En unas cuantas palabras describe dramáticamente el escritor sagrado el efecto producido en la corte real, y en la ciudad entera, por la inesperada noticia que traían los Magos. Volando de boca en boca, pronto traspasó el umbral del regio palacio, suscitando por doquier profunda conmoción o violento terror. «Herodes se turbó y toda Jerusalén con él.» Varias veces, y por motivos harto menos graves, había temblado el viejo déspota por su vida y por su usurpado trono. Rey de Palestina no por derecho, sino a poder de intrigas y violencias, detestado por la mayoría de sus súbditos por su tiranía y por su conducta antiteocrática, solícito hasta el exceso de su autoridad, ve levantarse inopinadamente cerca de sí un poderoso rival: el Mesías mismo, y se pregunta con angustia si podrá luchar ventajosamente contra él. También los habitantes de Jerusalén tenían razones para turbarse. De un lado, el pensamiento de que, al fin, iban a realizarse las esperanzas mesiánicas que hacían latir todos los corazones; de otro el temor de los torrentes de sangre que la cólera de Herodes haría probablemente correr de nuevo para conservar por lo menos su trono y su corona[23], engendraban en los ánimos fortísima excitación.
El rey supo dominarse pronto. No se desmintieron en esta delicada situación su astucia y su habilidad. No estaba menos interesado que los Magos en conocer la residencia actual de su competidor. Sin perder, pues, un instante, tomó dos medidas —oficial y pública la una, secreta la otra— que, a su juicio, habían de manifestárselo con seguridad. Disimuló su inquieta rabia, y como se trataba de un hecho ante todo religioso, convocó a sesión extraordinaria al gran consejo eclesiástico de los judíos, al sanedrín[24], al que propuso claramente la cuestión: «¿Dónde ha de nacer el Mesías?» Fácil era la respuesta, y habría podido el rey dársela a sí propio si no hubiera tenido más de idumeo que de judío. Así, aquellos a quienes preguntó le respondieron al momento, clara y brevemente: «En Belén de Judá», y luego en abono de su respuesta adujeron el vaticinio del profeta Miqueas, citado bastante libremente en cuanto a la letra, pero muy exactamente en cuanto al sentido, como suele acontecer en los Evangelios[25]: «Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ciertamente la más pequeña entre las principales ciudades de Judá, porque de ti saldrá el caudillo que gobierne a Israel, mi pueblo.»
Ya tiene Herodes dos noticias seguras. Por los Magos sabe que ha nacido el Mesías; por el sanedrín, el lugar exacto de su nacimiento. Pero desea todavía conocer una tercera que le permita ejecutar con más seguro éxito el plan homicida que ya se agitaba en su espíritu. Espera que también se la facilitarán los Magos. Les reúne, pues, en su palacio, en audiencia secreta, para no excitar la atención, y se informa cuidadosamente de ellos acerca de la época precisa de la aparición de la estrella, pues suponía con fundamento que debía de existir alguna relación entre aquella fecha y la del nacimiento del Mesías. Después, enviando a los Magos a Belén, les dijo: «Id y preguntad con diligencia por el Niño, y en hallándole, dadme noticias para ir yo también a adorarle.» Lenguaje pérfido, cruelmente hábil, que, de no haberlo estorbado la intervención divina, habría conseguido hacer de aquellas almas honradas y cándidas inconscientes instrumentos de los negros designios del tirano.
Satisfechos de los informes que habían obtenido, dejaron los Magos sin demora la ciudad santa y tomaron el camino de Belén. Inmensa fue su alegría[26] cuando al salir de Jerusalén vieron ante sí, más brillante que nunca, la estrella que se les apareciera en Oriente, pero que después se había eclipsado porque Dios quería poner a prueba su fe. Por lo demás, en su propio país todo el mundo conocía el camino de Palestina. Había llegado la noche, y ante ellos iba el astro bienhechor, no sólo mostrándoles el camino, sino también dándoles seguridad de no haber sido engañados por su imaginación, y de que se aproximaban ya al deseado término. De repente se detuvo la estrella, con lo cual entendieron los viajeros que allí se albergaba el rey a quien de tan lejos venían buscando. Por el relato de San Lucas sabíamos que Jesús nació en un establo. Si San Mateo habla ahora de una casa, es sin duda porque, después de las apreturas de los primeros días, en que tantos extranjeros habían acudido a Belén por causa del empadronamiento, José habría podido procurarse instalación más conveniente.
«Y habiendo entrado —¡con qué emoción!— (los Magos), hallaron al Niño con María su madre, y postrándose, le adoraron.» En estos términos de delicada sencillez cuenta San Mateo la entrevista de los viajeros orientales con el Rey de los judíos, y el Rey del mundo entero. ¿Debemos to- mar a la letra las palabras «le adoraron» y atribuirles su plena y entera significación teológica? En sí considerada, puede esta fórmula significar solamente un homenaje muy respetuoso, expresado por la humilde actitud de la postración. Sin embargo, todo induce a creer que los Magos recibieron una revelación más especial aún, reconocieron la divinidad del Hijo de María y le adoraron como a verdadero Hijo de Dios. De ello no dudaron nunca los Santos Padres[27].
No hicieron mella en el ánimo de aquellos fervientes adoradores de Cristo las circunstancias exteriores que tan desfavorables al divino Niño parecían a primera vista. Ni su pobreza, ni su aparente impotencia, ni su silencio fueron obstáculo a la fe de los Magos. Los presentes que, según antigua costumbre oriental que no permite acercarse a un gran personaje con las manos vacías, ofrecieron a Jesús son nueva prenda de la plenitud de aquella fe sencilla y generosa: «Abiertos sus tesoros, le ofrecieron oro, incienso y mirra.» En su pensamiento tenían estos dones ciertamente una significación simbólica, que nuestros más antiguos escritores eclesiásticos han indicado con algunas variantes. La interpretación más natural y corriente es la que se expresa en esta prosa de Navidad:
Auro Rex agnoscitur
Homo myrrha colitur,
Thure Deus gentium[28].
Con el oro se reconoce al Rey
mientras que con la mirra se venera al hombre,
y con el incienso al Dios de los pueblos.
Muy corta debió de ser, a lo que parece, la permanencia de los Magos en Belén. El relato evangélico casi da a entener que, a lo sumo, pasaron allí unas horas. Hombres sin doblez, habían tomado en serio las hipócritas protestas de Herodes y se disponían a volver a Jerusalén para llevarle las noticias que les había pedido. Mas fue desbaratado el designio del cruel tirano por la Providencia, que en un sueño milagroso, advirtió a los viajeros que tomasen otro camino para volver a su país. Obedecieron ellos con presteza y desaparecieron misteriosamente como habían venido. Desde Belén hacia el Este, no faltaban caminos que, atravesando el Jordán, conducían a la meseta de Moab, por donde pasaba ya la ruta de las caravanas orientales.
Muchas veces se ha ponderado el expresivo contraste que hay en este encantador episodio entre la conducta de aquellos gentiles y la de los judíos de Jerusalén respecto al Mesías recién nacido. Comienza a cumplirse ya la profecía de Simeón. El judaísmo rechaza a Jesús; la gentilidad viene hacia Él. Emprenden los Magos largo y trabajoso viaje para ir a adorarle; Herodes quiere quitarle la vida. Los príncipes de los sacerdotes y los escribas se contentan con indicar fríamente el lugar donde había de nacer; semejantes a esas piedras miliarias que, inmóviles siempre, muestran el camino a los viajeros, ni siquiera piensan en moverse para ir a buscarle. ¡Qué horizontes, cargado uno de esperanzas y otro doloroso, para el porvenir del Divino Maestro y de su Iglesia! Israel, rechazado por su culpa, cede al mundo gentil el puesto de honor que con soberana bondad le había otorgado el plan divino[29].
II. HUIDA A EGIPTO Y DEGÜELLO DE LOS INOCENTES
Cerníase el peligro sobre el Mesías; pero Dios no le abandonó a la crueldad de Herodes. La noche misma en que los Magos se alejaban de Belén, un ángel se apareció a José durante un sueño y le dijo: «Levántate, y toma al Niño y a su Madre, y huye a Egipto, y estáte allí hasta que yo te avise. Porque Herodes buscará al Niño para matarle.» Apremiante era el mensaje, tanto como el peligro. Comprendiólo José, y sin pedir explicaciones, tomó al Niño y a su Madre, aquellos dos seres que le eran tan queridos y que entonces tantas angustias le costaban, y presurosamente se dirigió hacia Egipto. ¡Qué admirable obediencia la suya, siempre pronta y sin reserva, aun a costa de molestias y de sacrificios!
Varios caminos bien conocidos conducían