Aunque sumido Egipto en el paganismo, fue señalado a José como lugar de refugio porque era el país más a su alcance para escapar a las asechanzas de Herodes. Dependía entonces esta región directamente de Roma y el tirano carecía en ella de toda jurisdicción. Desde el reinado de Tolomeo Lago (muerto el año 233 a. J. C.), muchedumbres de emigrados judíos se habían ido estableciendo allí: unos para entregarse a fructíferas empresas comerciales; otros, más recientemente, para ponerse a cubierto del furor de Herodes. En la época en que llegó allí la Sagrada Familia formaban una colonia floreciente, sobre todo en Alejandría, en Heliópolis y en Leontópolis. En esta última ciudad habían construido, hacia el año 160 antes de nuestra Era, un templo magnífico, tan grande, dice ingenuamente el Talmud, que, por no alcanzar la voz del ministro oficiante hasta los extremos, era necesario que el sacristán agitase un velo para advertir a los asistentes cuándo habrían de responder «Amén» a las diversas oraciones. Entre aquellos judíos había muchos y hábiles obreros, que estaban organizados en corporaciones, según sus diversos oficios, y se procuraban mutuos socorros en caso de enfermedad o de falta de trabajo. En el distrito en que se fijó la Sagrada Familia podía, pues, hallar recursos y la protección que necesitaba.
Entretanto, Herodes, en acecho, había esperado con impaciencia y sobreexcitación creciente la vuelta de los Magos a Jerusalén y la respuesta que le prometieran. Cuando, cansado de esperar, se persuadió de que ya no volverían —y fácil fue a sus agentes cerciorarse de que ya habían salido de Judea—, tuvo aquel proceder por grosero insulto y por traición urdida contra él para destronarle en provecho de su rival. Entonces se entregó a uno de aquellos ciegos arrebatos de cólera y rabia a que tan propenso fue, sobre todo hacia el fin de su vida, y dejando a un lado disimulo y aun prudencia, se lanzó al cumplimiento de su bárbara venganza. Dio, pues, órdenes a los soldados de su guardia, que eran también sus ordinarios verdugos, de degollar sin compasión, no sólo en el interior de Belén, sino también en los caseríos inmediatos y viviendas aisladas que de Belén dependían, a todos los niños varones de dos años para abajo, conforme a las noticias que de los Magos había adquirido acerca del tiempo en que se les apareciera la estrella. Esperaba que ampliando así sus bárbaras órdenes, así en cuanto al tiempo como en cuanto al espacio, no saldrían fallidos sus propósitos, y que no se le escaparía Aquél a quien en su presencia habían osado llamar «Rey de los judíos». Ni gustaba de tomar medidas en sus disposiciones, ni la sangre de sus súbditos tuvo gran valor ante sus ojos.
La cruel sentencia fue rigurosamente ejecutada. Se ha preguntado, naturalmente, cuántas fueron las inocentes víctimas que gozaron del privilegio de ser los primeros mártires de Cristo. Se ha exagerado a veces su número por modo extraordinario, fijándolo en 3.000 y hasta en 144.000[33]. La estadística nos procurará datos bastante precisos. Dando a Belén una población de 2.000 almas aproximadamente, y suponiendo que, según ley ordinaria, a cada 1.000 habitantes correspondiesen poco más o menos 30 nacimientos anuales, que han de repartirse casi por igual entre los dos sexos, se obtiene el número de 15 niños varones por año, y de 30 para dos años. Y aun esta cifra parece elevada a la mayor parte de los intérpretes, que creen que el degüello no debió de alcanzar a más de 15 ó 20 víctimas.
Crimen espantoso, en todo caso, cualesquiera que fuesen sus proporciones. Así el escritor sagrado lo encarece por medio de una de esas comparaciones, tan de su gusto, entre los hechos evangélicos y los vaticinios de la Antigua Ley: «Entonces se cumplió lo dicho por el profeta Jeremías: Una voz se ha oído en Rama, llanto y alaridos grandes: la voz de Raquel que llora a sus hijos, y no ha querido ser consolada, porque ya no son»[34]. Esta cita, como la que poco ha hemos visto tomada de Miqueas, está hecha con bastante libertad, tanto si se mira al texto hebreo como a la versión alejandrina; pero reproduce muy bien el pensamiento del profeta. Acababa Jeremías de describir en lenguaje brillante el futuro restablecimiento del pueblo teocrático y el fin del destierro de Babilonia. De pronto se interrumpe, para recordar los dolorosísimos tiempos en que vivía, y contempla en espíritu una de las escenas más amargas de la historia de Israel. Poco hacía que, después de la completa victoria de los soldados de Nabucodonosor y de la caída del reino de Judá, los judíos que iban a ser deportados a Caldea habían sido reunidos en Rama[35], pequeña ciudad situada a ocho kilómetros de Jerusalén, y que aún lleva el nombre de er Ram. Por una dramática prosopopeya, nos muestra el profeta a Raquel saliendo entonces de su sepulcro —situado cerca de Belén[36], en el camino de Jerusalén, probablemente en el mismo sitio en que hoy se ve todavía— y lanzando lúgubres gemidos, como madre inconsolable a quien han arrebatado sus hijos. En el antiguo duelo de Raquel, ascendiente ilustre del pueblo judío, ve San Mateo la imagen anticipada del de aquellas madres betlemitas cuyos hijos acababan de ser degollados por los verdugos herodianos. Debajo de la significación propiamente histórica del texto de Jeremías veía San Mateo otra significación típica, pero muy real, e intentada por el Espíritu Santo. Aplicándola al degüello de los Inocentes, ponía de manifiesto, con patética expresión, la barbarie criminal de Herodes.
III. A SU VUELTA DE EGIPTO LA SAGRADA FAMILIA SE ESTABLECE EN NAZARET
No gozó por largo tiempo aquel odioso príncipe de la ficticia seguridad que le había procurado su conducta repugnante. Según la fecha fijada por Josefo[37], murió a principios de abril del año 750 de Roma, muy poco después de aquella inútil crueldad. Tenía entonces setenta años, y había reinado treinta y siete. No se puede menos de ver la mano vengadora de Dios en los horrorosos sufrimientos que hubo de soportar durante la enfermedad que le llevó al sepulcro. «Un fuego interior —cuenta el historiador judío[38]— le consumía lentamente; a causa de los horribles dolores de vientre que experimentaba, érale imposible satisfacer el hambre ni tomar alimento alguno. Cuando estaba de pie apenas podía respirar. Su aliento exhalaba olor hediondo, y en todos sus miembros experimentaba continuos calambres. Presintiendo que ya no curaría, fue sobrecogido de amarga rabia, porque suponía, y con razón, que todos se iban a alegrar de su muerte. Hizo, pues, juntar en el anfiteatro de Jericó, rodeados de soldados, a los personajes más notables y ordenó a su hermana Salomé que los hiciese degollar así que él hubiese exhalado el último suspiro para que no faltasen lágrimas con ocasión de su muerte. Por fortuna, Salomé no ejecutó esta orden. Como sus dolores aumentaban por momentos y estaba más atormentado por el hambre, quiso darse una cuchillada; pero se lo impidieron. Murió, por fin, el año treinta y siete de su reinado.» No es mucho que este trágico fin inspirase a Lactancio la primera página de su tratado De la muerte de los perseguidores de la Iglesia.
Tuvo Herodes espléndidos funerales. Un cortejo verdaderamente real condujo de Jericó a Herodium en una litera de oro, su cadáver, vestido de púrpura y adornado con piedras preciosas, ostentando cetro y corona, y alrededor del cual se iba quemando incienso[39]. Pero la maldición de su pueblo y la de Dios pesaban sobre él.
Al ordenar a José que huyese a Egipto, el mensajero celeste que se le había aparecido en sueños habíale anunciado que sería advertido sobrenaturalmente cuando llegase el momento de volver a Palestina[40]. En efecto, muerto el tirano, un ángel le reveló durante el sueño que el tiempo de su destierro había concluido. «Levántate —le dijo—, toma al Niño y a su Madre y encamínate a tierra de Israel, porque han muerto los que atentaban contra la vida del Niño»[41]. Se levantó, pues, José, tomó al Niño y a su Madre y volvió a Palestina bendiciendo a Dios. Después de mencionar este feliz suceso, cita San Mateo otro pasaje