Entretanto daba el maestro de ceremonias la señal esperada. El oficial derramaba entonces sobre las brasas del altar el incienso que había puesto en sus manos uno de sus asistentes; en seguida adoraba profundamente, dejaba el interior del santuario e iba a colocarse en la grada superior de la escalinata por la cual se descendía desde el vestíbulo hasta el atrio de los sacerdotes. Todos sus colegas que estaban de servicio aquel día se agrupaban alrededor de él. Entonces era cuando otro ministro sagrado, igualmente designado por la suerte, colocaba sobre el altar de los holocaustos uno a uno los miembros sangrantes del cordero inmolado. Ruidosa y alegremente resonaban las trompetas sacerdotales, y los levitas entonaban el Salmo del día, acompañados de los instrumentos de música. Tales eran los principales ritos del sacrificio perpetuo, destinado a mantener exteriormente relaciones incesantes entre la nación teocrática y el Señor su Dios.
Pasemos con el evangelista San Lucas a pormenores más concretos. El sacerdote que aquel día cumplía en el santuario oficio tan augusto se llamaba Zacarías. Pertenecía a la «clase» llamada de Abías[6], en memoria de su primer jefe. Era la octava de las veinticuatro clases sacerdotales que David había instituido en otro tiempo para regularizar el servicio del culto y mejor repartir las múltiples funciones[7]. Se había ordenado que estas clases turnasen por semana en el recinto del Templo, de sábado a sábado; lo que no resultaba ciertamente oneroso, ya que a cada una correspondían poco más de quince días de servicio al año. Pero en la época de las grandes fiestas religiosas las necesidades del culto divino reclamaban la presencia de casi todos los sacerdotes.
Zacarías estaba casado desde hacía largos años con Isabel, que, como él, pertenecía a la raza sacerdotal, pues era «de entre las hijas de Aarón»[8]. Ser hija y esposa de sacerdote era considerado entre los judíos como doble honor; y así, no sin intención, señala el evangelista este detalle. El futuro precursor tendrá, por consiguiente, tanto por su padre como por su madre, el privilegio de pertenecer a la familia de Aarón, que era entonces la más noble de Israel después de la de David, de la que debía nacer el Mesías. Isabel era, además, aunque no sabemos en qué grado, pariente de la Santísima Virgen[9].
Tanto ella como su esposo poseían una nobleza muy superior a la de la sangre y posición social: la nobleza de una sincera y sólida virtud. «ambos eran justos en la presencia de Dios», que lee en lo más profundo de los corazones y de las conciencias, y caminaban irreprensiblemente en todos los mandamientos y preceptos del Señor»[10]. Difícil hubiera sido a San Lucas hallar fórmula más feliz, más teocrática, para decir que los dos santos esposos pertenecían a la categoría de almas escogidas cuya vida piadosa, pura, desasida, caritativa, atraía los favores del cielo sobre toda la nación.
Sin embargo, aunque la mirada del Altísimo se posaba complacida sobre ellos, su unión no había recibido esa bendición especial que los poetas hebreos han cantado en términos tan expresivos:
Él (el Señor) da a la estéril morada en la casa
Donde habite en medio de sus hijos...
Son los hijos heredad del Señor,
Un galardón el fruto de un seno fecundo.
Como saetas en mano del guerrero,
Así los hijos de la juventud.
Dichoso el hombre que ha llenado su aljaba...[11].
Faltaba esta dulce alegría en el hogar de Zacarías e Isabel, que por ello estaban sumidos en dolorosa tristeza. En todo el Oriente bíblico, y muy especialmente entre los judíos[12], la esterilidad era considerada como humillación, y aun a veces como signo de disfavor del cielo. Desesperanzados por lo pasado, el venerable sacerdote y su mujer no podían ya confiar en lo por venir, dado que «ambos eran avanzados en edad», y sería menester un milagro para darles un hijo. Pero he aquí que Dios va a realizar este milagro, en tales condiciones que manifestarán tanto su bondad como su poder, y de manera que venga la bendición sobre toda la nación teocrática y después sobre el mundo entero, al mismo tiempo que sobre una familia privilegiada de Israel.
Hemos dejado a Zacarías sólo en el interior del Santo. Vestido con su túnica blanca, de lino, que le cubría por completo, y cuyos pliegues recogía un cinturón de abigarrados colores, cubierta la cabeza según el uso, desnudos los pies por respeto a la santidad del lugar, estaba aún de pie, no lejos del velo grueso y ricamente bordado que separaba el Santo del Sancta Sanctorum, frente al altar de oro sobre el que acababa de derramar el precioso incienso[13]. A su derecha —a la izquierda del altar, en dirección del Norte— estaba la mesa de los panes de la proposición; a su izquierda —a la derecha del altar, mirando al Sur—, el candelero de oro de siete brazos. Iba a posternarse y dejar el santuario cuando un espectáculo maravilloso le detuvo. «Se le apareció un ángel del Señor, que estaba al lado derecho del altar de los perfumes»; por consiguiente, entre este altar y el candelero de oro. No fue difícil a Zacarías comprender que estaba en presencia de un espíritu celestial, pues ningún mortal podía entonces estar en el santuario, y desde el tiempo de Abraham habían representado los ángeles un papel tan frecuente y tan importante en la historia israelita que su intervención, siempre extraordinaria, nada tenía de increíble para un judío piadoso, y menos aún para un sacerdote santo. Sin embargo, ante esta aparición sobrenatural tan repentina, Zacarías fue sobrecogido de gran turbación, que otros, antes y después de él, han sentido en circunstancias semejantes[14].
El ángel le tranquilizó con una palabra: «No temas, Zacarías»; le entregó después el divino mensaje, que consistía en una magnífica promesa, desarrollada en triple gradación: Dios te va a dar un hijo; este hijo estará dotado de cualidades eminentes; será el precursor del Mesías. «No temas, Zacarías, porque ha sido escuchada tu oración; y tu mujer Isabel te parirá un hijo a quien llamarás Juan. Y será para ti causa de gozo y regocijo, y muchos con su nacimiento se alegrarán, porque será grande delante del Señor. No beberá vino ni cosa que pueda embriagar, y será lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre. Convertirá a muchos de los hijos de Israel al Señor su Dios, y caminará delante de Él con el espíritu y la virtud de Elías para convertir los corazones de los padres a los hijos y los incrédulos a la prudencia de los justos para preparar al Señor un pueblo perfecto.»
Sigamos paso a paso este lenguaje tan preciso y digno de Dios y de su plan mesiánico. «Tu oración ha sido escuchada.» La oración a que alude el ángel era la que Zacarías había hecho subir hacia el Señor con el humo y el perfume del incienso. Parecería a primera vista, y este es el sentir de bastantes comentadores, que la oración había tenido por objeto principal el nacimiento de un hijo, por tanto tiempo deseado. Pero ¿no contradice luego Zacarías mismo esta interpretación oponiendo a la promesa del ángel la imposibilidad natural de que semejante petición se realizase? Es, pues, verosímil que se tratase de una gracia de orden más general y elevado, de una gracia que con toda su alma hubiese pedido en nombre de su pueblo, a quien entonces representaba ante el altar de oro; de aquella gracia que tan admirablemente expresó el profeta Isaías en términos tan ardientes como poéticos:
¡Cielos, enviad vuestro rocío de lo alto,
Y que las nubes lluevan al justo!
Ábrase la tierra y germine al Salvador,
Y, juntamente con él, nazca la justicia![15].
Las primeras palabras del ángel significan, por consiguiente: Bien pronto aparecerá el Mesías. Las siguientes, «Tu mujer te parirá un hijo», establecen una relación estrecha entre aquel feliz acontecimiento y el niño cuyo nacimiento se promete a Zacarías, de modo que ambos deseos se cumplirán a la vez.
Cosas admirables se anuncian respecto de este hijo de bendición. Sus padres deberán darle el significativo nombre de Juan: «Yahvé es propicio»[16], cuyo sentido