Vida de Jesucristo. Louis Claude Fillion. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Louis Claude Fillion
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788432151941
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dichas peregrinaciones, como en otro tiempo Ana, madre de Samuel[15], como María en la presente circunstancia, como las santas mujeres de Galilea mencionadas en diversos pasajes del Evangelio[16].

      «Los padres de Jesús —dice San Lucas[17]— iban todos los años a Jerusalén el día solemne de la Pascua, y cuando Él tuvo doce años subieron a Jerusalén, según la costumbre de la fiesta», llevándolo consigo. ¿Quiere esto decir que nunca había participado el divino Niño en las anteriores peregrinaciones de María y José, y que entonces los acompañaba por vez primera? No están concordes los comentadores acerca de este punto; mas parécenos difícil de admitir que los padres de Jesús se hubiesen avenido a separarse de Él, dejándole en Nazaret cuando emprendían sus piadosos viajes. El Talmud[18] habla de niños de tres años, a quienes sus padres llevan al Templo sobre sus hombros, y de niños de cinco años, a quienes era preciso coger de la mano para ayudarles a subir las gradas del Santuario. Si en este lugar se expresa la edad de Jesús, no es solamente para fijar la fecha exacta del episodio, sino principalmente por la importancia que a esta edad se concedía entre los judíos. Al fin de los doce años y principio de los trece era cuando todo joven israelita comenzaba a ser, según las reglas establecidas por los rabinos, bar-mitsevah, «hijo del precepto», o ben-hattôrah, «hijo de la ley», es decir, sujeto a todas las prescripciones de la ley mosaica, aun las más pesadas, como el ayuno y las peregrinaciones al Templo. Y explícase que así fuese, pues un oriental, a los doce años, ha dejado de ser niño para convertirse en adolescente, y con frecuencia en joven robusto a quien no espanta la fatiga.

      El evangelista omite los pormenores del viaje y de la fiesta; pero no es hacedero el completar su narración. Las solemnidades pascuales se celebran a mediados del mes de Nisán, por el cual comenzaba el año religioso de los hebreos; y como de Nazaret a Jerusalén había por lo menos tres días de camino, era necesario emprender el viaje hacia el día 10. Raras veces lo hacían los peregrinos aisladamente. Uníanse los habitantes de cada localidad, cuando no los de varias aldeas, para formar una caravana, que caminaba piadosa y alegremente, orando y cantando salmos[19]. Ya citamos íntegro el Sal 121, Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi..., que tan vivamente expresa los sentimientos de un peregrino israelita al dirigirse a la ciudad santa, cuyas maravillas de todo género pondera con orgullo. A través de su descripción podemos leer en los corazones de aquellas muchedumbres judías que en tal sazón rebosaban por todos los caminos. Un mes antes de la fiesta se tenía cuidado de poner éstos en buen estado y de repasar los puentes. En los alrededores de Jerusalén se enjabelgaban las piedras de los sepulcros (o también se los cercaba) para hacerlos más visibles y evitar que los peregrinos, tocándolos por inadvertencia, quedasen legalmente impuros.

      En la ciudad santa se preparaban las viviendas y se acumulaban provisiones para recibir dignamente a los hermanos que llegasen de los distintos puntos de Palestina y del Imperio romano. ¿Pero dónde aposentar a tantos forasteros, cuyo número fue a veces de varios millones en la fiesta de la Pascua?[20]. Ante todo, en las casas de la ciudad, que hospitalariamente abrían sus puertas; después en las aldeas más próximas; y como unas y otras resultaban incapaces para tanta muchedumbre, levantábanse tiendas sobre las azoteas, en las afueras y en pleno campo. Al fin, para ninguno faltaba provisional albergue[21].

      Inaugurábase la fiesta el día 14 de Nisán, al caer la tarde, con solemne banquete en que se comía el cordero pascual. El 15 era por excelencia el gran día de la Pascua; se celebraba como un sábado de rito superior[22] y se ofrecían a Dios sacrificios de índole especial. El 16 tenía lugar una regocijada ceremonia, llamada del Omer[23], que atraía gran número de espectadores. Consistía en la consagración al Señor de las primicias de las mieses[24]. En la tarde del 15, puesto ya el sol, tres hombres, provistos cada uno de su hoz y de su cesta, iban a cortar en un campo previamente señalado, por lo común en el valle del Cedrón, así como una gavilla de cebada, que en seguida llevaban al Templo. Al día siguiente por la mañana se desgranaban las espigas; los granos, después de ligeramente tostados, eran molidos con grandísimo esmero, y con una parte de la harina mezclada con aceite se hacía una masa, de la que se quemaba un puñado en el altar de los holocaustos.

      Los cinco días que pasaban entre el 17 y el 21 de Nisán se consideraban como de media fiesta. El 22, último de la octava, se guardaba el descanso como el 15, pero se celebraba con menor solemnidad. Los peregrinos no estaban obligados a permanecer en Jerusalén durante toda la octava; se les permitía irse desde la mañana del día 17, y muchos, en efecto, usaban de esta facultad. Tomada al pie de la letra la breve nota cronológica de San Lucas relativa a José y María: «Acabados que fueron los días (de la fiesta) se tornaron»[25], parece insinuar que la Sagrada Familia no pensó en la vuelta sino después del 22 de Nisán, lo que, por otra parte, es más conforme con sus piadosas costumbres. Debió de ser, pues, en la mañana del 23, cuando al ponerse en movimiento para regresar a Galilea la caravana de que formaba parte la Sagrada Familia, consiguió Jesús ocultarse y quedarse en Jerusalén sin que lo advirtiesen su madre y su padre adoptivo. Por su parte, fue éste un acto deliberado, premeditado, cuya elevada explicación pronto nos dará Él mismo. De momento, ni María ni José notaron su ausencia, o por lo menos no sintieron zozobra alguna. En todo caso, su amorosa solicitud, de la que tan claras pruebas nos dan los relatos de la Santa Infancia, no faltó un solo instante. Un niño cuya conducta nunca había sido para sus padres ocasión de la más leve inquietud, no tenía necesidad de ser continuamente vigilado; antes al contrario, merecía entera confianza. Por lo demás, preciso es haber asistido a la partida de una caravana oriental, cuando es numerosa, para imaginarse la confusión que entonces suele reinar. Múltiples grupos se forman y se deshacen; hombres, mujeres, niños y animales de carga se revuelven en confusa mescolanza; óyense gritos ensordecedores de gentes que se llaman y se buscan mutuamente; todo es ir y venir entre bullicio y agitación. Por fin, comienza la partida. Muchos ancianos y mujeres montan sobre sus asnos; los hombres y los jóvenes caminan a pie. Cien incidentes retardan o aceleran la marcha. Los niños que al principio estaban al lado de su padre o de su madre se unen de seguida a un grupo de amigos o vecinos.

      Sólo por la tarde, cuando los viajeros hicieron alto para pasar la noche, y los miembros de cada familia se reunieron en un campamento común, pudieron comprobar con certeza María y José la desaparición del Niño Jesús. Después de haberle buscado en vano de grupo en grupo, entre parientes y conocidos, se decidieron a volver a Jerusalén. Pero no debieron de emprender aquel triste viaje sino al día siguiente por la mañana; de otro modo habrían corrido el riesgo de cruzarse, sin verle, con Aquél a quien buscaban. A lo largo del camino hicieron ansiosas pesquisas, mirando por todas partes, informándose de cuantos pasaban, y las prosiguieron después en la ciudad. ¡Horas dolorosas, durante las cuales hirió cruelmente el corazón de María la espada que Simeón le había predicho!

      Por fin, al tercer día, a contar desde que se pusieron en camino para volver a Jerusalén, José y María hallaron a Jesús en el Templo, es decir, en alguna de las varias construcciones que rodeaban al santuario y servían para diversos usos; por ejemplo, para los cursos académicos de los rabinos. Allí, según expresión de San Lucas, el Niño-Dios estaba «sentado en medio de los doctores»; pero no a manera de maestro, en sitial elevado, según errónea interpretación que los pintores han contribuido a divulgar, sino al modo de los discípulos, en el suelo, conforme a la costumbre oriental, en el espacio que dejaban libre los venerables rabinos, colocados en semicírculo. En esta actitud escuchaba Jesús atentamente las graves palabras que los doctores cambiaban entre sí y con los asistentes, y después les proponía cuestiones con acento rebosante de graciosa modestia; lo cual no disonaba ciertamente de las costumbres de entonces, a juzgar por varios pasajes del Talmud en que se nos presenta a los rabinos discutiendo con sus discípulos, preguntándoles y excitándoles a proponer objeciones y contrapreguntas, a las que ellos respondían. Fácilmente nos podemos figurar cómo se mezcló Jesús en la discusión. Entablóse entonces vivo diálogo entre los dos; otros doctores tomaron parte en él, y la ciencia de Jesús se manifestó cada vez con mayor brillo en aquel torneo intelectual, cuyo objeto era, sin duda, la explicación de pasajes difíciles de los libros santos. Después de haber respondido, llególe a su vez el turno de preguntar, asombrando a los asistentes, así por el aplomo y agudeza de sus preguntas como por la habilidad de sus réplicas. Quisiera nuestra piedad conocer cuando menos el tema general de esta especie de argumentación, en la que tan lúcido papel