[44] JOSEFO, Ant., 17, 9, 3.
[45] Bell. jud., 2, 6, 1-3. Cfr. pp. 136-137.
[46] Epist. XLVI, ad Marcell.
[47] Is 11, 1.
[48] Jessé era el padre de David.
[49] Is 4, 2; Jer 23, 5 y 33, 15; Zac 3, 8 y 6, 12.
[50] Cfr. Nm 6, 1-21; Jdt 13, 5, etc.
CAPÍTULO VII
LA VIDA OCULTA EN NAZARET
I. EL TEATRO DE LA VIDA OCULTA DEL SALVADOR
Hagamos primeramente una observación que tiene su importancia. Por tres veces hemos asistido ya a manifestaciones milagrosas que acompañaron a varios incidentes de la Santa Infancia. La cuna de Jesús fue cantada por los ángeles y visitada por los pastores; en su presentación en el Templo el Mesías fue reconocido y saludado por el anciano Simeón y Ana la profetisa; por fin, hemos visto a los Magos acudir desde el Oriente para adorarle. Todo esto había sido providencialmente dispuesto. Pero sería equivocación el suponer que estas manifestaciones fuesen los primeros rayos de una aurora que inaugurase en la vida de Jesús un período de ininterrumpidos resplandores. No; estos rayos, por brillantes que fuesen, no debían ser sino transitorios, y pronto fueron reemplazad os, aun en Jerusalén y en Belén, por oscura noche. Convenía que la infancia de Cristo tuviese testigos; pero no entraba en las trazas de Dios que Jesús se revelase de seguida a todos por una continuada serie de milagros. Durante largos años aún llevará una existencia enteramente oculta, cuyos misterios vamos a estudiar ahora. Tan grande silencio va a reinar en torno suyo, que los habitantes de Nazaret, entre quienes crecerá y llegará a la edad madura, no verán en Él más que un obrero carpintero.
Si indagamos, siempre con el respeto debido a los designios de Dios, las razones de este silencio y oscuridad, hallaremos dos principales: exterior la una y más íntima la otra. Nos engañaríamos en primer lugar exagerando el brillo y resonancia de las manifestaciones extraordinarias que acabamos de recordar. El canto de los ángeles fue escuchado únicamente por los pastores; y aquellos a quienes ellos participaron la buena nueva del nacimiento del Mesías pertenecían a un círculo humilde, como el suyo, que debía de ser muy reducido. En cuanto a los Magos, ya hemos dicho antes que nada absolutamente dice el Evangelio que nos induzca a imaginar la ostentación de una rica y numerosa caravana a través de las calles de Jerusalén y de Belén, y que su narración deja la impresión de que los piadosos visitantes sólo permanecieron brevísimo tiempo en la ciudad de David. A círculo también reducido, tranquilo por su misma naturaleza, quedaron limitadas las palabras proféticas de Simeón y Ana referentes al Salvador. No se extendió, pues, muy lejos la emoción que produjeron. El dolor causado por el degüello de los niños Inocentes, la pronta desaparición de la Sagrada Familia, las contrapuestas agitaciones a que dieron ocasión la muerte de Herodes y la bárbara venganza de Arquelao, sofocaron presto el rumor, por lo demás muy atenuado, que durante algunos días se produjera en Judea en torno al Mesías recién nacido. Todo menguó y se calmó bien pronto.
Un momento de reflexión será suficiente para descubrir cuáles fueron las altísimas razones por las cuales plugo a la Providencia extender un velo sobre los luminosos incidentes que nos han contado San Mateo y San Lucas. No estaba en sus designios que se hiciese de manera violenta la manifestación del Mesías ni que se impusiese por la fuerza a los Espíritus. Esta obra debía ser recibida con entero albedrío; habrá luz bastante para que las almas de buena voluntad puedan ser iluminadas, mas no excesiva, para que los malos no queden deslumbrados y como violentados en su fe... Sin embargo, prodúcese la primera conmoción, despiértase la atención de muchos, y cuando, unos treinta años después, comiencen Juan Bautista y Jesús su ministerio, hallarán bien dispuestos gran número de corazones.
Pero pasemos a Nazaret e intentemos describir lo que era esta humilde aldea, escogida por Dios para morada del Mesías durante los largos años de su preparación al oficio de Redentor. Figurémonos una meseta elevada que es la provincia de Galilea. Antes de terminar repentinamente en la llanura de Esdrelón, las montañas que la recubren con varias ondulaciones —últimas aristas del Líbano en dirección al Sur— se apartan y de nuevo se agrupan en círculo, para formar una especie de concha, un valle estrecho, pero gracioso, al que parecen proteger celosamente. En este valle, que algunos viajeros han comparado gráficamente con un abrigado nido, es donde está construida, o mejor donde se oculta, Nazaret. Belén se levanta con orgullo sobre sus dos colinas; Nazaret, por el contrario, parece querer ocultarse tras de su corona de montañas. Así es que apenas se la ve hasta el momento de entrar en ella. La ciudad, sin embargo, no está enteramente en el fondo del valle, aunque lo alcancen sus últimas casas. Se extiende en forma de anfiteatro por las laderas de la altura principal, llamada Neby Sain, hasta el punto en que ésta comienza a elevarse rápidamente sobre el valle, alcanzando una altura de 485 metros.
De esta manera se mostraba Nazaret a los antiguos peregrinos. «Está construida —escribía Focas en el siglo XII— entre colinas de diferentes alturas, en el seno del valle que ellas forman.» Este vallecito se extiende de S. SO. a N. NE.; en veinte minutos puede recorrerse en la dirección de su longitud y en menos de diez en la de su anchura. Tiene una elevación de 273 metros sobre el nivel del Mediterráneo, y de más de 100 sobre la llanura de Esdrelón. Es fértil y está por lo común bien cultivado. Sus campos y huertos gozaban ya de gran reputación a fines del siglo VI, y San Antonio mártir los menciona en su Itinerario, comparando su frescura con la del Edén.
Vista a distancia la ciudad, en paraje tan placentero, ofrece un aspecto encantador, que ya debía de poseer en tiempo de Jesús. Las casas están dispuestas en gradas irregulares. Hay, sin duda, y había entonces mucho más que ahora, casuchas pobres, de aspecto miserable; pero la mayoría de las viviendas están bastante bien edificadas. Sus muros están generalmente construidos de mampostería y sólidamente cimentados sobre la roca, que a veces es preciso buscar a varios metros de hondura, como si en la ciudad de Jesús se hubiese querido realizar la comparación con que se termina el Sermón de la Montaña[1].
Para tener una idea de conjunto de la ciudad y de sus aledaños, subamos por sus calles más pendientes a la colina sobre la que descansa. En un cuarto de hora se llega a lo alto del Neby Sain, y allí, ¡qué grata sorpresa nos aguarda! ¡Qué magnífico panorama se presenta a nuestra vista! Es seguramente uno de los más hermosos y más emocionantes de que pueda gozarse en toda Palestina. A nuestros pies se extiende graciosamente la ciudad de Jesús. Con sus casas de blancura deslumbradora, con su suelo gredoso, con sus árboles verdegueantes, que la adornan en el interior y forman como un ceñidor en torno de ella, bien puede compararse, según la metáfora de San Jerónimo[2], con una gentil rosa blanca, que abre delicadamente su corola. Por eso los árabes la llaman a veces Medina Abiat, «Ciudad Blanca».
Y si dirigimos más lejos nuestra vista, ¡qué espléndido horizonte se nos ofrece en todas direcciones! Por todos lados vastas extensiones, terrestres, aéreas, marítimas, nos atraen a porfía; por todos los valles, montañas, ciudades o aldeas, el mar y su inmensidad. Al Este, los montes de Galaad y de Moab, que dominan el lago de Tiberíades —por desgracia, invisible desde aquí— y el lecho del Jordán; después, más cerca, el Tabor, con su cima en forma de cúpula, solitaria y verdosa. Al Sur, la inmensa llanura de Jezrael con sus ondulaciones y sus aldeas (entre otras, las célebres de Naim, Endor, Legio y Jezrael), limitada de Este a Oeste por el pequeño Hermón, por las montañas de Gelboe, por las de Samaria, un poco más lejanas, y por la larga y azulada cadena del Carmelo, que se interna en el mar. Al Oeste, las aguas del Mediterráneo, que se distinguen claramente, con la