[52] Gal 4, 4.
[53] Mt 22, 42.
[54] 2 Sam 7, 1-29; 1 Cro 17, 1-27.
[55] Gn 49, 10. Cfr. Nm 24, 16-19.
[56] Jn 7, 40-42.
[57] Epist. ad Eph. 20, 2; Ad Rom., 7, 3.
[58] Cfr. EUSEBIO, Hist. eccl., 3, 20, 1-2.
[59] Mt 1, 1-17.
[60] Lc 3, 23-38.
[61] Dt 25, 6; Rt 4, 1-2.
[62] Hist. eccl., 1, 7.
CAPÍTULO V
PRESENTACIÓN DE JESÚS EN EL TEMPLO DE JERUSALÉN Y PURIFICACIÓN DE MARÍA
«Mías son las primicias», había dicho el Señor[1]. Así, según el texto de la ley, «todo primogénito[2] entre los hijos de Israel, lo mismo de hombres que de animales», debía serle consagrado. Los primogénitos de los ani- males eran ofrecidos en sacrificio o rescatados, según su naturaleza. Los primogénitos del pueblo teocrático habían sido destinados primeramente a ejercer las funciones sacerdotales; pero más tarde, cuando Dios confió el servicio del culto únicamente a la tribu de Leví, decidió que esta exen- ción fuese compensada por el pago de cinco siclos[3], que se destinaban al tesoro de los sacerdotes[4].
En tiempo de Jesús continuaba esta ley en pleno vigor, pues se la tenía por necesaria para mantener los derechos de Dios sobre su pueblo, aunque la casuística de los rabinos no se había olvidado de reglamentar minuciosamente, según su costumbre, todos los detalles. El rescate no debía efectuarse antes de los treinta y un días —es decir, transcurrido un mes— después del nacimiento. Si el niño moría en este intervalo, quedaba ya suprimida la obligación de pagar los cinco siclos. No era necesario llevar a Jerusalén al recién nacido y presentarlo en el Templo; bastaba que el padre pagase el impuesto sagrado a un sacerdote de su distrito. Cuando el primogénito tenía alguna de aquellas deformidades que inhabilitan para el sacerdocio —si era ciego, cojo, disforme de cara, etcétera[5]—, cesaba igualmente la obligación del rescate.
En virtud de otra ley, acerca de la cual da el Levítico minuciosos detalles[6], cuarenta u ochenta días después del alumbramiento, según se tratase de hijo o de hija[7], estaban obligadas las madres hebreas a presentarse en el Templo de Jerusalén para ser purificadas de la impureza legal que habían contraído. Pero era permitido retrasar el viaje si para ello había razones atendibles; por ejemplo: si la mujer que acababa de ser madre tenía que ir en breve plazo a la ciudad santa para celebrar alguna de las grandes fiestas religiosas. Más aún, no estaba la madre obligada a presentarse en persona en el santuario si moraba lejos de Jerusalén. Podía entonces ser reemplazada por una persona amiga que en nombre de ella ofreciese los sacrificios exigidos por la ley[8]. Sin embargo, las madres israelitas solían poner gran empeño en cumplir íntegramente la ley, y natural era que aprovechasen esta coyuntura para llevar consigo a su primogénito, cuyo rescate asociaban a la ceremonia de su purificación.
Según lo hicieron notar los Padres[9], estos dos preceptos humillantes no obligaban en realidad ni a Jesús ni a María. Como Dios, era Jesús infinitamente superior a la ley, y no tenía mayor obligación de pagar este impuesto que aquel otro del Santuario, del que un día se declarará exento[10]. En cuanto a su madre, habíale dado a luz fuera de todas las condiciones previstas por el legislador, y aun conforme a la letra del código mosaico, la purísima Virgen no tenía por qué someterse a la purificación. Pero la obediencia y humildad fueron siempre virtudes características de Nuestro Señor y de su Madre. Jesús, «nacido de una mujer», había al mismo tiempo «nacido bajo la ley», según la hermosa expresión de San Pablo[11], y se había encarnado precisamente para libertar por su obediencia «a los que estaban bajo la ley»[12]. ¿No convenía, pues, que desde el principio de su vida humana «cumpliese toda justicia»?[13]. Y en punto a perfección, semejantes a sus disposiciones eran las de María.
Cuarenta días después del nacimiento, María y José llevaron, pues, al Divino Niño a Jerusalén para cumplir allí las prescripciones rituales. Desde Belén se podía ir y regresar holgadamente en una sola jornada. El escritor sagrado pasa casi enteramente en silencio la doble ceremonia que se celebró en el Templo, primero para María y luego para el Niño Jesús. Los escritores rabínicos nos permiten contemplar hasta cierto punto su breve narración. La purificación levítica de las madres tenía lugar por la mañana, después del rito de la incensación y de la ofrenda del sacrificio perpetuo. Después de haber penetrado en el atrio llamado de las Mujeres, colocábanse en la grada más elevada de la escalinata que conducía desde este atrio al de Israel, muy cerca de la majestuosa puerta que llevaba el nombre de Nicanor[14]. Suponen algunos autores que el sacerdote de servicio las rociaba con agua lustral y recitaba sobre ellas oraciones especiales. Pero la parte principal del rito consistía en la oblación de dos sacrificios[15]. El primero llevaba el nombre técnico de «sacrificio por el pecado», es decir, de sacrificio expiatorio; una tórtola o un pichón constituían su materia. El segundo era un holocausto, y la víctima exigida por la ley era: para los ricos, un cordero de un año; para los pobres, una tórtola o un pichón. Del lenguaje de San Lucas se deduce[16] que María ofreció el sacrificio de los pobres, el qorban ani, como lo llaman los rabinos. Compró José dos tórtolas o dos pichones, bien fuese al administrador que, en nombre de los sacerdotes, y a un precio por lo común muy elevado, vendía los diversos animales destinados al sacrificio, bien fuese a alguno de aquellos ávidos mercaderes cuyas jaulas veremos un día volcadas por el Salvador[17]. El oficiante cortó el cuello del ave escogida como víctima de expiación, pero sin separarlo del cuerpo, y derramó su sangre al pie del altar; la carne fue reservada para los sacerdotes de servicio, que debían consumirla dentro del recinto sagrado. El ave que había servido de holocausto fue quemada íntegramente sobre las brasas del altar de bronce.
Exteriormente la ceremonia de la presentación[18] o del rescate del Niño Jesús fue mucho más sencilla, pues parece que no tenía otro rito que el pago de los cinco siclos. ¿Pero qué decir de los sentimientos íntimos de Jesús en aquella primera visita que hacía a su Templo? San Pablo expresó en términos admirables, tomados del Salmo 39[19], los sentimientos que llenaron el alma del Verbo divino en el primer instante de su encarnación: «Dice Cristo, al entrar en el mundo: (Dios mío) no quisiste sacrificio ni ofrenda, mas me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni sacrificios por el pecado. Entonces dije: Heme aquí...;