Me sentía un impostor.
Pero ¿y si encontraba las palabras? Entonces, ¿qué? ¿Qué haría si dejaba de quererme?
PDD: quizá
Papá y yo estábamos frente a la mesa de la cocina. Él preparaba espaguetis con albóndigas para cenar. Lo observaba mientras formaba las bolitas de carne. Tenía las manos grandes y ásperas. Supongo que era porque siempre estaba montando bastidores, tensando lienzos, pintando. Pintando, pintando y pintando. Me gustaban sus manos.
Escuchábamos a los Rolling Stones. Me gustaba su música, pero era la suya, no la mía.
—Papá —dije—. ¿Por qué no escuchamos otra cosa?
—¿Tienes algún problema con mi música?
—Has de renovarte.
—Hum. No estoy seguro de que quiera hacerlo.
Sonreí. Él sonrió.
—Cada generación cree que es el barco más moderno que ha navegado por el río.
—No es cierto.
—Sí lo es. Cada generación cree que reinventará el mundo. Tengo novedades: el mundo existe desde hace millones de años.
—Pero cambia continuamente. Además, ¿qué tiene de malo creer que puedes mejorar el mundo? Solo un poco.
—Nada. Cuando yo estaba en la universidad, estar a la vanguardia tecnológica era tener una máquina de escribir eléctrica.
Me reí.
—Jamás hubiera podido imaginar lo rápido que cambiarían las cosas.
—¿En qué sentido?
—Los móviles, los ordenadores, las redes sociales, las actitudes…
—¿Qué actitudes?
—El tema de los gays, por ejemplo.
Papá casi nunca hablaba de los gays, solo cuando era necesario.
—¿Sabes? Cuando yo era pequeño, era tan difícil… Realmente difícil. Y ahora ha cambiado. Mucha gente joven no cree que ser gay sea nada especial.
—Es cierto —dije—. Ahora tenemos matrimonios gays y todo eso. —Entonces lo miré a los ojos—. Papá, ¿alguna vez te casarás?
Se encogió de hombros.
—Claro que para eso deberías tener un novio.
Me arrojó una albóndiga, que rebotó con un golpe seco sobre la mesa.
—¿Acaso me vas a regañar? —Vi cómo en su rostro aparecía una mirada triste y serena.
—Tú sabes que, para sobrevivir, siempre vamos a depender de la buena voluntad de los heterosexuales como tú. Y esa es la maldita verdad.
Odiaba aquella situación. Veía el sentimiento de injusticia en sus ojos. Quería decirle que todas las cosas terribles que habían sucedido en épocas anteriores se habían acabado. Y la nueva época, aquella en la que vivíamos ahora, aquella que estábamos creando, sería mejor. Pero no se lo dije, porque no estaba seguro de que fuera cierto.
En realidad, no me gustaban los cambios, pero acababa de soltarle un sermón a papá sobre ello. Quizá los cambios fueran algo bueno. Como lo del matrimonio gay, la igualdad de género y todo eso. Pero no estaba seguro de que me gustaran todos los cambios. Me refiero a los que me sucedían a mí. Quizá tuviera miedo de la persona en la que me estaba convirtiendo. Mima decía que nos convertimos en quienes queremos ser, y aquello significaba que lo podíamos controlar. Me gustaba el control. Aunque quizá controlar la realidad fuera solo una ilusión. Y quizá haya tenido siempre una idea equivocada sobre quién era yo en realidad.
Decidí enviarle un mensaje a Sam y decirle que la palabra del día era quizá.
Reglas no escritas
—¿Le has contado a Sam lo de la carta de tu madre?
—No.
—Creía que se lo contabas todo.
—Nadie se lo cuenta todo a todo el mundo.
Papá asintió.
—Lo tendré en cuenta.
—Tú no me lo cuentas todo.
—Por supuesto que no. Te cuento lo que considero importante. Y tu carta…, yo diría que es bastante importante.
—Pues supongo que sí, pero Sam no haría más que presionarme para que la lea. No quiero que tome la decisión por mí. Seguramente, diría algo tipo: «Bueno, vamos, déjame leerla», y luego comenzaríamos a discutir. No dejaría de atormentarme hasta que la leyera. Sam es muy insistente, y tiene la habilidad de empujarme a hacer cosas que no quiero hacer.
—¿Como qué?
—Da igual, papá.
—No, no. Ahora ya has empezado. Tienes que darme un ejemplo. —Aquella era una de las reglas no escritas: no podías sacar un tema sin terminarlo. Aunque no siempre cumpliéramos nuestras propias reglas.
—Está bien —dije—. Sam me enseñó a besar.
—¿Qué?
—No puedes enfadarte.
—No estoy enfadado.
—Ese «¿qué?» sonaba a enfado.
—Ese «¿qué?» sonaba a sorpresa. Creía que tú y Sam solo erais amigos.
—Y lo somos. Mejores amigos. Oye, papá, estábamos en séptimo y…
—¿En séptimo?
—¿Quieres oír la historia o no?
—No estoy seguro.
—Demasiado tarde.
Sacudió la cabeza, pero se estaba riendo.
—Soy todo oídos.
—Había una chica que me encantaba, se llamaba Erika. A veces nos cogíamos de la mano, y yo quería besarla. Se lo conté a Sam, y ella dijo que me enseñaría. Le dije que no me parecía muy buena idea, pero me convenció. En realidad, me presionó de una manera terrible. Pero al final no fue nada del otro mundo.
—Así que te enseñó a besar.
Me reí.
—Fue una buena maestra.
Papá también se rió. Me volvió a mirar y sacudió la cabeza de nuevo; no estaba disgustado.
—Tú y Sam. Tú y Sam. —Luego sonrió—. ¿Llegaste a besar a la chica en cuestión, Erika?
—No soy de los que van contándolo todo por ahí —dije sonriendo.
Papá solo se rió. Me refiero a que se rió de verdad.
—Harías lo que fuera por Sam, ¿verdad?
—Prácticamente sí.
Asintió.
—Admiro tu lealtad, pero a veces me preocupa.
—No tienes por qué preocuparte, papá. Estoy condenado a ser un tipo recto.
—¿Un tipo recto?
—Creo que sabes a lo que me refiero.
Quería contarle lo confundido que estaba. Me pasaba algo y no lograba entender qué era. Comencé a enfadarme conmigo mismo. No experimentaba con drogas ni cosas por el estilo, pero no había ninguna duda de que estaba aprendiendo a guardar secretos.
—Sí,