[21] Expost. in Luc., 2, 25.
[22] Fil 2, 9.
[23] Lc 2, 25.
[24] «Consolador».
[25] Is 61, 1-3. Cfr. 40, 1; 49, 13; 51, 3; 60, 1-22; 66, 13, etc.
[26] L’Évangile de Nicodème, 16.
[27] Histoire de la nativité de Marie, 16.
[28] Este lenguaje es muy expresivo. La locución figurada «ver la muerte» está igualmente empleada en Sal 88, 49, y en S. Pablo, Hb 11, 5; en Jn 8, 52, leemos: «gustar la muerte».
[29] También este rasgo es muy conforme con el espíritu del A. T. Cfr. Gn 22, 18; 49, 10; Sal 99, 1-5; Is 2, 6; 27, 5; 60, 3, etc.
[30] Más literalmente, «señal a la que se hace contradicción»; un estandarte levantado en alto, en torno del cual hubieran debido agruparse todos los verdaderos israelitas, pero contra el que se alzarán muchos extraviados.
[31] Is 8, 14-15.
[32] Jn 9, 39; 15, 22-25; Mt 21, 44-44; Act 4, 11; Rom 9, 33; 11, 11-12.
[33] 1 Cor 1, 23; Gal 5, 11.
[34] Cfr. Hb 12, 3.
[35] El texto griego menciona la ῤoμϕαία (romfaia), que designaba unas veces la larga espada de los tracios, en oposición a la espada más corta de los romanos, y otras la lanza de hierro agudo y pesado.
[36] Corresponde a una estrofa del Stabat Mater.
[37] 1 Tim 5, 5, 9.
[38] La expresión «no dejaba el Templo» es evidente hipérbole.
[39] Otra significativa fórmula para designar al Mesías. En algunos manuscritos griegos y latinos se encuentra la variante: «la redención de Jerusalén».
CAPÍTULO VI
LA VISITA DE LOS MAGOS Y SUS CONSECUENCIAS
I. LA ADORACIÓN DE LOS MAGOS
Hemos indicado ya antes el sencillísimo y natural procedimiento con que puede establecerse entre las narraciones de San Mateo y San Lucas la más cabal armonía en lo tocante a la sucesión cronológica de los acontecimientos que integran la historia de la Santa Infancia. Basta para ello encajar, por decirlo así, los relatos de uno en los del otro; lo cual se puede conseguir sin roces y sin violencia, pues son suficientemente elásticos para amoldarse a tal disposición. Según la hipótesis más verosímil, debe, pues, ponerse inmediatamente después de la purificación de María y rescate de Jesús la llegada de los Magos a Belén, la huida de la Sagrada Familia a Egipto, el degüello de los Inocentes, la permanencia de Jesús, María y José en tierra extranjera y su definitivo establecimiento en Nazaret. Desde el siglo II fue recibido este orden de acontecimientos por Taciano en su armonía evangélica, conocida con el nombre de Diatessaron; lo aceptan asimismo la mayoría de los comentaristas contemporáneos.
Pero también han sido agrupados en otra forma los epidodios que constituyen esta parte de la Infancia del Salvador. Según San Agustín[1], los Magos habrían ido a Belén algunos días solamente después del nacimiento (6 de enero); los misterios de la purificación de María y presentación de Jesús habrían tenido lugar después; la huida a Egipto e incidentes que con la misma se relacionan habrían ido desarrollándose más tarde. Pero no es creíble que los padres de Jesús fuesen a Jerusalén después de la visita de los Magos: hubiera sido exponer inútilmente al Niño-Dios a gravísimos peligros. Otros han preferido el siguiente orden de los hechos: nacimiento, circuncisión, visita de los Magos, huida y estancia en Egipto, regreso a Palestina después de la muerte de Herodes, purificación y presentación en el Templo; finalmente, instalación en Nazaret. No es, ciertamente, imposible que así acaeciesen los hechos; pero ¿es verosímil que en el espacio de los treinta y dos días que transcurrieron desde la circuncisión de Jesús hasta la purificación de su Madre se acumulasen tantos acontecimientos? Admitida esta hipótesis, la permanencia en Egipto no habría podido durar arriba de quince días.
Si después de María y José y los ángeles fueron los pastores los primeros adoradores de Jesús y representaron junto a su cuna a todos los verdaderos y fieles israelitas, justo era, y muy conforme con los designios providenciales —nos lo acaba de recordar el anciano Simeón—, que el mundo pagano tuviese también desde el primer momento sus representantes cerca de Aquél que a todos los hombres, sin excepción alguna, traía la salvación. Por eso acuden ahora los Magos a la ciudad de David, como primicias de la gentilidad.
Su nombre, que nada tiene de semítico, sino que es de origen ario e indogermánico[2], era entonces bien conocido en el mundo grecorromano. Por lo que San Mateo se conforma con citarlo sin explicación alguna, suponiéndolo claro para sus lectores. Primitivamente formaron los Magos en Media y en Persia una casta sacerdotal muy respetada, que se ocupaba de Ciencias naturales, de Medicina, de Astronomía (más exactamente, de Astrología), al mismo tiempo que del culto divino[3]. La Biblia nos los muestra en Caldea, en la época de Nabucodonosor. Este príncipe llegó a conferir a Daniel el título de Rab-Mag, es decir, el Gran Mago, en recompensa de sus servicios[4]. Su doble título de sacerdotes y de sabios les daba considerable influencia sobre las diferentes clases de la sociedad. En varias regiones formaban también parte del Consejo de los Reyes[5]. Verdad es que su crédito había ya decaído notablemente en tiempo de Nuestro Señor, pues muchos de ellos, especialmente los que, en número no pequeño, habían venido a establecerse en las provincias occidentales del imperio no eran más que unos pobres hombres que se dedicaban a las artes ocultas, sin otro oficio que el de embaucadores y hechiceros. Los Hechos de los Apóstoles señalan algunos ejemplos de esta degradación del nombre y de las funciones[6]. Eso no obstante, San Mateo toma aquí el nombre de Magos en buen sentido, según la acepción primitiva; así se deduce del conjunto de su relato.
Desde antiguo, una tradición popular, que se generalizó a partir del siglo VI, atribuyó dignidad real a los Magos del Evangelio. Equivocadamente se les han aplicado ciertos textos bíblicos que de antemano describían no el hecho particular de su visita al Niño-Dios, sino, en términos elevados y metafóricos, la conversión general de los gentiles a la religión del Mesías[7]. Nada hay en la narración evangélica que favorezca a esta opinión, contradicha ya por los monumentos más antiguos del arte cristiano, en los que los Magos de Belén nunca llevan atributos reales, sino que están simplemente representados con trajes de ricos persas.
Se ha discutido largamente de su patria, su número y época exacta de su llegada a Palestina. ¿De dónde venían? San Mateo, que no suele ocuparse gran cosa de detalles topográficos y cronológicos, no responde a esta pregunta sino con la