—¿Quieres hablar de lo que ha pasado?
Sam no dijo nada.
—Sé que no soy tu padre, Samantha, pero hay ciertas cosas que no puedes dejar de contarles a los adultos que tienes cerca…, a los adultos que te quieren.
Sam asintió.
—No tienes que contarme nada… Pero mañana, cuando tu madre venga a buscarte, vas a tener que contarle lo que ha pasado. Mírate…, todavía estás temblando. ¿Cómo te has roto la blusa?
Negó con la cabeza.
—No quiero contarle nada a mi madre.
—No creo que tengas opción, Sam. De verdad. —Había tanta ternura en la firme voz de mi padre que casi tuve ganas de llorar.
Pero también sentí ira. Estaba furioso. Quería meterme en el coche, encontrar a Eddie y molerlo a palos.
Sam levantó la mirada hacia mi padre.
—Lamento ser una molestia tan grande.
Papá le sonrió.
—Es parte de tu encanto.
Ella se rió… y luego comenzó a llorar de nuevo.
—Vamos a intentar dormir un poco.
Todas las palabras que teníamos dentro se habían ido a dormir…, así que no hablamos. Sam se quedó dormida en mi cama junto a Maggie. Había un dormitorio para invitados, pero no tenía ganas de estar sola. A mí siempre me había costado menos quedarme solo. Me eché sobre el suelo en mi saco de dormir, pero no lograba conciliar el sueño. No podía dejar de imaginar lo que había pasado. Era extraño que Sam guardara silencio sobre algo.
Y luego comencé a pensar en lo que papá le diría a Sylvia. Ya habían tenido charlas antes. Muchas. Así las llamaba mi padre. Charlas. Sí. Y de pronto me atravesó un torrente de furia. Odiaba a Eddie. Odiaba a ese hijo de puta. Y quería hacerle daño. Y luego pensé: Cómo me gustaría ser más como papá. Él no es de esas personas que emplean los puños para resolver un problema. Pero yo no era como él. Además, él era artista, y lo artístico me resultaba totalmente ajeno. Y luego pensé en que debía de parecerme más a mi padre biológico…, el hombre que se había acostado con mi madre una noche. Y odié esa idea.
Quería detener todos esos pensamientos que me daban vueltas por la cabeza como un hámster que gira y gira en una rueda.
Finalmente, me levanté.
3.12 de la madrugada.
Entré en la cocina para servirme un vaso de agua. Papá estaba en los escalones traseros, fumando un cigarrillo.
Me senté junto a él.
—¿Cuántos cigarrillos van hoy, papá?
—Demasiados, Salvi. Demasiados.
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