón, donde guardaba los calcetines, pero pensé que no era lugar para ponerla a buen recaudo, porque todos los días me ponía calcetines y, cada vez que abriera el cajón, vería la carta. Así que caminé de un lado a otro de la habitación intentando pensar en el lugar perfecto para guardarla. Maggie estaba tumbada sobre mi cama, mirándome. A veces me daba la sensación de que la perra me tomaba por loco. Por fin metí la carta en la caja donde guardaba todas mis fotografías. No sacaba aquella caja muy a menudo. Era el lugar perfecto.
Le escribí a Sam:
Yo: PDD: miedo
Sam: Miedo?
Yo: Sí
Sam: Explícate
Yo: Es una palabra que da miedo. Ja, ja, ja
Sam: Qué gracioso. Tienes miedo?
Yo: No he dicho eso
Sam: Dilo
Yo: Alguna vez has tenido miedo de algo?
Sam: Por supuesto. Y tú?
Yo: Sí
Sam: Cuéntamelo
Yo: Solo pensaba en voz alta
Sam: Te lo acabaré sonsacando
Sam
Mensaje de Sam:
Sam: Qué pasa?
Respondo el mensaje:
Yo: Me he dado una ducha rápida. Sin planes. Y tú?
Sam: Hacemos algo?
Yo: OK
Sam: Tienes huevos?
Yo: Sí
Sam: Beicon
Yo: Sí
Sam:
Yo: Nos vemos en 5 min
Sam… Esa chica vivía con hambre. Su madre jamás tenía comida en casa. Y no era porque fueran pobres. No eran ricas, pero no necesitaban precisamente recurrir a vales de supermercado. A la madre de Sam le iba más la comida rápida para llevar. Papá y yo casi nunca comprábamos comida para llevar. A veces pedíamos pizza; a veces, comida tailandesa. Si no, cocinábamos. Me gustaba.
Cuando me crucé con papá de camino a la puerta de entrada, estaba hablando por teléfono.
—¿Con quién hablas? —pregunté.
Por algún motivo, siempre quería saber con quién estaba hablando por teléfono. No era asunto mío, pero tenía el (mal) hábito de preguntarle.
—Con Mima —susurró.
Negó con la cabeza y siguió hablando.
Creo que a veces era un incordio para mi padre. Funcionaba en ambos sentidos. A veces él también era un incordio para mí. Por ejemplo, el hecho de que no me comprara un coche, aunque tuviéramos dinero; eso me molestaba de verdad. Y por más que sacara el tema, lo derribaba igual que a un pato durante una cacería. «Pero tenemos dinero suficiente», le decía yo. Y él: «No, yo tengo dinero suficiente. En cambio, tú ni siquiera puedes pagarte el móvil». Me miraba con su sonrisa mordaz, y yo le devolvía la misma sonrisa.
Maggie y yo estábamos sentados en el porche delantero, esperando a Sam. Vivía a unas pocas calles, pero jamás íbamos a su casa. Jamás. «A Sylvia le gusta escuchar nuestras conversaciones, y no son asunto suyo», decía Sam. Aseguraba que le gustaba estar con Maggie. «Sylvia no me deja tener un perro.» Y, aunque Sam y Maggie tenían su propio idilio, sabía que la perra no tenía nada que ver con el hecho de que quisiera venir a casa. Mi teoría era que Sam y su madre eran demasiado parecidas. Se lo comenté una vez. «No sabes una mierda», fue todo lo que dijo sobre el tema. No se podía negar que Sam era terriblemente directa. Y, como el resto del universo, a veces no aceptaba la verdad.
La vi acercándose por la calle y la saludé con la mano.
—¡Hola, Sally! —gritó.
—¡Hola, Sammy! —le grité yo también.
Maggie se abalanzó hacia ella para saludarla. Sam llevaba una blusa amarilla con un estampado de margaritas. Parecía un jardín de verano. Lo digo en el buen sentido. Se inclinó y dejó que Maggie le pasara la lengua por la cara. Observar a Sam y Maggie exhibiendo su afecto me hacía sonreír. Bajé las escaleras saltando y me dio un abrazo.
—Estoy muerta de hambre, Sally.
—Comamos —dije.
Sabía que sería yo quien prepararía el desayuno. Sam era igual que su madre. La única parte de la cocina que conocía era la mesa.
Entramos. Maggie arañó la puerta, y la dejé salir. Vi a papá sentado en los escalones traseros fumando otro cigarrillo. Me pareció extraño. Papá rara vez fumaba dos cigarrillos en una mañana. Tuve la misma sensación que el primer día de clase, como si algo estuviera cambiando en mi mundo.
—¿Qué pasa? —preguntó Sam.
—Nada —dije, cogiendo una sartén y sacando un poco de beicon de la nevera.
Sam se sirvió una taza de café: esa chica era un anuncio ambulante de Starbucks.
—Tu casa siempre está muy limpia —comentó Sam—. Es jodidamente extraño.
—No tiene nada de extraño querer vivir en una casa limpia.
—Pues mi casa parece una pocilga.
—Es cierto. Me pregunto por qué —dije.
—Muy gracioso. La cuestión es que, siendo hombres, vosotros vivís como mujeres; y nosotras, que somos mujeres, vivimos como hombres.
—No creo que la limpieza sea una cuestión de género —repliqué.
—Es posible. ¿Sabes? Creo que debería mudarme con vosotros.
Aquello me hizo sonreír.
—No