—¿De qué salía impune Enrique exactamente? ¿Qué habría obtenido?
—Te llamó marica, papá. No puedes permitir que nadie te quite la dignidad.
—No me quitó la dignidad. Tampoco te quitó la tuya, Salvi. ¿Realmente crees que un puñetazo en la nariz cambió algo al respecto?
—Nadie te va a insultar. No cuando yo esté cerca.
Sentí las lágrimas caer por mi rostro. Lo que tienen las lágrimas es que pueden ser tan silenciosas como una nube que cruza flotando el cielo de un desierto. Otra cosa que tenían las lágrimas es que hacían que me doliera el corazón. Ay.
—Eres un chico dulce —susurró—. Leal y dulce.
Papá siempre me llamaba «chico dulce». A veces me enfadaba cuando me lo decía, porque: primero, no era ni la mitad de dulce de lo que él pensaba; segundo, ¿a qué chico normal le gusta que lo consideren dulce? (Tal vez sí quería ser «normal»).
Cuando papá se marchó de la habitación, Maggie lo siguió. Supongo que pensó que yo estaría bien.
Me quedé echado en el suelo bastante tiempo. Pensé en los colibríes. Pensé en el término español para designarlos. Recordé que Sam me había contado que el colibrí era el dios azteca de la guerra. Quizá yo tuviera algo de guerrero dentro. No, no, no, no. Solo eran cosas que pasaban. Y no volvería a pasar. No era la clase de chico que iba pegando a los demás. Yo no era así.
No sé cuánto tiempo me quedé echado en el suelo aquella tarde. No aparecí en la cocina para cenar. Oí a mi padre y a Maggie entrar en mi habitación oscura. Maggie saltó sobre mi cama, y mi padre encendió la luz. Tenía un libro en la mano. Me sonrió y me puso la mano en la mejilla…, como cuando era pequeño. Aquella noche me leyó mi pasaje favorito de El principito: el del zorro, el principito y la domesticación.
Creo que, si me hubiera criado otra persona, podría haber sido un muchacho violento e iracundo. Si me hubiera criado el hombre cuyos genes llevaba, quizá habría sido una persona completamente diferente. Sí, el hombre cuyos genes llevaba. Nunca me había parado a pensar en serio sobre él. No en serio de verdad. Bueno, quizá un poco.
Pero me había criado mi padre, el hombre que estaba en mi habitación y había encendido la luz. Me había domesticado con todo el amor que habitaba en él.
Me quedé dormido oyendo el sonido de su voz.
Soñé con mi abuelo. Intentaba decirme algo, pero no conseguía oírlo. Tal vez porque estaba muerto, y los vivos no comprendemos el lenguaje de los muertos. No dejaba de repetir su nombre: «¿Abu? ¿Abu?».
Funerales, maricas y palabras
Mi sueño con Abu y la palabra marica me hicieron pensar. Y esto fue lo que pensé: algunas palabras existen solo en teoría. Pero, un buen día, te topas de frente con una de esas palabras que hasta entonces solo existían en el diccionario. Entonces, aquella palabra se convierte en alguien que conoces.
Funeral.
Me topé con aquella palabra cuando tenía trece años.
Fue cuando murió Abu. Yo era uno de los portadores del féretro. Hasta entonces, ni siquiera sabía lo que significaba portar un féretro. La cuestión es que hay muchas otras palabras que descubres cuando te topas con la palabra funeral. Conoces a todos los amigos del funeral: el portador del féretro, el ataúd, la empresa funeraria, el cementerio, la lápida.
Fue muy extraño llevar el ataúd de mi abuelo a su tumba.
Yo desconocía los rituales y las oraciones para los muertos.
Desconocía lo definitiva que era la muerte.
Abu no volvería. Jamás volvería a oír su voz. Jamás volvería a ver su rostro.
En el cementerio donde enterraron a Abu aún se llevaban los funerales tradicionales. Después de que el sacerdote encomendara a mi abuelo al paraíso, el responsable de la funeraria clavó una pala en el montículo de tierra y nos la ofreció. Todo el mundo sabía exactamente qué debía hacer. Se formó una hilera sombría y silenciosa, y cada uno esperó su turno para coger un puñado de tierra y lanzarla sobre el ataúd.
Tal vez fuera una costumbre mexicana. No estaba seguro.
Recuerdo a mi tío Mickey recibiendo suavemente la pala de manos del responsable de la funeraria.
—Era mi padre.
Recuerdo acercarme a la pala, coger un puñado de tierra y mirar a los ojos al tío Mickey. Él asintió. Recuerdo estar arrojando la tierra y verla caer sobre el féretro de Abu. Recuerdo hundir el rostro en los brazos de la tía Evie. Recuerdo levantar la mirada y ver a Mima sollozando en el hombro de papá.
Y recuerdo algo más del funeral de Abu. Un hombre de pie, fuera, que, mientras fumaba un cigarrillo, hablaba con otro y le decía: «Al mundo le importa una mierda la gente como nosotros. Trabajamos toda la vida y luego nos morimos. No importamos. —Estaba realmente furioso—. Juan era un hombre bueno». Juan, ese era mi Abu. Aún percibo la ira en las palabras de aquel hombre. No entendí lo que quería decir.
Le pregunté a papá:
—¿Quiénes son la gente como nosotros? ¿Y por qué ha dicho que no importamos?
—Todo el mundo importa —afirmó papá.
—Ha dicho que Abu era un hombre bueno.
—Abu era un hombre muy bueno. Un hombre muy bueno y con defectos.
—¿Conversabais? Me refiero a como lo hacemos tú y yo.
—No, ese no era su estilo —respondió—. Yo estaba unido a él a mi manera, Salvador.
A los trece años sentía mucha curiosidad, pero no entendía demasiado. Cazaba las palabras e incluso las recordaba, pero no entendía nada.
—¿Y lo de la gente «como nosotros»? ¿Se refería a los mexicanos, papá?
—Creo que se refería a las personas pobres, Salvi.
Quería creerlo; pero, aunque a los trece años no entendiera nada, ya sabía que hay gente que odia a los mexicanos, incluso a los mexicanos que no son pobres. No necesitaba que mi padre me lo dijera. Y, por aquel entonces, también sabía que había gente que odiaba a mi padre. Lo odiaban por ser gay. Y a esa gente él no les importaba.
No les importaba en absoluto.
Pero a mí sí.
Hay palabras que existen solo en teoría. Pero un día cualquiera tropiezas con una de esas palabras y os encontráis cara a cara. Entonces, aquella palabra se convierte en alguien que conoces. Aquella palabra se convierte en alguien que odias. Y la palabra te acompaña adondequiera que vayas. Y no puedes fingir que no existe.
Funeral.
Marica.
Papá, Sam y yo
Al día siguiente, papá me acompañó al instituto para hablar con el director. Cuando pasamos a buscar a Sam delante de su casa, sonreía de oreja a oreja; hacía un esfuerzo demasiado evidente para fingir que todo iba bien.
—Hola, Señor V. —dijo mientras subía de un brinco al asiento trasero—. Gracias por acercarme.
Papá esbozó una especie de sonrisa.
—Hola, Sam. No te acostumbres.
—Lo sé, Señor V.; tenemos dos piernas. —Puso los ojos en blanco.
Advertí que papá ahogaba una carcajada.
Luego se hizo un profundo silencio, y Sam y yo comenzamos