A las alabanzas de Isabel respondió María, llena a su vez del Espíritu de Dios, que la transformó en armoniosa lira, con loores al Señor, expresados en el suavísimo Magnificat, cántico sublime por su misma sencillez. Su corazón rebosante se desbordaba así dulcemente en la primera ocasión que se le ofrecía. Es un cántico, un poema lírico de belleza majestuosa y serena, que nos transporta a la atmósfera de paz, de luz, de tranquila alegría, de celestial piedad en que vivía María desde que era madre del Verbo. Por su serenidad, contrasta con las palabras ardientes de Isabel. Es como una meditación en que María deja correr libremente los sentimientos e impresiones que se habían acumulado en su alma. Otras mujeres de Israel habían cantado en hermosos cánticos episodios maravillosos de la historia teocrática. Después de María, la hermana de Moisés, de Débora, de Ana, la madre de Samuel; de Judit, la Santísima Virgen rinde un homenaje a Dios en esa misma forma. Su himno, donde se encuentran todos los elementos característicos de la poesía hebrea, y que le ha valido el sobrenombre de Tympanistria nostra, que le dio San Agustín, denota naturaleza superior, preclara inteligencia, profunda emoción religiosa y apreciación muy exacta de los acontecimientos de la historia judía a que hace alusión:
Mi alma glorifica al Señor,
Y mi espíritu ha saltado de alegría en Dios salvador mío,
Porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava;
Como que ya desde ahora todas las generaciones me llamarán dichosa;
Porque ha hecho conmigo cosas grandes el que es poderoso,
Y cuyo nombre es santo,
Y cuya misericordia se extiende de edad en edad
Sobre aquellos que le temen.
Ha desplegado el poder de su brazo;
Ha dispersado a los que presumían en los pensamientos de su corazón;
Ha derrocado de sus tronos a los potentados;
Y ha levantado a los humildes.
A los hambrientos les ha henchido de bienes;
Y a los ricos los ha despachado vacíos.
A Israel, su siervo, le ha tomado bajo su amparo,
Acordándose de su misericordia,
Según lo prometido a nuestros padres,
A Abraham y sus descendientes, por todos los siglos.
La nota dominante de esta piadosa y dulce expansión es la misma que resonaba entonces en el corazón de María: el pensamiento de la gracia, de que el Señor tan pródigo se había mostrado para con la Virgen Madre, para con los pequeños y humildes en general, con Israel, su pueblo predilecto. Este pensamiento se desarrolla sucesivamente en cuatro estrofas, la primera de las cuales expresa los sentimientos de María por el inmenso favor que acababa de recibir del cielo. Considerando la infinita bondad con que el Altísimo se había dignado posar sobre ella su mirada, a pesar de su condición humilde, para conferirla el más excelso honor que una simple criatura fuese capaz de recibir, su alma y su espíritu —es decir, las potencias más íntimas de su ser— se abisman en la gratitud y en el deseo de glorificar a su bienhechor en la medida de lo posible. Porque bajo la inspiración profética, bien se le alcanzaba que quien había sido hasta tal punto favorecida de Dios, había de ser perpetuamente proclamada bienaventurada. Esta predicción de la humilde Virgen se ha realizado a la letra. Los loores de la madre del Mesías, que Isabel acaba de inaugurar con tanta elocuencia y que resonarán aún durante la vida pública de Jesús, no han cesado de oírse en el mundo católico desde la fundación de la Iglesia, como lo muestran los escritos de los Santos Padres y de incontables autores de todos los siglos cristianos, las fiestas instituidas en su honor, los lugares de peregrinación donde van las muchedumbres para mejor venerarla y, en fin, las devociones suscitadas por una filial ternura[49].
La segunda estrofa ensalza el valor inapreciable de las gracias concedidas a María por el Señor. Es verdad que merecen ser llamadas «grandes cosas», y manifiestan soberanamente los tres más bellos atributos de Dios: el Poder, la Santidad y la Misericordia. Y no era sola María quien se beneficiaba de estas bondades celestiales; que deseando está Dios que se extiendan por todos los siglos «sobre los que le temen», es decir, todos sus fieles servidores.
En la tercera estrofa generaliza más aún su pensamiento la madre de Cristo y muestra con detalles concretos, sacados de la conducta habitual de la Providencia a través de los siglos, cuán grandes son el poder y la bondad con que Dios protege a los humildes y a los oprimidos.
Por último, la cuarta estrofa, volviendo al tema principal del cántico, expone la parte principal que al pueblo judío había de corresponder en las gracias de salvación traídas por el Mesías. El Dios todopoderoso, el Dios infinitamente bueno a quien ha cantado María, es también un Dios fiel a sus promesas. Lo que en otro tiempo había anunciado a los grandes patriarcas Abraham, Isaac y Jacob y después a los profetas que tras ellos vinieron, no lo ha olvidado un solo instante, y he aquí que va a cumplirlo, porque el eon por excelencia, la época del Mesías acaba, al fin, de inaugurarse. Un grito de viva confianza resuena en las últimas palabras del Magnificat.
No es el menor de los encantos de este himno el reflejar, casi en cada línea, el eco de los cánticos inspirados del Antiguo Testamento. Recuerda en particular el cántico de Ana[50]. Pero estas reminiscencias nada tienen de sorprendente. Desde su infancia aprendían de memoria los israelitas cierto número de pasajes bíblicos. La lectura pública de los libros sagrados en los oficios de la sinagoga les familiariza más aún con ellos. Era, pues, natural que al derramarse en suaves transportes la gratitud de María acudiesen en tropel a su espíritu los textos inspirados, de que tenía saturados su alma y su pensamiento. Por lo demás, estas reminiscencias recibían en sus labios un matiz personalísimo y original. En este cántico, se ha dicho muy gráficamente, las palabras provienen en parte del Antiguo Testamento; pero la música pertenece ya a la Nueva Alianza.
La encantadora escena de la Visitación termina con una nota cronológica: «María permaneció con Isabel unos tres meses; después volvió a su casa.» Al mencionar la partida de María antes de contar el nacimiento del precursor, parece indicar bastante claramente el evangelista que la Santísima Virgen había tomado ya, tiempo hacía, el camino de Nazaret cuando tuvo lugar este acontecimiento. Además, difícilmente se hubiera abstenido San Lucas de nombrar a la madre del Mesías entre las personas que fueron a felicitar a Isabel después de su alumbramiento si entonces se hubiera hallado presente. Sea de ello lo que fuere, ¡bienaventurada la casa en que María y el Verbo encarnado en su seno permanecieron tres meses, derramando sobre ella todo linaje de bendiciones!
[1] Algunos autores prefieren la hora del sacrificio de la tarde, porque en ésta el Arcángel Gabriel se apareció en otro tiempo a Daniel, para predecirle la fecha del advenimiento del Mesías. Cfr. Dn 9, 20-21.
[2] Se quemaba con preferencia leña de higuera, que daba excelente brasa.
[3] El número de sacerdotes en la época del Salvador ha sido evaluado en unos 20.000.
[4] Ex 30, 34-38. Era una mezcla, por partes iguales, de