—Lo único que de verdad me interesa es entrar en la universidad —afirmó.
Si papá hubiera estado allí, habría definido a Fito como un chico dulce. Y solitario. Eso fue lo que noté: que estaba solo.
Miró la hora en el móvil.
—Tengo que ir a la biblioteca del centro: es donde estudio. Mi segundo hogar.
Después de que se marchara, me quedé pensando en que Fito merecía algo mejor.
Me pregunté cómo había llegado a ser tan buen chico cuando no había nadie a su alrededor que pudiera enseñarle a serlo. Sencillamente, no comprendía el corazón humano. Fito tenía motivos para tener el corazón roto. Pero no era así. Y, aunque había momentos en que me enviaba mensajes diciéndome que su vida era una mierda, yo sabía que no lo pensaba. Lo que ocurría era que a veces la vida le dolía.
Supongo que la vida le duele a todo el mundo. No comprendía la lógica que había detrás de aquello que llamamos vivir. Tal vez no tenía por qué comprenderla.
Sam (y yo)
Sam se pasó por casa (de nuevo). Trajo su mochila y estudiamos toda la tarde. Aquella era una de las cosas que compartíamos. Cuando estábamos en primaria, ella no era demasiado aficionada al estudio; pero, una vez que entramos en el instituto, se convirtió en una estudiante de primera. Era sumamente competitiva: le gustaba ganar. Me refiero a que solo le interesaba ganar. Siempre fue mejor que yo jugando al fútbol. Detrás de las buenas notas estaban las ganas de triunfar. Sam no le caía bien a la mayoría de las chicas, aunque ella tampoco se esforzaba demasiado por hacerse querer. «Que se jodan esas putas.»
Yo detestaba aquella palabra.
—Ten un poco de amor propio, Sammy. Emplear esa palabra para llamar a las mujeres es completamente discriminatorio. La odio. Además, ¿qué clase de feminista eres? —le pregunté.
—¿Quién ha dicho que sea feminista?
—Tú…, cuando estábamos en octavo.
—En octavo no sabía una mierda.
—Solo te pido que no emplees esa palabra cuando estés conmigo. Me cabrea.
Dejó de utilizarla cuando estábamos juntos, pero a veces hacía comentarios como: «Es tan p…».
Yo le clavaba la mirada.
Así que tenía la teoría de que Sam competía conmigo. Y no solo en las notas: quería convencerse a sí misma (y a mí) de que era tan inteligente como yo. Y lo era. Diría que más inteligente. Mucho más inteligente. Sam no tenía por qué demostrar nada, al menos a mí. Pero Sam era Sam. Así que estudiábamos juntos. Todo el tiempo. Y gracias a ella saqué un 10 (bueno, dos 9) en matemáticas y ciencias. Si no hubiera sido por ella, no habría sabido la diferencia entre un seno y un coseno. La trigonometría, la biología, la estadística… Todo lo que fuera números y ciencia me costaba un montón.
Pero Sam era genial…, genial de verdad. Y también era bonita. Muy bonita. Bueno, más que bonita. Era preciosa. Tenía un rostro y una mente preciosos. Pero una persona era mucho más que la suma de un rostro, un cuerpo y una mente. También existía aquella otra cuestión que llamamos perfil psicológico. Y el perfil psicológico de Sam era… complicado. Cuando se trataba de trabajo escolar, sacaba sobresalientes. Cuando se trataba de elegir novios, siempre suspendía.
Estaba leyendo su trabajo sobre Macbeth. Era bueno. Muy bueno. Tenía estilo, y pensé que quizá debería ser escritora. Me parecía que su vida sería una fuente inagotable de material.
—¿Y bien? ¿Qué te parece? —Estaba sonriendo. Ya sabía que el trabajo era bueno.
—Genial.
—¿Te estás burlando de mí? —Cruzó los brazos.
—No. Y relaja los brazos.
Se tiró en el sillón de lectura de papá.
—Qué callado estás hoy.
—Sí.
—¿Qué te pasa?
—¿A mí? A mí nunca me pasa nada. ¿Acaso no lo sabías?
—Acabas de confirmarme que te pasa algo. Últimamente has estado un poco diferente, como si algo te cabreara.
—Sí, bueno, tal vez intento comprender algunas cosas.
—¿Como qué?
—Para empezar, que no quiero ir a la universidad.
—Eso es una locura.
—¿Podemos no hablar de la universidad? Por favor. —Me pasé los dedos por el cabello y comencé a morderme una uña.
—No hacías eso desde quinto.
—¿El qué?
—Morderte las uñas.
—Se trata de Mima —dije.
—¿Qué?
—Mima. ¿Recuerdas que tuvo cáncer?
—Sí, lo recuerdo. Eso fue hace mucho tiempo, Sally.
—El cáncer ha vuelto, y ha hecho metástasis. ¿Sabes lo que significa?
—Por supuesto.
—Por supuesto que lo sabes. —Intenté sonreír.
—¿Es grave?
—Me parece que sí.
—¿Y qué va a pasar?
—Supongo que ya sabemos cómo termina esto. Papá no es optimista.
—Ay, Sally…
—Joder, Sam. Estoy… Me siento… Joder, no lo sé.
—Oh… —dijo—. Lo comprendo, pero… Pero no sé. Desde que comenzaron las clases has estado un poco… No lo sé.
—Yo tampoco lo sé. Pero ahora ocurre esto con Mima. Auch.
—Auch —dijo.
De pronto estaba sentada junto a mí en el sofá. Me cogió la mano.
—Sé cuánto la quieres —susurró.
Figuraba que el que tenía que llorar era yo…, pero era a Sammy a quien le corrían lágrimas por las mejillas.
—No llores, Sammy.
—Yo también la quiero, ¿sabes?
—Sí, lo sé.
Y era cierto que Sam la quería. Era muy empática. Tal vez por eso le gustaban los chicos malos. Eran parias de la sociedad. Era como si estuviera rescatando a personas abandonadas y cobijándolas. Como si pudiera ver más allá de su aspecto rudo y percibir lo que les dolía. Quizá creyera que podía aliviar aquel dolor. Por supuesto, estaba equivocada, pero era difícil culparla por tener un buen corazón.
—Sally, sabes que tendrás que enfrentar esto comportándote como un hombre, ¿verdad?
—No creo que sepa comportarme como un hombre —dije.
—Es horrible. Pero tarde o temprano…
—Sí, tarde o temprano —repetí.
Nos quedamos un largo rato en silencio.
—¿Quieres lanzar la pelota?
—Sí, qué gran idea —dijo sonriendo.
Era algo que Sam y yo solíamos hacer: sacábamos nuestros guantes de béisbol y jugábamos a lanzar y atrapar la pelota. Una de las grandes virtudes de Sam era que no lanzaba la pelota como una chica. Tenía fuerza en los brazos y sabía cómo manejarla. Fue papá quien le enseñó…, nos enseñó a los dos. ¿Sabéis