[47] Lc 1, 42. Con fórmula análoga acostumbra San Lucas a expresar las emociones vivas. Cfr. 2, 10; 4, 33; 8, 28; 17, 15; 19, 37; 23, 46; 24, 52.
[48] Muchos Padres y teólogos han concluido, muy legítimamente, de este lenguaje de Isabel, que entonces fue conferido a Juan Bautista este privilegio. Pues que su hijo se había estremecido «de júbilo», es que tenía conciencia de lo que hacía. Así TERTULIANO, De carne Christi, 21, lo llama «Domini sui conscium infantem». Se discute, sin embargo, acerca de la duración de este favor, que, según muchos autores habría sido solamente transitorio.
[49] Que los protestantes y racionalistas nos acusen, si quieren, de adorar a la Virgen de Nazaret; tan bien como nosotros saben que nosotros no adoramos más que a Dios. Pero veneramos con un culto especial (llamado por los teólogos de Hyperdulia) a la madre de Nuestro Señor Jesucristo, y en ella amamos a nuestra propia madre. Sólo quienes no comprenden el sentido de estos títulos pueden rehusar el asociarse a nuestros homenajes. Algunos protestantes, sobre todo en Inglaterra, han venido en esto a mejores sentimientos.
[50] 1 Sam 2, 1-10.
CAPÍTULO IV
LAS DOS NATIVIDADES
I. NACIMIENTO Y CIRCUNCISIÓN DEL PRECURSOR
Entretanto, «se cumplió el tiempo en que Isabel debía parir y dio a luz un hijo». Pronto la dichosa madre se vio rodeada de un círculo íntimo, formado de amigas y vecinas, que acudieron a felicitarla, y también para alabar al Señor con ellas, pues en aquel nacimiento inesperado era imposible no reconocer la intervención divina.
Poco después, conforme a la ley mosaica, se celebró en la casa de Zacarías una fiesta mucho mayor aún en honor de la circuncisión del recién nacido. Por este rito, que tenía lugar al octavo día después del nacimiento[1], todo niño varón de Israel era incorporado a la alianza teocrática y se hacía oficialmente miembro del pueblo de Dios. Así es que la circuncisión era considerada en las familias judías como un acontecimiento santo. Para el hijo de Zacarías e Isabel, destinado a preparar los caminos del Mesías, tenía una significación aún más sagrada. Esta ceremonia no era función reservada a los sacerdotes. Todo israelita estaba autorizado para cumplirla, y con frecuencia era el padre mismo quien se encargaba de realizarla. Sin embargo, como era operación bastante delicada, no solía confiarse el oficio de Molel[2] sino a hombres experimentados. La ceremonia religiosa iba acompañada de regocijos de familia, a los que eran invitados los parientes y los amigos más íntimos.
Según antigua costumbre, que se remontaba hasta el tiempo de Abraham[3], el día mismo de la circuncisión se imponía al recién nacido un nombre, que de ordinario era elegido por el padre. En esta ocasión los asistentes, queriendo, sin duda, dar a Zacarías una grata sorpresa[4], se adelantaron a elegir el nombre mismo del anciano para el hijo de su vejez. Pero Isabel, a quien su marido había dado a conocer por escrito los detalles de su visión, se opuso resueltamente. «No por cierto —exclamó—, sino que ha de llamarse Juan.» «¡Pero si no hay ninguno en tu parentela —replicaron demasiado solícitos los amigos— que se llame con ese nombre!» Supone una objeción que entre los judíos de entonces, como, por lo demás, en la mayoría de los pueblos, ciertos nombres pasaban de padres a hijos, o de abuelos a nietos, y se afianzaban en las familias, manteniendo en ellas el recuerdo de los antepasados[5]. Desairados por parte de la madre, recurrieron a Zacarías para que él dirimiese la cuestión. Pidiéronle su parecer por medio de gestos. La respuesta no se hizo esperar. Tomando inmediatamente una tablilla de madera cubierta de cera, en la cual, al modo de los antiguos, escribía sus pensamientos por medio de un estilo o punzón de acero desde que había quedado mudo, trazó en ellas estas dos palabras: Iochanan schemô, «Juan (es) su nombre». Para él, lo mismo que para Isabel, no había lugar a discutir; el nombre del niño había sido elegido ya por una autoridad superior. Leyendo uno tras otro los asistentes esta enérgica respuesta, «quedaron admirados». Ignorando aún lo que había acaecido en el santuario, no comprendían que el padre y la madre así estuviesen de acuerdo para derogar la costumbre, escogiendo para su hijo un nombre extraño.
Llegó al colmo la extrañeza cuando de repente Zacarías recobró por un milagro el uso de la palabra, que otro milagro le había quitado. «Y en aquel mismo instante —dice San Lucas— se abrió su boca, y se desató su lengua.» Había quedado mudo por falta de fe; cesa de serlo tan pronto como ha cumplido un acto de obediencia, imponiendo a su hijo el nombre prescrito por el ángel. Y consagrando inmediatamente a Dios las primicias de la facultad que de tal modo le había sido devuelta, tras un silencio de nueve meses, «empezó a hablar bendiciéndole». Gracias a San Lucas, el evangelista de los cánticos sagrados, podemos oír todavía, después de largos siglos, las principales palabras de bendición —precisamente comienzan por el vocablo Benedictus— que entonces salieron de los labios y del corazón del santo sacerdote. El escritor sagrado ve en esta piadosa efusión el resultado de la inspiración divina, pues nos dice que el padre del Bautista «fue lleno del Espíritu Santo» al pronunciar su himno profético, del que damos la traducción literal:
Bendito sea el Señor Dios de Israel,
Porque ha visitado y rescatado a su pueblo,
Y nos ha suscitado un poderoso Salvador[6].
En la casa de David su siervo,
Según había prometido por boca de sus santos,
De sus profetas desde los tiempos antiguos,
Para salvarnos de nuestros enemigos,
Y de mano de todos los que nos aborrecen,
Para hacer misericordia con nuestros padres,
Y acordarse de su pacto santo,
Según el juramento que juró a Abraham, nuestro padre,
De otorgarnos esta gracia:
Que libres de las manos de nuestros enemigos,
Le sirviésemos sin temor,
Caminando delante de Él en santidad y justicia,
Todos los días de nuestra vida,
Y tú, Niño, serás llamado profeta del Altísimo;
Porque irás ante la faz del Señor, para preparar sus caminos, Para dar a su pueblo el conocimiento de la salud
En remisión de sus pecados,
Por las entrañas de misericordia de nuestro Dios,
Por cuyo favor nos ha visitado desde lo alto el sol que nace,
Para alumbrar a los que están de asiento en tinieblas y sombras de muerte.
Para enderezar nuestros pies por el camino de la paz.
Tenemos en este cántico una verdadera profecía. Divídese claramente en dos partes: la primera se refiere al Mesías y a los bienes de todo género que su advenimiento traerá al pueblo israelita, mientras que en la segunda expone Zacarías, aludiendo a las palabras del Arcángel San Gabriel, el oficio augusto que su hijo tendrá el honor de desempeñar respecto al gran libertador. Es también un verdadero poema según las reglas de la versificación hebrea, aunque de singular estructura y de estilo algo pesado. Cada parte se compone de un solo período, cuyas proposiciones se entrelazan como los eslabones de una cadena. Improvisado, como el cántico de María, el Benedictus era igualmente explosión repentina de sentimientos que desde hacía tiempo agitaban el alma de Zacarías. Abunda también en reminiscencias del Antiguo Testamento, lo que no es de extrañar, siendo su autor un sacerdote. El Magnificat es un monólogo de María; el padre de Juan, aunque dirigiéndose al principio directamente