Se ha observado reiteradamente, siguiendo a San Ambrosio[21], que cada una de las humillaciones del Niño Jesús fue seguida casi siempre, a manera de compensación providencial, de una aureola de gloria momentánea, como si, aun en sus misterios de anonadamiento, su Padre celestial hubiese querido testimoniarle su amor con favores especiales. Nace en un establo; pero los espíritus celestiales celebran con alegres cánticos los beneficios que trae a la tierra. Es circuncidado como un pecador; pero recibe entonces «un nombre que es sobre todo nombre»[22]. Ahora se le rescata como a otro cualquiera israelita, y su madre ofrece por Él el sacrificio de los pobres; pero el cielo suscita dos nuevos testigos: el anciano Simeón y Ana la profetisa, para que le rindan piadosos homenajes.
Del primero de ellos traza San Lucas en unas cuantas palabras el mejor elogio que se podía hacer de un hijo de Abraham. «Había entonces en Jerusalén —dice[23]— un hombre llamado Simeón, y este hombre era justo y temeroso de Dios; esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo era en él.» Reuníanse, pues, en el alma de Simeón la justicia, que aquí equivale a la observancia escrupulosa y sobrenatural de la ley; el temor de Dios, acompañado de amor ferviente y una fe inquebrantable, que, sin desalentarse por la tristeza de los tiempos, traía sin cesar a la memoria las promesas divinas y avivaba de continuo en su alma la esperanza de la «consolación de Israel». Esta última expresión, a pesar de su forma abstracta, es otro nombre delicadamente escogido para significar al Mesías y sus múltiples bendiciones. Gimiendo bajo el odioso cetro del idumeo Herodes y bajo el pesado yugo de los romanos, el pueblo teocrático tenía necesidad, como en las épocas más gloriosas de su historia, de un consolador que enjugase y secase sus lágrimas amarguísimas. Los antiguos profetas habían anunciado la venida de este menahhem[24], de quien hablan también repetidamente los Targums y el Talmud. ¡Qué alegrías tan celestiales, qué dicha tan santa no había de traer a la tierra, y muy especialmente a Israel! Isaías[25] le atribuye estos dulces sentimientos: «El Señor me ha enviado... para consolar a todos los afligidos; para traer y poner a los afligidos de Sión diadema en vez de ceniza, óleo de gozo en lugar de duelo, manto de fiesta en lugar de espíritu abatido.»
De tal manera habían agradado al Espíritu Santo las raras virtudes de Simeón, que lo habían avecindado, por decirlo así, en su hermosa alma de modo permanente. Se ha tratado de saber más en concreto quién era este piadoso habitante de Jerusalén, y se le ha identificado ora con uno, ora con otro de los varios personajes judíos de la misma época que como él llevaban el nombre de Simeón. Así, unas veces se le ha tomado por el rabino Simeón, hijo del célebre Hillel y padre del no menos ilustre Gamaliel, que habría sido presidente del sanedrín judío el año 13 de nuestra Era, y otras por un sumo sacerdote de entonces[26]. Pero estas hipótesis no tienen ningún fundamento; sin contar que el evangelista no habría designado a tales dignatarios con las palabras «un hombre, este hombre». No indica en términos precisos la edad de Simeón; pero del conjunto de la narración se colige con bastante claridad que, aunque había llegado a la vejez, no era el anciano decrépito que nos describe la literatura apócrifa[27].
En contestación a los ardientes votos de Simeón y a sus reiteradas oraciones por el pronto advenimiento del Mesías, habíale revelado el Espíritu Santo, en una de esas comunicaciones íntimas que suelen acompañar a su morada habitual en ciertas almas, que «no vería la muerte antes de que hubiese visto al Cristo del Señor»[28]. He aquí que va a cumplirse la divina promesa. Habiendo ido aquel día al Templo en virtud de especial inspiración, se encontró con María y José en el momento en que penetraban en el sagrado recinto, y al dirigir la vista hacia aquel grupo bendito, comprendió, iluminado por lumbre de lo alto, que el Niño que descansaba en los brazos de la joven madre era el Redentor de Israel. Y tomándole suave y piadosamente en sus brazos, lo apretó contra su corazón y exclamó en profético transporte:
Ahora, Señor, dejas partir a tu siervo
En paz, según tu palabra;
Porque han visto mis ojos tu salud,
La cual has aparejado a la faz de todos los pueblos:
Lumbre para iluminar a las naciones,
Y para gloria de Israel, tu pueblo.
Sublime cántico que forma, con el Benedictus de Zacarías y el Magnificat de María y el Gloria in excelsis de los ángeles, el cuarto de los himnos de la Encarnación, que solamente San Lucas nos ha conservado. Profecía, al mismo tiempo que poema, el Nunc dimittis es digno de admiración por su «noble belleza», por su «singular dulzura», por su «suavísima solemnidad», por la intensidad de los sentimientos que expresa y por su «rica concisión». Es una verdadera joya lírica. Divídese en tres cortas estrofas, de dos miembros cada una. La primera contiene la acción de gracias a Dios; la segunda expresa el motivo de la gratitud; la tercera indica el oficio que Jesús estaba llamado a cumplir como Mesías. Cada palabra tiene su valor propio. En la misma estrofa es de notar el nunc muy acentuado del principio y el dulce in pace del final. Nunc, «ahora» ya puede morir Simeón, y morirá in pace, «en paz», sin pena, porque se han cumplido todos sus deseos, pues ha contemplado con sus ojos extasiados al que tantos reyes y profetas ardientemente habían deseado ver, sin llegar a conseguir esta ventura. Como el patriarca Jacob, cuando recobró a su amadísimo hijo José, siente colmada su alegría. También es para notarse la elegancia del verbo griego que corresponde al latino dimittis, que indica la libertad de un prisionero, el relevo de un centinela, en todo caso una feliz liberación.
Después de haber mencionado en la segunda estrofa, conforme a los antiguos vaticinios, la salvación que el Mesías traía al mundo entero, indica Simeón, en la tercera estrofa, que no se efectuará la redención de igual manera para todos los hombres. En efecto, desde el punto de vista religioso, el linaje humano se dividía entonces en dos categorías muy distintas: el pueblo teocrático y los gentiles. A cada una de estas categorías ofrecerá el Cristo sus favores y gracias en forma conveniente, acomodada a las promesas hechas a la primera y a las necesidades de la segunda. Para los paganos, sumidos en tinieblas morales, será espléndida luz que iluminará sus inteligencias y sus corazones[29]; a los judíos, sus hermanos según la carne, entre quienes vivirá y trabajará, les procurará una gloria de orden superior.
No podía Simeón expresarse mejor. Con aquel Niño en sus brazos estaba en cierto modo sobre la elevada montaña de la visión profética, y contemplaba los brillantes rayos del sol que se levantaba a lo lejos sobre las islas de los gentiles y concentraba luego todo su resplandor sobre su propio país y sobre su propio pueblo, a quien tanto amaba. El horizonte del Nunc dimitis es, pues, sensiblemente más vasto que el del Benedictus y el del Magnificat, pues no considera solamente el oficio del Mesías en relación con Israel, sino también en relación con todo el género humano.
Oyendo aquellas palabras proféticas, María y José quedaron sobrecogidos de admiración. No es que les enseñasen nada nuevo, pues, aun no sabiendo todas las cosas respecto a Jesús, conocían incomparablemente mejor que Simeón lo que a Él se refería. Pero no podían asistir sin admiración a las manifestaciones milagrosas que Dios iba asociando a cada uno de los misterios de la Santa Infancia. ¿Cómo no quedar sorprendidos al ver que aquel anciano, desconocido para ellos, describía tan exactamente, a la luz del Espíritu de Dios, el glorioso porvenir de su Jesús?
Porvenir glorioso, pero no exento de pruebas y dolores, como añadió Simeón tras breve pausa. Acabado su cántico, «bendijo» a María y a José, continúa el texto sagrado. Esta expresión significa aquí, en sentido amplio, que los proclamó bienaventurados, que los felicitó por tener relaciones tan estrechas con un Niño llamado a tan gloriosos destinos. Después, de repente, por nueva revelación del cielo, ve ensombrecerse por densas y amenazadoras nubes la luz que acababa de celebrar.