Vida de Jesucristo. Louis Claude Fillion. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Louis Claude Fillion
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788432151941
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no puede ocultarse[3]; más lejos aún, cerrando el horizonte, la cumbre del Gran Hermón, cuyas nieves se mezclan con el azul del cielo. ¡Qué espectáculo! ¡Cuántas veces Nuestro Señor, durante su adolescencia y juventud, no oraría sobre este altar sublime y dirigiría sus miradas hacia el mar y hacia nuestra Europa, pensando en los millares de corazones que un día habían de adorarle y bendecirle!

      Esta humilde aldea, entregada a la vida del campo, situada fuera de las grandes vías de comunicación, sin historia, de quien ni poeta ni historiador alguno de Israel había hablado nunca antes de la aparición del Salvador[4], es la que Dios quiso elegir para que en ella transcurriese la vida oculta de Jesús. Maravillosamente se prestaba para este fin providencial. Todo respira allí paz y sosiego. El retiro: he ahí su carácter, su sello. ¿Quién hubiera sospechado, antes de sonar la hora de la manifestación del Mesías, que allí viviese, en tan humilde abrigo? Pero la conveniencia de Nazaret para el largo período de la vida oculta aparece aún más claramente si se le considera desde el punto de vista político. En aquel estrecho rincón escapó la Sagrada Familia a la terrible tormenta que agitó a la Judea durante el tiránico gobierno de Arquelao, y más aún después que le depusieron los romanos, cuando Quirino, procónsul de Siria, hizo allí su segundo censo, esta vez para imponer tributos en nombre de Roma, pues la provincia estaba ya ahora bajo su directa autoridad. Irritó esto a los judíos extraordinariamente, pues harto veían que una medida de esta índole era la señal de su definitiva sujeción a los conquistadores paganos, a quienes detestaban y maldecían. Aunque el Supremo Sacerdote consiguió mantener en la masa de la población cierta paz aparente, sublevóse el partido fanáticamente teocrático acaudillado por Judas de Giscala. El procurador Coponio sofocó sin gran trabajo aquel comienzo de revuelta; pero, sin embargo, los rebeldes permanecieron agrupados bajo el nombre de Zelotes, prestos a mantener en cualquier coyuntura los sagrados derechos de su nación[5]. Desde entonces quedó encendido el rescoldo bajo la ceniza, hasta que, en el año 70 de nuestra Era, estalló la violentísima insurrección, que terminó con la ruina del Estado judío. La Galilea, donde vivía la Sagrada Familia cuando en Judea se promovieron los primeros disturbios, quedó exenta del censo de Quirino, pues estaba sometida a la jurisdicción de Herodes Antipas, y gozó de tranquilidad durante todo el tiempo de la vida oculta del Salvador.

      Hasta el momento de establecerse la Sagrada Familia en Nazaret, los evangelistas San Mateo y San Lucas nos han ofrecido noticias suficientemente completas acerca de la infancia del Salvador; desde ahora hasta el comienzo de su vida pública van a encerrarse en riguroso silencio: razón de más para que acojamos con viva gratitud dos compendiosas e instructivas indicaciones que nos ofrece San Lucas, una acerca de la infancia propiamente dicha y otra sobre la adolescencia de Jesús; y, entre estas dos indicaciones, un significativo episodio que nos permite entrever por un instante, no sin piadosa emoción, el alma del divino Niño.

      Recordemos que de todos los evangelistas San Lucas es el que mejor nos da a conocer la naturaleza humana del Verbo encarnado. Lo que nos enseña acerca del crecimiento de Jesús entra, pues, de lleno en su plan. Así, antes de apuntar los progresos intelectuales y morales del Niño-Dios, indica las diferentes fases de su desarrollo físico, mostrándonoslo sucesivamente en estado embrionario en el seno materno, luego como infante[6] y después como niño[7].

      La primera de esas indicaciones a que antes aludíamos es ya dignificativa: «El Niño crecía, y se fortalecía, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios era en Él»[8]. Señala tres hechos distintos. En primer término, Jesús «crecía», y se desarrollaba. Desenvolvíase regularmente su cuerpo, semejante en esto, según el vaticinio de Isaías[9], a un renuevo, cuyo tallo poco a poco se alarga y crece. «Se fortalecía»; sano vigor corría a través de sus miembros, como se difunde la savia por las ramas de una planta robusta. El rasgo siguiente, «lleno de sabiduría», concierne al espíritu. A medida que Jesús se desarrollaba físicamente aumentaba también su sabiduría, conforme a la regla de que después trataremos. La palabra «sabiduría» se debe tomar en su acepción hebraica como sinónimo de inteligencia. Por fin, «la gracia de Dios era con Él». Este tercer dato se refiere al alma del Niño, en la que la gracia, la complacencia y el favor del cielo moraban de continuo para protegerla y dirigirla.

      Esta sencilla observación del evangelista es tan profunda, que nunca alcanzaremos a penetrar su sentido. Pero eso es todo lo que el Espíritu Santo ha querido descubrirnos acerca de la infancia de Jesús, desde el regreso de Egipto hasta que llegó a los doce años. Poca cosa en apariencia. Y, sin embargo, ¡qué riqueza de ideas en tan escasas palabras y qué retrato tan delicado nos trazan del Salvador en sus primeros años! Era un niño ideal. Cuantas perfecciones convenían a su edad, brillaban apaciblemente en Él y se manifestaban en sus palabras y en su conducta. De paso, admiremos las humillaciones voluntarias del Hijo de Dios, que, al hacerse hombre, se dignó someterse, aun en lo tocante a la inteligencia y la gracia, a todas las condiciones exteriores de su desarrollo humano.

      Exteriormente, pues, Jesús creció y se desarrolló según las condiciones ordinarias de la vida. Su crecimiento corporal se verificó sin entorpecimientos, sin enfermedades, sin dolencias. Es grato imaginárselo en su edad primera como gracioso Niño, tal como los más hábiles artistas se han complacido en representarlo. Luego diremos algo de la discusión que se suscitó en tiempos antiguos sobre belleza o fealdad física de Nuestro Señor; pero cualesquiera que fuesen sus rasgos, es increíble que desde su infancia no se manifestase en su rostro la nobleza de su alma.

      A la par con el crecimiento físico iban el intelectual y el moral; pero sin nada de deslumbrador, de extraordinario, de milagroso. Año por año iba Jesús revelando las cualidades de espíritu y de corazón que convenían a su edad y situación, pero sin sobrepasar en lo externo las leyes del común desarrollo humano. La expresión empleada en este lugar por San Lucas, y la que más adelante estudiaremos, nada más dice, en efecto, y nada más expresan que un crecimiento natural y regular, aunque para nosotros sea tanto más admirable cuanto que era el crecimiento de un Dios hecho hombre. Pero no olvidemos que si el Verbo encarnado extremó su condescendencia hasta revestirse de las debilidades e imperfecciones de la infancia, debemos muy mucho guardarnos de atribuirle los defectos morales de ésta. San Pablo pudo escribir [10]: «Cuando yo era niño hablaba como niño, sentía como niño, pensaba como niño.» Pero sería inexacto aplicar por entero estas palabras al Niño Jesús, cuyos pensamientos y aficiones, igual que su lenguaje, sólo en lo exterior eran infantiles.

      Así, pues, durante sus primeros años, no fue Jesús aquel niño prodigio que describen los Evangelios apócrifos. Esto hubiera sido contrario al plan de la Providencia: plan según el cual debía Jesús permanecer humilde y oculto, desconocido de los hombres, hasta su aparición solemne en la escena de la historia. Además, el imaginar a Jesucristo haciendo continuos milagros durante el tiempo de su infancia está en contradicción evidente con la historia evangélica, que por un lado[11] afirma que en Caná realizó su primer milagro al principio de su vida pública, y por otro[12] nos muestra a sus compatriotas de Nazaret en extremo sorprendidos cuando le vieron salir repentinamente de la oscuridad, hablar como profeta y efectuar acciones maravillosas.

      Un solo hecho notable, referido por San Lucas con expresiva sencillez[13], acaeció durante el largo período del retiro de Jesús en Nazaret, y él nos permite columbrar los progresos que de día en día se efectuaban en la inteligencia y en el alma del divino Niño: escena delicadísima que, «a manera de claro rayo luminoso, desvanece por un instante las tinieblas de que está rodeada la adolescencia de Jesús».

      Ya hemos mencionado las tres peregrinaciones que cada año debían hacer los judíos a Jerusalén y al Templo, con ocasión de las solemnes fiestas de Pascua, Pentecostés y los Tabernáculos[14]. La vida entera del pueblo teocrático se concentraba entonces en un movimiento intensísimo, en torno del santuario único, que era considerado como palacio del Dios de Israel. En el transcurso de los tiempos habíase tornado menos rígido el precepto, no sólo para aquellos miembros de la nación que en crecido número vivían en el extranjero, sino también para los que residían en los distritos palestinenses más lejanos. Solían éstos contentarse con una sola peregrinación y la de la Pascua, cuya solemnidad recordaba gracias y glorias de orden superior, ejercía especial atractivo sobre los más.