Grande fue la extrañeza de sus padres cuando le vieron en medio de aquella grave asamblea y desempeñando tal papel, pues conocían su reserva y silencio habituales y el cuidado con que hasta entonces había ocultado su naturaleza superior. Como nunca se había manifestado de aquella manera, no estaban preparados para espectáculo como el que de improviso se ofreció a su vista. Una dulce queja se escapó del corazón de María; pero apenas se la puede calificar de reproche, pues la Madre de Jesús se contentó con dejar que hablasen los hechos mismos: «Hijo, ¿por qué has procedido así con nosotros? Mira que tu padre y yo, afligidos, te andábamos buscando.»
A esta doble pregunta respondió con otras dos: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en las cosas que son de mi Padre me conviene estar?» Con estas palabras de insondable profundidad expone respetuosamente a su Madre la razón misteriosa de su conducta durante los tres días que habían transcurrido: «¿No sabíais?» ¿No conocíais mejor que nadie en el mundo quién soy yo y cuál el oficio que como Mesías y como Hijo de Dios debo cumplir? También Él manifiesta extrañeza. Sorpréndele que en cosa tan cara a su corazón, aquellos mismos que le están unidos con más estrechos lazos, Madre y padre adoptivo, parezcan no pensar como Él. Cuál fuese su deber máximo, superior a todos los otros, en lo concerniente a su conducta personal, lo resume en esta majestuosa proposición: in his quae Patris mei sunt oportet me esse. Las palabras «mi Padre» son evidentemente las que contienen aquí la idea principal; importa, pues, determinar bien su significación. Según la interpretación constante de exegetas y teólogos católicos, compartida también por muchos protestantes, Jesús atribuye aquí a Dios el título de Padre en sentido literal y estricto, en sentido único. El hecho es innegable, y no se alcanza por qué no habría de darse a este título, ya desde este lugar, el valor que tan a menudo tiene en el decurso de la historia evangélica. Desde estas primeras palabras que de Él conocemos, se proclama Jesús Hijo de Dios, como tantas otras veces lo hará más tarde[26]. Acababa María de mencionar al padre adoptivo de Jesús: «Tu padre y yo te buscábamos.» El Niño-Dios repite este nombre de padre, pero en un sentido infinitamente más elevado, el único que correspondía a la realidad de los hechos, según nos lo han enseñado San Mateo y San Lucas en el curso de la narración. Con estas sublimes palabras indica Jesús claramente el motivo por el que se había quedado en Jerusalén: habíanle retenido allí las cosas de su Padre. María y José tenían sobre Él derechos muy legítimos; pero muy sobre ellos estaban los de su Padre, y éstos le trazaban su deber supremo, que a veces exigía de Él cierta independencia aun respecto de aquellos que más caros le eran después de su Padre celestial.
Cuando María y José oyeron esta respuesta vino a colmo su asombro. El escritor sagrado añade que «no la comprendieron». Y con todo eso, volvemos a repetirlo, conocían perfectamente el origen y naturaleza divina de Jesús, como también su condición mesiánica. Pero no les había sido revelado el plan divino de la redención más que en su conjunto. Los detalles concretos de este plan, tal como se fueron realizando en la vida de Jesucristo, permanecían para ellos en el misterio, hasta que poco a poco brilló más clara luz en sus espíritus. De aquí el que no alcanzasen inmediatamente toda la extensión, toda la profundidad de las palabras que Jesús les dirigió cuando le hallaron en medio de los doctores. Nueva prueba de que en su desarrollo exterior no había nada de maravilloso, de milagrosamente extraordinario. Nunca había pronunciado palabras tan significativas. ¡Con qué piadoso respeto se las recoge de su boca, y qué alegría se siente al hallarlas tan dignas de Aquél de quien más tarde se dirá[27]: «Nunca hombre habló como este hombre.» Desde lo alto de ellas podemos asomarnos a las profundidades de su alma. En ellas se contiene, como se ha reconocido muchas veces, el programa íntegro de su futuro ministerio, de su oficio de Mesías. Tienen carácter marcadamente profético. Sin este cuadro delicado apenas hubiéramos podido sospechar la trayectoria que siguió el desenvolvimiento religioso del Salvador, y los atractivos intelectuales y morales con que edificaba y colmaba de dicha a los que vivían a su lado.
San Lucas termina esta narración con dos reflexiones dignas de notar. He aquí la primera: «Y descendió con ellos y vino a Nazaret, y les estaba sujeto»[28]. Ella resume en términos bien expresivos toda la vida oculta del Verbo encarnado durante los dieciocho años que aún había de prolongarse. ¿No se diría que al escribir el evangelista estas palabras quiso significar que no había habido ni el más ligero atisbo de insubordinación en el acto que acababa de contar? Su segunda reflexión nos hace penetrar de nuevo en la santa alma de María, para recordarnos que «guardaba todas estas cosas en su corazón», es decir, que hacía de ellas materia de meditación continua, en la cual su pensamiento y su cariño hallaban alimento de incomparable dulzura.
III. DESARROLLO INTELECTUAL Y MORAL DE JESÚS
Inmediatamente después de la conmovedora anécdota del Templo, inserta San Lucas una segunda indicación, a la que ya más arriba aludimos, relativa al crecimiento del Salvador: «Jesús —dice[29]— crecía en sabiduría, y en estatura, y en gracia delante de Dios y delante de los hombres.» Referíase el primer texto al desarrollo del Hijo de María antes de la edad de doce años; descríbese en éste su crecimiento en todos los aspectos desde los doce años hasta los treinta. Siguiendo el mismo orden que allí, señala el evangelista con tres rasgos distintos la formación intelectual de Jesús, su crecimiento físico y el maravilloso progreso que se obraba en su alma. De este crecimiento general, se afirma que no solamente se efectuaba «delante de los hombres», que de él eran, día por día, venturosos testigos, sino también, y sobre todo, «delante de Dios», que escudriña los corazones y es único juez absoluto de la realidad de nuestros progresos morales.
Pero ¿de qué manera y en qué condiciones se realizó esta evolución? Quisiéramos levantar el velo que oculta este profundo misterio, descubrir el proceso íntimo de la formación de su carácter, cómo se instruyó su espíritu y se cultivó su corazón, cómo llegó a la excelencia superior de su edad madura y a los sublimes principios de su Evangelio. Pero en esto del desarrollo humano de Nuestro Señor sucede lo mismo que en lo tocante a su infancia, adolescencia y juventud: está envuelto entre tinieblas que los más grandes pensadores cristianos no han conseguido desvanecer por entero. Aunque San Lucas señala por dos veces este crecimiento y nos descubre en el alma del Salvador y en sus operaciones teándricas insondables horizontes, no determina la manera. El mismo San Pablo, si bien esboza en sus epístolas una opulenta cristología, guarda completo silencio en cuanto al problema del desarrollo de Jesús[30]. ¡Oh si nos fuese dado preguntar acerca de este punto a los ángeles, y mejor aún a María y a José; sobre todo a María después de la resurrección de su divino Hijo! Porque nuestro espíritu, corto y limitado, tiene harto trabajo en representarse el crecimiento intelectual y moral de un Hombre-Dios. Somos tardos en comprender que esta alma pasó por las mismas fases que la nuestra en el desarrollo de su inteligencia y de sus sentimientos; que le llegó el conocimiento como nos llega a nosotros mismos, por intermedio de libros y de enseñanza humana, o por la influencia de las circunstancias y ambientes, creciendo más y más a medida que corrían los años... Interpretamos con dificultad las palabras que nos dicen que este crecimiento intelectual (y moral) era tan rico como el del cuerpo; que Jesús crecía así en sabiduría como en estatura; desde el principio, y aun desde su infancia, nos lo representamos como quien enseña y no como quien aprende... Nos es difícil, a pesar de las terminantes declaraciones de los relatos evangélicos, figurárnoslo adquiriendo cualquier conocimiento de aquellos que le rodeaban.
Es que Jesús —conviene insistir en ello— no tenía solamente la naturaleza humana, sino también la divina en toda su plenitud, y esto cabalmente es lo que origina el problema y lo hace tan delicado y difícil. Y así, el teólogo católico que trate de resolverlo en cuanto lo permita la debilidad de la inteligencia humana, jamás debe olvidar que Nuestro Señor fue en todas las épocas de su vida tan verdadero Dios como verdadero hombre, y tan verdadero hombre como verdadero Dios. Ni por un solo instante su naturaleza humana quedó oscurecida o eclipsada por su divinidad. ¡Admirable «misterio de piedad»[31], que contemplamos tímidamente con ternura y con asombro! No perderemos, pues, de vista en las siguientes explicaciones el grave peligro que hay en disociar estas dos naturalezas.
Ante todo, conviene inquirir cómo ha sido resuelta en el