A las confortadoras palabras del ángel, agrega San Mateo una de esas reflexiones a que es tan inclinado, y que encierran, por decirlo así, la filosofía de la historia de Jesús, para hacer ver las estrechas relaciones que existían entre esta historia y las profecías del Antiguo Testamento. «Y todo esto sucedió para que se cumpliese lo que dijo el Señor por el profeta: He aquí que la Virgen concebirá y parirá un hijo, a quien se dará el nombre de Emmanuel, que significa Dios con nosotros.»
Todo esto sucedió para que se cumpliese..., o bien: Entonces sucedió lo que se había dicho por el profeta. Esta doble fórmula, que ya hemos tenido ocasión de hacer notar, acude tan a menudo a la pluma de San Mateo, que conviene dar en este lugar una breve explicación de ella. Recordemos primeramente el fin especial que se propuso este evangelista. El pensamiento fundamental en que todo se apoya y al que todo se ordena en su narración es que Jesús realizó punto por punto el ideal mesiánico de los profetas. En todas sus páginas aparece bien definida y perfectamente visible esta tendencia. Con particular insistencia menciona los escritos del Antiguo Testamento para demostrar que en Nuestro Señor se ha cumplido tal o cual oráculo que se refería al Mesías, y suele alegar estos oráculos precisamente con una de las fórmulas que acabamos de citar. En las palabras Hoc totum factum est ut adimpleretur..., Tunc adimpletum est..., se encuentra implícito este razonamiento: Siendo la profecía palabra de Dios mismo y expresando su voluntad, es necesario que se cumpla, y que su realización corresponda exactamente a los términos empleados por el vidente divinamente inspirado. El cumplimiento no se debe, pues, a ciega casualidad, a fortuita coincidencia, sino a providencial disposición de los acontecimientos. Dios mismo ha revelado el oráculo; Él ordena después la serie de hechos de tal modo, que su coincidencia con la profecía sea perfecta. Tal era la creencia universal de los judíos en los tiempos evangélicos. De ella participaban los apóstoles y los evangelistas, y muchos detalles de la vida de Jesús prueban que no pensaba Él de otra manera.
Ya el ángel Gabriel había aludido al vaticinio de Isaías[12], que San Mateo cita según la traducción de los Setenta. Mucho se ha discutido, principalmente en nuestra época, sobre la significación precisa de este vaticinio, y en particular de la palabra almáh, que en el texto hebreo corresponde a la palabra latina virgo. Según los neocríticos y otros comentaristas, no indicaría en este lugar una virgen en el sentido estricto. Cierto que el hebreo posee una expresión más característica, bethulah, para indicar la idea de virginidad en una doncella; pero no lo es menos que en el pasaje de Isaías que estamos estudiando el sustantivo almáh, que tiene precisamente este mismo sentido. Ciento cincuenta años, por lo menos, antes de nuestra Era, los traductores judíos a quienes se da el nombre de los Setenta la expresaron por la palabra griega παρθένoς (parzénos), que equivale a bethuláh, de donde se sigue que interpretaban ya este vaticinio lo mismo que San Mateo. Además, como notó San Jerónimo, en todos los pasajes de la Biblia en que se emplea esta palabra está aplicada siempre a mujeres jóvenes, en quienes era de presumir la virginidad. Isaías mismo, en otro lugar de su profecía[13], señala dos estados en los que la mujer no puede tener hijos: la juventud virginal, que designa con la palabra alumim, muy cerca de almáh, y el de la viudez. Importa advertir también que en el oráculo citado por San Mateo no anuncia el profeta que una doncella actualmente virgen se casará más tarde y tendrá un hijo, pues nada habría en esto de extraordinario, ni ello constituiría para el rey Acaz, a quien se dirigía entonces Isaías, la gran señal que Dios quería dar a aquel príncipe incrédulo. La traducción literal sería: «He aquí la almáh concibiendo y pariendo un hijo»; lo cual significaría que lo concebirá y parirá permaneciendo, sin embargo, virgen. También el artículo tiene su importancia en este texto. El profeta señala como con el dedo, en un porvenir cuyo término no indica, a la Virgen por excelencia que realizará su predicción, sin hacer alusión alguna a un hombre que hubiera de ser padre del niño. Todo esto es significativo y no permite dar un sentido típico al oráculo. No se puede aplicar más que a María y a su hijo, el divino «Emmanuel», que, si bien directamente no ha llevado este nombre, ha realizado toda su significación, puesto que es a la letra «Dios con nosotros»[14].
Perdónensenos estos áridos detalles, que nos han parecido necesarios para colocar en su verdadera luz este magnífico oráculo del más grande de los profetas de Israel, del que San Mateo no podía dar una explicación más exacta, y volvamos ahora a la narración evangélica. En adelante ya podía San José estar tranquilo y tomar por mujer a su prometida: no tenía ella mancha alguna, y el hijo que de ella iba a nacer era la santidad misma. Modelo admirable de obediencia y de fe, en circunstancias sumamente delicadas y difíciles, se sometió José sin la menor vacilación. Se convino entonces con María para apresurar la celebración de sus castísimas bodas. En el día fijado, a la hora del anochecer, fuese acompañado de sus amigos a buscarla a la casa de sus padres, para conducirla, en medio de procesional cortejo, vestida con sus más bellas galas, coronada de mirto y rodeada a su vez de sus mejores amigas, a su propia morada, a la luz de lámparas y antorchas, al son alegre de flautas y tamboriles. Según ya dijimos, esta introducción solemne de la prometida en el nuevo hogar, del que iba a ser reina y ornamento, era la ceremonia principal y oficial del matrimonio entre los israelitas. Sin embargo, como María y José eran pobres, todo se hizo sencilla y modestamente. En cambio, Dios, que había bendecido la unión de Abraham y Sara, de Isaac y Rebeca, de Jacob con Lia y Raquel, del joven Tobías con la otra Sara, fue invocado con sentimientos de ardentísimo fervor por estos nuevos esposos, que aportaban al común hogar todo un tesoro de virtudes y méritos, y a quienes muy pronto iba a ser confiado el Verbo encarnado.
¿Por qué el Señor prefirió para Madre del Mesías a una joven desposada, a una mujer ya ligada con promesa de matrimonio? Era preciso que la Virgen escogida por Dios tuviese en este mundo una ayuda y sostén que cuidase de ella y de su hijo. Convenía que la joven madre tuviese a su lado un protector durante los días del nacimiento del Mesías, que habían de ser días de prueba, de pobreza y hasta de fuga a un país lejano. Convenía también que el niño encontrase cerca de su cuna alguien que, en nombre de su único Padre del cielo, le hiciese las veces de padre terrestre, cuidando de él, trabajando para alimentarle e iniciándole después en aquella vida laboriosa que durante largos años había de practicar. Era, pues, el matrimonio el velo bajo el cual se iba a cumplir el misterio. En esta unión virginal y, sin embargo, muy real se dieron los dos esposos verdaderamente uno a otro; pero como se darían joyas ya consagradas a Dios, que se depositasen en manos seguras, para guardarlas con soberano respeto.
San Mateo termina la relación de aquel celestial enlace con una reflexión que no sorprenderá a ninguna alma creyente: «José —dice, empleando el lenguaje usado entre su pueblo— no conoció a María hasta que parió su hijo primogénito.» Pero no sólo hasta aquel momento, sino también durante todo el tiempo que duró su santo matrimonio, vivieron juntos en la más perfecta castidad.
Las palabras de la prometida de José al ángel Gabriel: «yo no conozco varón», ¿no están proclamando en ella, como ya se ha dicho antes, una resolución inquebrantable, aprobada por José y hecha de común acuerdo? Con mayor razón María, después de haber cooperado con el Espíritu Santo a la generación del Mesías-Dios, no hubiera consentido jamás en tener otros hijos, engendrados como los demás hombres. Hubiera habido en ello una grandísima inconveniencia, que el casto José comprendía tan bien como su virginal esposa. La posteridad directa de David se extingue, pues, en José; pero encuentra en Jesús su magnífico coronamiento.
III. NACE JESÚS EN BELÉN, Y ES ADORADO POR LOS PASTORES
Episodio no menos admirable que el de la anunciación. San Lucas lo expone también con sencillez encantadora, que contrasta con la grandiosidad de los hechos y, en otro sentido, con las elucubraciones, por lo común mentirosas y hasta ridículas, de los Evangelios apócrifos.
Comienza