—Y a ti misma una espada te traspasará el alma—,
Para que sean descubiertos los pensamientos de muchos corazones.
Casi todo es trágico en este lenguaje lleno de emoción, entrecortado, que tanto contrasta con las palabras del cántico. El ministerio de Cristo pasa rápidamente ante los ojos de Simeón, que ve con angustia soberana la negra ingratitud de Israel hacia el Libertador que era para él prenda de inmensa felicidad. Es la primera vez que en el Evangelio se alude a los padecimientos del Mesías; ¡pero cuán a menudo oiremos más tarde resonar esta misma nota! Frente a Él su pueblo privilegiado se dividirá en dos bandos diametralmente opuestos: el de los amigos y el los enemigos. Los primeros le reconocerán como Mesías y dócilmente se agruparán bajo sus órdenes; los otros rehusarán creer en Él y obedecer a su santa ley. Quien, según la voluntad de Dios y sus propios ardentísimos deseos, debía salvar en primer término a los judíos, será para muchos de ellos causa indirecta e involuntaria de caída y de ruina espiritual. De esta suerte vendrá a ser, por desventura, «señal de contradicción»[30]. Ya Isaías había predicho este doble aspecto del porvenir del Mesías[31]: «Él será un santuario; pero será también piedra de tropiezo, peña de escándalo para las dos casas de Israel, lazo y trampa para los moradores de Israel. Tropezarán muchos de entre ellos; caerán y se quebrantarán; serán enlazados y presos.» El mismo Jesús confesará más tarde que su venida a este mundo había de producir una selección, una separación entre buenos y malos, puesto que la neutralidad respecto de Él es imposible[32]. Tal será el resultado del «escándalo de la cruz»[33], que pondrá de manifiesto los secretos más recónditos de los corazones.
Abramos el Evangelio, sobre todo el de San Juan, donde más a fondo se descubre el misterio de Jesucristo; no hay mejor comentario a las palabras de Simeón. Escuchemos al pueblo que murmura. Decían unos: «Es un hombre de bien; otros: ¿Es que el Cristo ha de venir de Galilea?... Hubo acerca de esto gran discusión... Es un poseso, decían unos; es un loco, ¡para qué seguir escuchándole! Mas otros replicaban: No son las palabras que Él dice palabras de un poseso». ¿Pero no era ya blanco de contradicción a los pocos días de su nacimiento? Fue ocasión de ruina para Herodes, y causa de resurrección para los pastores, para los Magos y para las almas fieles. La lucha ha continuado sin tregua ni descanso en el transcurso de los siglos, conforme al vaticinio de Simeón[34]; prosigue en nuestros días con más violencia que nunca, y durará hasta el fin de los siglos.
Forzoso era que María quedase comprendida en los acontecimientos predichos a Jesús. A la pasión del Hijo corresponderá la «compasión» de la Madre, cuya alma será traspasada sin piedad hasta sus más profundos repliegues por una espada cruelísima[35]. Más de una vez debió de recordar María aquella terrible predicción —por ejemplo: en la huida a Egipto; algo más tarde, cuando la desaparición de Jesús por tres días; más adelante aún, cuando comprendió que la vida de su Hijo estaba amena- zada por crueles enemigos, cuyo odio aumentaba cada día—. Pero sobre todo en el Calvario atravesará su alma la espada del dolor cuando ella, de pie cerca de la cruz, presencie la cruel agonía de la Víctima Divina.
Cujus animan gementem,
Contristatam et dolentem,
Pertransivit gladius[36].
Cuya alma que gemía,
triste y dolorida,
atravesó una lanza.
Resonaban aún los ecos de la voz de Simeón cuando se unió al grupo bendito otra persona, recomendable también por sus virtudes y su fe, guiada igualmente por una revelación del Espíritu de Dios. De ella traza el evangelista un interesante bosquejo. Era Ana, hija de Phanuel, que pertenecía a la tribu de Aser. Su santidad le había merecido el don de profecía. Anciana entonces de ochenta y cuatro años, había tenido el dolor de perder a su marido después de sólo siete años de matrimonio. Verdadera viuda, según la definición de San Pablo[37], no había buscado su consuelo más que en el servicio de Dios. Así, al modo de las almas piadosas, entregábase a frecuentes ayunos e incensantes oraciones, que prolongaba hasta bien entrada la noche. Pasaba parte considerable de cada día en los atrios del Templo[38], asistiendo a los oficios y otras ceremonias del culto divino. Cuál fuese el objeto principal de sus plegarias se adivina sin esfuerzo. Clamaba fervorosamente por la «redención de Israel»[39]. Como Simeón, al reconocer al Cristo en el Hijo de María, comenzó a glorificar al Señor, y desde entonces, siempre que la ocasión se ofrecía, tenía por gran ventura el hablar de Jesús a todos los que compartían su fe, sus esperanzas y su amor.
[1] El equivalente de esta expresión aparece en variadísimas formas en los cuatro últimos libros del Pentateuco, y a menudo también en otras partes del A. T.
[2] Lev 13, 2. A la letra: «Todo ser masculino que abre el seno de su madre.»
[3] Recordemos que el siclo era una pieza de plata que valía 3,89 monedas de oro.
[4] Nm 3, 12; 7, 14-18, 15-17. Colígese de varios de estos pasajes que al reservarse el Señor los primogénitos de Israel, había querido también grabar en los hebreos el recuerdo de la salida de Egipto, en la que no consintió el faraón sino después de la décima plaga (la muerte de todos los primogénitos de los egipcios).
[5] Lev 21, 11-23.
[6] Lev 12, 1-8.
[7] Los rabinos habían añadido un día más en cada caso, a fin de estar bien seguros de haberse cumplido el plazo fijado por el legislador.
[8] Tratado Schekalim, 5, b.
[9] En particular SAN HILARIO, Hom. 18, in Evang.
[10] Mt 17, 26.
[11] Gal 4, 4.
[12] Ibid., 5. Cfr. Fil 2, 7; Hb 2, 17.
[13] Mt 3, 15.
[14] Nicanor fue un general asirio muy hostil a los judíos. Después de haberlo vencido y muerto en gloriosa batalla, Judas Macabeo hizo colgar su cabeza y sus manos en este sitio del Templo, a guisa de trofeo. Cfr. 2 Mac 15, 25-35.
[15] Lev 12, 6-8.
[16] Lc 2, 24; «para ofrecer un par de tórtolas o de pichones».
[17] Mt 21, 12; Jn 2, 13-15.
[18] Este nombre viene de la expresión empleada en este lugar por San Lucas: «Le llevaron a Jerusalén a presentarle al Señor.» El verbo griego παραστῆσαι (parastẽsai) tiene aquí significación religiosa. Corresponde al hebreo haqerîb, a la letra, «aproximar» (al altar), que servía para denotar la ofrenda de los sacrificios cruentos o incruentos.