La opinión de Sam sobre mi comportamiento con las mujeres era: «Estás demasiado aferrado a tu identidad de chico bueno».
Mierda, no conseguía comportarme como un chico malo. Creía que el Hallelujah de Jeff Buckley era genial. ¿Eso no contaba para nada?
Y yo no era un chico bueno. No de verdad. Además, ¿qué sentido tenía todo esto de dividir el mundo entre chicos buenos y chicos malos? ¿Qué significaba realmente?
Cuando regresó papá, parecía un poco abatido.
—Tu tía Evie y yo llevaremos a Mima a la Clínica Mayo.
—¿Dónde está? —pregunté.
—En Scottsdale.
—¿Scottsdale?
—Es un suburbio de Phoenix. En coche, está como a seis horas de aquí.
Asentí.
—¿Cuándo?
—Pasado mañana.
—Qué pronto —dije.
—Lo que no tenemos es tiempo —aseguró.
Me miró como diciendo «¿Podemos hablar de esto mañana por la mañana?». A veces yo también lo miraba así. Supongo que tenía derecho a hacerlo.
Comimos pizza y vimos una película antigua (Matar a un ruiseñor). A papá le encantaban las películas antiguas. Le gustaba Gregory Peck. Sin duda, era de la vieja escuela. Nadie en el instituto El Paso sabía siquiera quién era Gregory Peck. Bueno, excepto Sam. A ella le encantaba ser una friqui de las películas. Había sido una de sus etapas: entre la de los colibríes y la de los arquitectos famosos. Ahora estaba en la etapa de los zapatos. Antes de eso, solo llevaba chanclas y deportivas. Me parecía que la etapa de los zapatos había llegado para quedarse.
Era una noche tranquila.
—¿Aún sigue en pie el plan de prepararle el almuerzo a Mima mañana? —le pregunté a papá antes de irme a dormir.
—En realidad, iremos a su casa, pero Mima ha dicho que nadie va a cocinar en su cocina excepto ella. —Ambos sonreímos. Esa era su forma de querer a las personas: alimentarlas.
Antes de irme a la cama, analicé una fotografía de Mima conmigo. Estábamos sentados en su porche, y ambos nos reíamos de algo. Todas las fotos que tenía de nosotros eran fotos felices. Me preguntaba si la felicidad desaparecería cuando muriera. Pero tal vez no moriría. Tal vez no.
Abrí mi portátil y busqué la Clínica Mayo. Parecía que aquella gente sabía lo que hacía. Y luego busqué cáncer. Un tema serio. Pero no tenía ni idea del estadio en el que se encontraba el cáncer de Mima. Estadio I: mucha esperanza. Estadio IV: no tanta. No es que fuera a tirar la esperanza por la ventana. No me consideraba un católico muy convencido. Me refiero a que mi padre era gay, y la Iglesia católica no les tenía demasiada estima a los gays. Supongo que podría decirse que yo le guardaba cierto rencor, aunque mi padre no. Pero Mima y la Iglesia católica se llevaban estupendamente bien. Saqué mi rosario y recé. Mima me lo había regalado cuando hice la primera comunión. Así que recé. Quizá sirviera de algo.
Sam
Cuando sonó el móvil, seguía con el rosario entre las manos. El teléfono sonó y sonó; pero, para cuando lo encontré en el bolsillo del pantalón, había dejado de sonar. Maggie gruñía. Odiaba los móviles. Miré la hora: la 1.17 a. m. Era una llamada de Sam. Luego el teléfono volvió a sonar.
—¿Sam?
—Madre mía —dijo—. Sally, Sally, Sally… —Sollozaba.
—¿Sammy? ¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado?
Por fin se calmó lo suficiente.
—¿Puedes venir a buscarme? —preguntó.
—¿Dónde estás?
Comenzó a llorar de nuevo.
—¿Dónde estás, Sam? —Creo que prácticamente grité—. ¿Dónde estás? ¿Dónde estás?
—Estoy justo delante de Walgreens.
—¿Qué Walgreens, Sam? ¡Mierda! ¿Cuál? —Me estaba asustando—. ¿Te han hecho daño?
—Tú ven a buscarme, ¿vale? —Cielos, parecía herida.
—¿Sam? Sam, ¿estás bien? —Estaba llorando de nuevo—. ¿Sam? Espérame, Sam. No te vayas a ningún sitio. Llego enseguida. Solo espérame.
Segunda parte
Siempre habíamos estado muy seguros de nosotros mismos, pero ahora estábamos perdidos.
A veces, de noche
—¿Papá? ¡Papá! —Me alegré de que tuviera el sueño ligero.
—¿Qué ocurre?
—Es Sam.
Extendió un brazo y encendió la lámpara de su mesita de noche.
—¿Está bien?
—No lo sé, no paraba de llorar. Parece muy asustada.
—¿Dónde está?
—En Walgreens.
—Conduzco yo —dijo.
No puse ninguna pega.
Estaba sentada en la acera, con la cabeza agachada. Papá la vio en cuanto llegamos. A esas horas de la madrugada no había mucha gente en Walgreens. Salió corriendo del coche, y yo salí tras él.
—¿Sam?
Ella corrió a sus brazos, llorando.
Papá la abrazó.
—Shhh. Tranquila. Estás conmigo. Estás conmigo.
Sam y yo nos sentamos en el asiento trasero mientras papá conducía. Le apreté la mano. Había dejado de llorar, pero seguía temblando. Como si tuviera frío. La acerqué a mí aún más, y sentí cómo tiritaba contra mi hombro.
—¿Necesitas que te llevemos al hospital? —Sabía que papá había pensado bien las preguntas que haría… y las que no.
—No —susurró.
—¿Estás segura?
—Estoy segura.
—¿Dónde está tu madre?
—Tenía una cita con alguien. Suele apagar el teléfono.
—¿Estás segura de que no quieres ir al hospital?
—Sí, llevadme a casa, por favor.
Nadie dijo nada mientras conducíamos. Cuando mi padre aparcó frente a la casa de Sam, salió del coche.
—Necesito hablar con tu madre.
—Dudo que esté.
—Allí está su coche.
—Sí, pero Daniel ha pasado a buscarla.
—Tal vez esté en casa —insistió