Más adelante las aserciones de los Padres se multiplican y se precisan más aún. Había estallado el arrianismo con toda su violencia, y para hacerle frente era necesario demostrar que Cristo era hombre verdadero al mismo tiempo que verdadero Dios. Sus progresos intelectuales y morales, mencionados por San Lucas, son con gusto alegados por algunos Padres en prueba de la perfección de su Humanidad. En este sentido se expresa en particular San Atanasio. «La Humanidad sola —dice[37]— crecía en sabiduría..., haciéndose y mostrándose a todos como instrumento de la sabiduría de que se habría de servir la divinidad para obrar y resplandecer.» Según San Cirilo de Alejandría[38], San Ambrosio[39] y San Fulgencio[40], el progreso que apunta San Lucas no debe entenderse de la sabiduría divina de Cristo, sino de su sabiduría humana. El mismo San Cirilo añade[41] que Jesús iba mostrando, según su edad, diferentes perfecciones para conformarse de esta manera a las ordinarias leyes de la humanidad. Análogos dichos se encuentran en los escritos de San Basilio, de San Gregorio Nacianceno, de San Juan Crisóstomo, de San Hilario de Poitiers, de San Agustín, de San Juan Damasceno, etc. San Cirilo de Alejandría escribe a este propósito[42] que «el crecimiento de Jesús no debe entenderse como si su Humanidad no fuese perfecta desde el principio y pudiese acrecentarse, sino en cuanto que se manifestaba progresivamente». San Atanasio escribe también[43] que el progreso de Jesús en sabiduría consistía en una manifestación cada vez más completa de su divinidad. En este mismo sentido dijo San Agustín: «La ignorancia (del hombre en la cuna) no alcanzó a este Niño, en quien el Verbo se había hecho carne para habitar entre nosotros; y yo no admitiré que Cristo Niño haya pasado por esta flaqueza del espíritu que en los otros niños vemos»[44].
Si del período de los Padres pasamos al de la Teología escolástica, vemos esclarecerse cada vez más la doctrina relativa al progreso intelectual y moral de Jesucristo, y establecerse sobre bases ya definitivas. Siguiendo a Pedro Lombardo y Santo Tomás de Aquino, los grandes teólogos han asentado este principio indiscutible: Por virtud de la unión hipostática, la Humanidad de Nuestro Señor debía estar enriquecida de todas las perfecciones compatibles con la naturaleza humana. Además han distinguido en Jesucristo dos ciencias distintas, que corresponden a sus dos naturalezas: la ciencia divina o increada, común a las tres personas de la Santísima Trinidad, y la ciencia humana o creada. Esta última se subdivide como en tres ramas, conforme a las tres fuentes de donde procede. Una es la ciencia de la visión de Dios, otra la ciencia infusa y otra la ciencia adquirida, llamada también experimental. Entiéndese por ciencia de visión o ciencia beatífica el conocimiento de que el alma de Cristo, a la manera de los ángeles y de los bienaventurados del cielo, gozaba en la contemplación intuitiva de la divina esencia; por ciencia infusa, las luces que de continuo le transmitía Dios directamente; por ciencia adquirida, las nociones que le procuraban el ejercicio de los sentidos, la experiencia, el razonamiento, etc. Las dos primeras de estas ciencias eran sobrenaturales; la tercera, simplemente natural. Ahora bien: la ciencia beatífica y la ciencia infusa de Nuestro Señor Jesucristo, como fueron perfectas desde el primer instante de su concepción, no podían recibir aumento; pero sí emitían rayos cada vez más brillantes, «como decimos, cuando sube el sol hacia el mediodía, que aumenta en claridad, no porque ésta crezca, sino por razón de su efecto, porque poco a poco va enviándonos más luz». Por el contrario, su ciencia experimental aumentaba continuamente cada vez que Jesucristo se ponía en contacto con el mundo creado. Mas no se crea que esta ciencia enseñase a Jesús cosas nuevas; lo que hacía era mostrarle a nueva luz hechos o ideas que Él ya conocía en virtud de su ciencia infusa. De esta manera, según la Epístola de los Hebreos, V, 8, «siendo Hijo de Dios, por lo que padeció aprendió la obediencia». Conocía ya Jesús la obediencia teóricamente; por los sufrimientos que soportó por obedecer a su Padre, conoció esta virtud de modo concreto y práctico. Esta ciencia experimental la adquirió poco a poco, gradualmente. Progresaba, por tanto, realmente en ella, pues viendo, oyendo y experimentando cosas nuevas sentía nuevas sensaciones y adquiría nuevas ideas de donde sacaba nuevas conclusiones. En este sentido crecía verdaderamente en sabiduría. «Hubiera podido Jesús adquirir una ciencia humana perfecta, sin ninguna experiencia exterior, por el influjo de su naturaleza divina; pero como estaba en el plan de Dios que el Salvador fuese hombre perfecto, convenía que al crecimiento físico, que se efectuaba en perfecta armonía con la naturaleza humana, correspondiese un progreso intelectual.
Creemos que estas distinciones aclaran, en cuanto es posible, el delicado punto de que estamos tratando. Tienen además el mérito de concertar los pareceres de los Padres, pues nos explican cómo unos han podido admitir un progreso propiamente dicho en la sabiduría del Salvador mientras que otros sólo aceptan un crecimiento intelectual aparente.
En cuanto al crecimiento moral de Jesús, nos hallamos con la misma dificultad que al tratar de su crecimiento intelectual, y análoga es la solución. Distingamos también aquí, siguiendo a los teólogos, entre los hábitos y actos sobrenaturales, entre los principios y los efectos. Las obras de gracia o los actos de virtud aumentaban y se multiplicaban sin cesar; pero los hábitos infusos, las disposiciones virtuosas, la gracia santificante, todo lo que en su alma exigía su cualidad de hombre-Dios, no podía aumentar. El Salvador poseyó siempre estos dones en manera perfectísima. Tal es la doctrina de Santo Tomás[45]: «En Cristo no podía haber aumento de gracia, como tampoco en los bienaventurados..., sino en cuanto a los efectos, es decir, en cuanto que cada vez hacía obras más virtuosas.» Respecto a la naturaleza divina del Salvador, cosa clara es que no había posibilidad de aumentar en gracia, es decir, en favor (χάρις, cháris) de su Padre. No así en cuanto a su naturaleza humana. Pero entiéndase que este progreso en la gracia no supone que antes hubiese en Jesús la más leve imperfección. Progresaba ante los hombres por comparación con lo que de Él habían comprobado en su estado anterior; mas tal estado era ya perfecto en su género, aunque correspondiese a una edad menos adelantada.
En resumen, las palabras de San Lucas, con las salvedades indicadas, deben entenderse de un crecimiento real: Jesús crecía verdaderamente en su triple aspecto físico, intelectual y moral. Si debemos creer en la encarnación del Verbo, y, por consiguiente, en su humanidad, no debemos retroceder tampoco ante la idea de su formación progresiva. No retrocedió San Lucas ni han retrocedido los teólogos católicos; lo que éstos han hecho ha sido precisar e interpretar de modo científico el lenguaje del evangelista, señalando las restricciones que la naturaleza divina del Salvador exige. Como se ve, nos inclinamos a admitir un progreso real, aunque en los límites arriba indicados, y hacemos nuestra esta observación del Padre Didón: «La unión personal de la naturaleza humana y de la divina... daba (a Jesús) la intuición de la verdad infinita, la posesión del amor infinito, el goce ininterrumpido de la belleza infinita[46]; pero no impedía el desarrollo del conocimiento experimental en su razón, el ejercicio progresivo de las virtudes, el esfuerzo de la voluntad, las fatigas del cuerpo, el trabajo y el dolor.»
Una vez más repetimos que el explicar este desarrollo es problema asaz arduo, complejísimo, y no andaba descaminado el Dr. Keil, protestante de los llamados ortodoxos, al afirmar que «hasta