Tampoco se puede fijar exactamente su número, ni existe tradición sólida acerca de este punto. Los sirios, los armenios y San Juan Crisóstomo cuentan hasta doce Magos. Entre los latinos se encuentran desde época bastante remota la cifra de tres, que parece haberse fijado definitivamente a partir de San León Magno; pero es probable que no tenga otra base que la triple ofrenda hecha a Jesús por sus visitadores orientales, si no provino de la leyenda que ha relacionado a los Magos con las tres grandes razas humanas: la de Sem, la de Cam y la de Jafet. En los monumentos antiguos se representan dos, tres, cuatro y aún más.
La misma variedad de interpretaciones reina en orden a la época exacta de su viaje. Varios autores antiguos[10], tomando por base de sus cálculos la bárbara conducta de Herodes, quien, para estar más seguro de no dejar escapar a su rival, hizo dar muerte a los niños de dos años abajo, suponen que dos años era el tiempo transcurrido entre el nacimiento y la visita de los Magos. Pero esto es manifiesta exageración. Como ya hicimos notar, la mayoría de los Padres creen, por el contrario, que los Magos llegaron junto a la cuna del Salvador poco después del nacimiento. El texto mismo del Evangelio favorece a esta opinión, pues indica no haber pasado mucho tiempo entre el nacimiento de Jesús y la llegada de los adoradores orientales: «Habiendo nacido Jesús en Belén... vinieron del Oriente a Jerusalén unos Magos, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto en Oriente su estrella y venimos a adorarle.»
Su repentina llegada y su inquietante pregunta, en aquel ambiente que la espera del Mesías hacía en extremo impresionable, excitaron vivísima conmoción. Pero antes de hablar de esta turbación que describe el escritor sagrado, hemos de inquirir todavía, para mejor comprender el alcance de las palabras de los Magos, cuál era la naturaleza de aquella estrella que dio ocasión a tan largo viaje y cómo de la aparición de este astro concluyeron que acababa de nacer aquél a quien ellos llamaban rey de los judíos.
La misteriosa estrella de los Magos ha sido y seguirá siendo asunto de largas discusiones. ¿Era una estrella fija y ordinaria que apareció entonces por primera vez y cuyas sucesivas fases —claridad deslumbradora al principio; después eclipse temporal, brillante reaparición, desaparición repentina— corresponderían más o menos exactamente a las condiciones descritas por el evangelista? ¿Era un cometa, como se ha pensado alguna vez, siguiendo a Orígenes?[11]. ¿Era la conjunción de varios planetas, según la sabia teoría del gran astrónomo Kepler, que en otro tiempo tuvo gran aceptación y que aún no ha perdido todos sus partidarios? He aquí un resumen de este sistema. A fines del año 1603, observó Kepler la conjunción de Júpiter y Saturno, completada por Marte en la primavera siguiente. Durante el otoño de 1604, un cuerpo celeste, desconocido hasta entonces, apareció cerca de los primeros planetas. El conjunto formaba un cuerpo luminoso de vivísima claridad. Iluminado por repentina idea, dedicóse Kepler a indagar si por ventura no se habría producido un fenómeno sideral semejante hacia la época del nacimiento del Salvador, y sus cálculos le condujeron a reconocer que, efectivamente, hacia el año 747 de Roma acaeció una conjunción de idéntica naturaleza, y de este hecho dedujo que esta misma conjunción fue la estrella de los Magos. Este sistema, renovado, completado y modificado por astrónomos posteriores, sedujo a gran número de sabios y exegetas, que lo adoptaron al momento. ¡Pero qué complicación frente al sencillísimo relato del Evangelio! ¿Y por qué los astrónomos que después de Kepler han estudiado el fenómeno en cuestión no han podido concertarse respecto al año en que habría sucedido? ¿No consistiría más bien la estrella de que habla San Mateo en una especie de meteorito móvil que apareciese y desapareciese, avanzase y se parase sin salir de nuestra atmósfera, a la manera de la nube de fuego que en otro tiempo sirvió de guía a los hebreos en el desierto?[12]. Interpretado a la letra, el texto del Evangelio favorece a la opinión popular, que ha sido la de mayor parte de los Padres[13]. En este caso trataríase de un fenómeno enteramente sobrenatural, y tal es la impresión que la narración produce. Sin embargo, como los términos empleados por San Mateo no indican forzosamente que se trata de un hecho milagroso, libre es cada uno para seguir cualquiera de las tres primeras hipótesis, aunque todas suponen que la aparición de la estrella fue un acontecimiento natural[14].
Notemos todavía, en la pregunta formulada por los Magos, la notable expresión «su estrella»: la estrella del rey recién nacido, el astro que le designaba personalmente y que, por decirlo así, le pertenecía. Este rasgo está en perfecta conformidad con las ideas del mundo antiguo, según las cuales fenómenos celestes presidían a los principales acontecimientos que suceden en la tierra y aun al nacimiento, vida y muerte de los grandes personajes[15].
Mas ¿cómo los Magos, al contemplar y examinar aquella estrella, cualquiera que su naturaleza fuese, entendieron que era el astro especial del rey de los judíos y que este rey acababa de nacer? Para responder a esta pregunta menester es recordar que se había difundido entonces por todas las partes del imperio romano, y en Oriente más que en otra alguna, cierto presentimiento, vago unas veces, más preciso otras, de una nueva era que iba a inaugurarse para la humanidad. Punto de partida de esta edad de oro, a la que debía presidir un poderoso y glorioso personaje, había de ser la Judea, según la opinión común. Ya hemos dicho con cuánta ansiedad esperaban los judíos al Mesías, precisamente en esta misma época. Toda su literatura era mesiánica, como lo manifiestan los abundantes libros apócrifos, que sin cesar avivaban el fuego y hacían que la esperanza fuese aún más intensa. Los hijos de Israel habían invadido la mayoría de las provincias del imperio y se entregaban en todos los sitios a un ardiente proselitismo, sin hacer misterio ni de su religión ni de su Mesías; gracias a ellos se habían originado y extendido aquellas esperanzas que a tantos espíritus tenían en suspenso. Las religiones paganas se descomponían y caían en ruinas. Los espíritus más elevados se afiliaban en gran número al judaísmo por lazos más o menos estrechos.
El presentimiento de que hablamos está formalmente atestiguado por varios de los grandes escritores de Roma, en particular por Virgilio[16], Tácito[17] y Suetonio[18], así como también por el historiador judío Flavio Josefo[19]. Ya las antiguas tablas astronómicas de Babilonia manifestaban vivo interés por la Palestina. En ellas se pueden leer con bastante frecuencia predicciones expresadas en estos términos: «Cuando tal o cual cosa suceda, se levantará en el Occidente un gran rey», y con él comenzará una verdadera edad de oro.
Estas sumarias notas históricas explican que hasta en el lejano Oriente hubiese hombres que esperaban al libertador del linaje humano y que buscaban en los astros, donde entonces se creía que todo se podía leer y aprender, las señales precursoras de su advenimiento. A esa clase de hombres pertenecían los Magos; así es que cuando de improviso apareció en el límpido cielo de su país un fenómeno astral que juzgaron prodigioso, lo tuvieron por presagio, y al punto lo relacionaron con el nacimiento del futuro Redentor[20], un lenguaje exterior muy adecuado para excitar su atención y su fe. Pero, evidentemente, a este lenguaje de fuera se asoció una palabra mucho más clara, una revelación divina, que precisó su sentido y les impulsó a ir a ofrecer en persona sus homenajes al rey de los judíos[21].
Notemos, aunque sólo sea de paso, los admirables caminos de Dios, que providencialmente adapta sus gracias e inspiraciones a las disposiciones íntimas de aquellos a quienes se digna atraer hacia sí. Más tarde cautivará Jesús el ánimo de los pescadores de Galilea por pescas milagrosas; el de los enfermos, por curaciones; de los doctores de la ley, por la explicación de los textos de la Escritura. He aquí que hoy llama a los Magos, es decir, a los astrónomos, por un astro del firmamento.
Pero volvamos a Jerusalén, donde los hemos dejado en el momento en que se dirigían a los que encontraron a su paso con aquella pregunta tan sencilla en apariencia, pero que inmediatamente produjo impresión mucho más honda de lo que ellos pudieran prever. Habíales revelado la estrella el nacimiento del rey de los judíos; pero no les había mostrado el lugar preciso en que podían encontrarle. Se encaminaron, pues, directamente