Seis meses han transcurrido desde que fue concebido el futuro precursor. De Judea la sagrada narración nos traslada repentinamente a Galilea, aquella provincia tan despreciada por los rabinos; de Jerusalén, a una aldea insignificante, cuyo nombre no se menciona ni en los escritos del Antiguo Testamento ni en la historia de Josefo, quien, sin embargo, nombra gran número de localidades galileas; del interior del Templo, a una humilde y pobre habitación que va a servir de teatro al misterio más grandioso de la historia del mundo, y donde la elegida de Dios estaba por ventura entonces abismada en oración fervorosa.
La aldea se llamaba Nazaret, y la doncella tenía por nombre María. Ni San Lucas ni San Mateo se entretienen en darnos, acerca de la vida anterior de esta bendita Virgen, noticias auténticas, que tan gustosamente hubiera acogido nuestra piedad filial. Cíñense ambos a mencionar que en el momento en que recibió la visita del ángel estaba prometida a uno de sus compatriotas, llamado José, que, por vicisitudes de los tiempos, no era más que un humilde artesano, aunque pertenecía —pronto veremos en cuán próximo grado— a la estirpe real de David, de la que también ella era descendiente.
«Entró el ángel», dice el texto sagrado, y saludó a María con profundo respeto, empleando la antigua fórmula oriental: «La paz sea contigo», que sigue todavía usándose entre judíos y árabes. Después, en pocas palabras, de singular fuerza de expresión, indicó hasta qué punto había sido favorecida de Dios la augusta Virgen: «Llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres». Pero el cielo le tenía reservado un privilegio que explica y sobrepuja asombrosamente todos los del pasado.
El lenguaje tan halagüeño del ángel produjo gran turbación en el ánimo de María, que quedó sorprendida, contristada. Preguntábase, perpleja, la humilde doncella cuáles podrían ser el objeto y alcance de semejante salutación. El espíritu celestial se apresuró a tranquilizarla, describiéndole, en lenguaje solemne, digno del asunto, el oficio sublime que estaba llamada a desempeñar en la obra de la redención. «No temas, María —le dice, llamándola ya por su nombre, con mezcla de familiaridad y simpatía—, porque has hallado gracia delante de Dios. He aquí que concebirás en tu seno y parirás un Hijo a quien darás el nombre de Jesús. Éste será grande, y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará eternamente en la casa de Jacob, y su reino no tendrá fin.»
Como escribimos en otra parte, para una mujer hebrea, familiarizada como lo estaba María con los oráculos del Antiguo Testamento, estas palabras eran tan claras como el sol, pues contenían una descripción popular del Mesías, un resumen de las más célebres profecías mesiánicas. El Hijo que el ángel promete a la Virgen había de poseer todos los títulos, llenar todos los ministerios atribuidos por Dios y por la voz pública al libertador impacientemente esperado. De tan admirable parecido era el retrato que no podía dejar de ser reconocido al instante y la Santísima Virgen no hubiera comprendido mejor si Gabriel se hubiese ceñido a decirle: «Dios te destina a ser madre de su Cristo.»
Las primeras palabras son manifiesta alusión a uno de los más bellos vaticinios de Isaías: «He aquí que la Virgen concebirá y parirá un hijo, y le dará el nombre de Emmanuel». Las siguientes: «Será llamado Hijo del Altísimo», recibirán pronto de boca del ángel su interpretación[28]. El restablecimiento del trono de David por el Mesías, la extensión universal y la duración eterna de su reinado, reconstituido sobre nuevas bases, constituyen, a partir de la predicción de Natán[29], un tema sobre el que los antiguos profetas, los Targums y el Talmud, los libros apócrifos del Antiguo Testamento, y hasta los mismos evangelistas, no se cansan de insistir[30]. Ya el patriarca Jacob había anunciado el reino glorioso del futuro Redentor[31].
En medio de estas espléndidas promesas, ha dejado el ángel deslizar una orden del cielo tocante al nombre que María deberá poner a su hijo: «Le llamarás Jesús.» Este nombre, «que es sobre todo nombre»[32], que los apóstoles se tuvieron por dichosos de revelar al mundo y que tan a menudo campea en sus escritos[33]; este nombre que los mártires pronunciaban con amor camino del suplicio, que llena de valor y consuelo a las almas cristianas y que espanta y pone en fuga a los demonios, era digno, por su significación, de Aquél que lo había de aureolar de gloria imperecedera. El espíritu celeste que muy pronto vendrá a tranquilizar a José determinará su sentido con exactitud: «Le impondrás el nombre de Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados»[34]. Este nombre era, pues, por sí solo, símbolo abreviado de la gracia de la salvación, de que era portador el Mesías para la humanidad entera[35]. No era éste, sin embargo, un nombre nuevo, pues varios personajes de la antigüedad israelita —célebres los unos, como Josué y el autor del Eclesiástico, y desconocidos otros— lo habían llevado ya[36]. Pero sólo el verdadero Jesús, el «verdadero Salvador», había de realizar plenamente su significación.
¡Ser madre del Mesías! Cualquier otra joven israelita habría aceptado con seguridad aquel honor insigne sin la menor vacilación, con indecible gozo. El corazón de María debió de estremecerse de júbilo cuando oyó la proposición divina. Y, con todo eso, aquella Virgen prudentísima, lejos de dar al punto su consentimiento, se cree en el deber de pedir una explicación al Arcángel Gabriel acerca de un punto delicado: «¿Cómo sucederá esto?» Y para justificar su pregunta añade: «Porque yo no conozco varón.» En efecto, el lenguaje angélico, aun siendo clarísimo en su conjunto, y aun aludiendo a la profecía de la Virgen madre[37], no precisaba el modo maravilloso del privilegio ofrecido a María. Ésta no tenía, pues, entera certeza de que el nacimiento del Niño sería absolutamente sobrenatural. Ahora bien: tenía ella una razón muy legítima, gravísima, para interrogar sobre este punto al mensajero celeste, y esta razón está precisamente contenida en las palabras «no conozco varón». Desde el momento en que María nos ha sido presentada en las primeras líneas del relato como prometida de José, estas palabras no pueden tener razonablemente más que un sentido: suponen hasta la evidencia que bajo la inspiración del cielo y de acuerdo con José, María había consagrado a Dios su virginidad con promesa irrevocable. De otro modo su pregunta sería ininteligible. «¿Por qué preguntar con extrañeza cómo será madre, si ella iba al matrimonio como las otras, para tener hijos?» Tal ha sido siempre, desde la época de los Padres, la interpretación católica de estas palabras, que contienen la delicada confesión de un alma idealmente pura.
El Arcángel San Gabriel se apresuró a esclarecer lo que María tenía excelente derecho a preguntar. Lo hizo, al modo de los hebreos en las circunstancias solemnes, en lenguaje rimado, cadencioso, de gran fuerza y delicada belleza:
El Espíritu Santo vendrá sobre ti,
Y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra;
Y así el fruto santo que de ti nacerá
Será llamado Hijo de Dios.
Lo cual significaba claramente: Este hijo nacerá de manera enteramente sobrenatural. El Espíritu Santo mismo debía, en efecto, obrar este prodigio, en el que la carne no tendría parte alguna. No vendrá, pues, de fuente malsana y viciada, sino de fuente absolutamente pura el germen de vida que permita a María ser madre, conservando, sin embargo, su virginidad. Las dos primeras proposiciones son paralelas entre sí y se completan mutuamente. La segunda alude a la energía creadora desplegada por el Espíritu de Dios en el tiempo de la creación, y más aún a la nube misteriosa que, durante la prolongada peregrinación de Israel a través del destierro de Farán, simbolizaba y manifestaba la presencia divina, y descansaba sobre el Arca de la Alianza como sobre un trono[38]. El ángel no podía indicar a María en términos más precisos y más discretos el modo de su maternidad, que excluía toda cooperación humana. Pero no en vano ha representado el nacimiento del Mesías como una ostentación del poder del Altísimo, pues el misterio de la Encarnación, la unión del Verbo con nuestra naturaleza es la manifestación de una energía incomparable, totalmente divina.
La tercera proposición: «Por eso el fruto santo que de ti nacerá...», es clara consecuencia de las dos precedentes. Concebido por obra del Espíritu Santo, el hijo de María será a su