Tengo fotos en brazos de mi madre. Muchísimas fotos. Pero mirar las fotos de tu madre muerta no es lo mismo que recordarla.
Murió cuando yo tenía tres años.
Fue entonces cuando vine a vivir con papá.
Quizá cualquier otro chico estaría triste por no tener madre, pero yo no. Quería a mi padre. Y tenía tíos y tías que me querían. Es decir, que me querían de verdad. Y tenía a Mima. No creo que nadie me quisiera tanto como Mima, ni siquiera papá.
Mi vida no era como la de Fito. Él tenía la familia más disfuncional del planeta Tierra. Y mirad a Sam. Realmente no hubiera querido que la señora Díaz fuera mi madre. No, gracias. Era horrible.
Tenía una profesora de sociología que hablaba sin parar sobre la dinámica familiar. Veréis, mi padre, Maggie y yo constituíamos una familia. Me gustaba nuestra familia. Pero quizá no haya una lógica detrás de la palabra familia. La verdad es que no siempre es una palabra tan positiva.
Me pregunté por qué no tenía recuerdos de mamá. Tal vez no recordarla fuera peor que tener un recuerdo tergiversado. O tal vez fuera mejor. Pero resulta que ahora me veía haciéndome preguntas sobre ella y sobre el tipo cuyos genes se mezclaron con los suyos para crearme.
Estaba empezando a hacerme muchas preguntas que nunca me había hecho. Antes no me molestaba nada; ahora iba por ahí dándole puñetazos a la gente. Oí la voz de Sam en mi cabeza: Nada ocurre porque sí.
Fotografías
Tenía una foto de papá enseñándome a hacer el nudo de la corbata, sacada la mañana antes de mi primera comunión. Papá sonreía y yo sonreía; estábamos tan felices… Y tenía una foto en brazos de Mima a los cuatro años. Sus ojos estaban colmados de amor, y os juro que podría ahogarme en ese amor.
Las fotos con mamá son diferentes. Veréis, las fotos con Mima y papá las recordaba. Aquellas fotos me hacían sentir algo. Pero ¿las fotos con mamá? No sentía nada. Sam me dijo que no recordaba nada porque no quería, porque me haría entristecer.
A Sam le gustaba mirar mis fotos, pero decía que era demasiado raro ver tanta felicidad en ellas.
—Simplemente, no es real.
—¿En serio?
—Bueno, es real, pero un poco extraño.
—¿La felicidad es extraña?
—Vale, es algo bueno, pero a la mayoría de las personas no les interesa ser buenas. Me refiero a que en el mundo entero no hay nadie tan bueno como tu Mima. Y tu padre es lo más. Lo digo en serio. Es realmente un tío supergenial. Pero solo hay unos diez hombres como él en esta ciudad. Así que, si piensas que tu pequeña y dulce familia es un reflejo del resto del mundo, siento desilusionarte.
Si la palabra cinismo no existiera, Sam la habría inventado, e iría enseñándosela a todo el mundo. Pero a mí no me engañaba: en el fondo era muy dulce. Mucho. Aunque tenía sus malos momentos. La conocía desde el parvulario. Al final del día, lloraba cuando me despedía de ella. Desde entonces, siempre había escuchado lo que opinaba Sam, incluso cuando sabía que no tenía razón. Sam era una persona emocionalmente confundida y confusa. Esto tenía que ver con la dinámica de su familia. Sí, claro, ¿qué demonios sabía yo? Una vez se enfadó de verdad conmigo. Le dije que tenía que calmarse, y me dijo que era un «anoréxico afectivo». No creo que lo dijera como un cumplido. A veces me preguntaba por qué la había elegido como mejor amiga.
Mima decía que Dios me regaló a Sam.
Era algo bonito. Y también decía que yo era un regalo de Dios para ella, y para mi padre.
Supongo que Dios acostumbraba a regalar cosas, pero también a quitarlas. Primera prueba: se llevó a mi madre. Aunque, si no se hubiera llevado a mi madre, no tendría a mi padre. Y no tendría a Mima.
Papá
PDD: universidad
La primera semana caótica de instituto había terminado. Y con solo dos peleas. ¡Hagamos de este año el mejor de todos!
Estaba sentado en el taller de papá: por un lado, observándolo pintar; y, por otro, echándole un vistazo a la lista de universidades a las que enviaría mis solicitudes de ingreso. Todo el verano había girado en torno a las solicitudes para la universidad: formularios de ayuda financiera, formularios para esto y para lo otro, búsquedas en internet, envío de correos electrónicos a los orientadores de admisión, programas y planes de estudio, y así sucesivamente. Sam estaba completamente entregada a la tarea.
Un día vino a casa y se ensañó realmente con su madre.
—Esa bruja me ha frenado el trámite de inscripción. Dice que las universidades a las que he enviado la solicitud están fuera de mis posibilidades, y que de dónde narices creo que va a sacar el dinero para pagar todo eso. Y que quién narices me creo que soy. La odio. La odio, en serio. Me ha dicho que iré a la Universidad de Texas, y que no hay más que hablar. La odio.
No era la primera vez que oía que la odiaba.
Por mi parte, en casa intentaba guardar la mayor discreción posible respecto al proceso. No quería mudarme. Estaba pensando que podía tomarme un año de descanso y quedarme en casa, sin más. Como si eso pudiera ocurrir.
Así que finalmente hice mi lista. Lo único que me faltaba era conseguir mis cartas de recomendación y escribir un maldito texto explicando por qué debían aceptarme. Tenía tiempo. Puse la lista sobre el escritorio de mi padre.
1. Universidad de Texas
2. Universidad de California, en Los Ángeles
3. Columbia
4. Universidad de Chicago
5. Universidad de Nueva York
6. Universidad de Nuevo México
7. Universidad de Arizona
8. Universidad de Colorado
9. Universidad de Washington
10. Universidad de Montana
El futuro. Todo en una sola lista. El cambio. Mierda. Miré a papá, absorto en su trabajo. Me gustaba verlo pintar: el modo en que sujetaba el pincel, cómo su cuerpo entero parecía cobrar vida, cómo conseguía que pintar pareciera tan fácil.
—La lista final está sobre tu escritorio —anuncié.
—Ya era hora —dijo.
—Puedes dejar de fastidiarme.
—Yo no te fastidio —afirmó.
Sabía que estaba sonriendo. Él sabía que yo también estaba sonriendo. Continuó trabajando como si nada. Y luego me preguntó algo que jamás me había preguntado:
—¿Alguna vez piensas en tu verdadero padre, Salvi?
No dejó de pintar, y no pude ver su rostro.
Sentado en su viejo sillón de cuero, le dije:
—Tú eres mi verdadero padre… Y sí, siempre pienso en ti.
La luz de la habitación hacía que su cabello canoso brillara como una llamarada. Dejó de pintar por un momento e intenté descifrar la expresión de su rostro. Sabía que lo que acababa de decir lo hacía feliz. Luego continuó pintando en silencio, como si nada. Lo dejé en paz. A veces hay que dejar que las personas tengan su espacio, incluso cuando estás en la misma habitación que ellas. Fue papá quien me lo enseñó. Fue él quien me enseñó casi todo lo que sé.
No