Como el Magnificat, el salmo de Zacarías contiene todo un resumen del Evangelio. Como María, resume el padre de Juan los pensamientos más salientes del Antiguo Testamento relativos al Cristo. Ni una palabra hay en estos cánticos que no se haya realizado. La Iglesia les ha dado cabida en su liturgia cotidiana, lo mismo que al Gloria in excelsis de los ángeles y al Nunc dimittis de Simeón. Y en verdad que no son menos cristianos que israelitas.
Las maravillas visiblemente divinas que acompañaron al nacimiento y circuncisión de Juan Bautista produjeron vivísima impresión, no sólo en los que fueron testigos inmediatos de ellas, sino también en toda la comarca según se iban divulgando. Era tema obligado de reiteradas conversaciones. «¿Quién pensáis que será este niño?», se preguntaban maravillados. Razón tenían de poner en él grandes esperanzas, de creerle llamado a altos destinos, pues manifiesto era, añade el evangelista, que «la mano del Señor —es decir, su protección poderosa— estaba con él».
A esta reflexión añade San Lucas otra no menos importante sobre el desarrollo físico y moral del hijo de Zacarías e Isabel, y sobre el modo como se preparó a cumplir su oficio de precursor: «Crecía[8] y se fortalecía en espíritu[9], y habitaba en los desiertos hasta el día de su manifestación a Israel.» Este último rasgo nos transporta a la adolescencia y juventud de Juan. Pronto dejó su familia y se retiró a la soledad para hacer, lejos de los hombres y en compañía de Dios únicamente, vida de silencio, de mortificación y de oración. Cualquiera que fuese el lugar de residencia de Zacarías en el macizo montañoso del Sur de Palestina, no era necesario ir muy lejos para encontrar lugares agrestes e inhabitados, pues todo el distrito del Este se halla ocupado por el famoso desierto de Judá, donde precisamente hallaremos a Juan Bautista al principio de su ministerio.
II. MATRIMONIO DE MARÍA Y JOSÉ
Otra narración de cosas maravillosas, expuesta esta vez por San Mateo con sencillez inimitable.
Cuando, después de la Anunciación, dejó María Nazaret para ir a visitar a su prima —según nos lo ha dicho San Lucas y lo advierte también aquí el autor del primer Evangelio— no era más que prometida de José. Los esponsales habían sido contraídos conforme a los ritos acostumbrados. Reunidos en casa de los padres de María y rodeados de invitados escogidos entre los amigos y vecinos de ambas familias, que debían servir de testigos, habían cambiado sus promesas los futuros esposos. «He aquí que tú eres mi prometida», había dicho José a María, deslizando en su mano una pieza de moneda a guisa de arras. Y a su vez había dicho la doncella: «He aquí que tú eres mi prometido.» Con frecuencia se hacía también el compromiso por escrito. Solía estipularse como señal o prenda una suma de dinero, que quedaría como propiedad de la novia en caso de que el novio rehusase después cumplir su promesa. Otra suma, designada en hebreo con el nombre de mohar (precio de compra), era estipulada de antemano entre el joven y su futuro suegro, conforme al uso oriental que aún se conserva entre los árabes, para la adquisición de la novia y compensación de servicios que ella prestaba en su familia. Pero el mohar no constituía deuda hasta el momento del matrimonio, y éste no solía celebrarse sino unos meses más tarde, a veces un año entero, después de los esponsales.
Importa añadir para mejor entender la narración que, según la legislación judía, los esponsales unían a los prometidos con un lazo mucho más estrecho que entre nosotros. El compromiso que de este acto dimanaba era casi tan estricto y obligatorio como el matrimonio mismo; de tal manera que para romperlo se necesitaba, de ordinario, un juicio oficial, análogo al que se exigía para pronunciar el divorcio. A los novios se les daba ya por anticipado el nombre de marido y mujer, como lo hace San Mateo en el relato que estamos estudiando[10]. Tan poco difería su situación jurídica de la de los casados, que si una joven en tal situación se dejaba seducir, era condenada por la ley mosaica con tanta severidad como la esposa infiel[11].
Tres meses habían transcurrido desde la Encarnación del Verbo y la próxima maternidad de María no tardó en manifestarse por señales exteriores. El evangelista, al anunciar a sus lectores este hecho, como si no pudiese tolerar que, ni por un momento, se formase en su espíritu sospecha desfavorable para la castísima Virgen, recuerda solícito que ésta había «concebido del Espíritu Santo», conforme al mensaje del Arcángel Gabriel. Pero José ignoraba aún tal misterio; así que, cuando se dio cuenta del estado de su prometida, se encontró en la más perpleja y dolorosa situación. Era verdaderamente «hombre justo», como hace notar el escritor sagrado, es decir, riguroso observador de la ley divina, que era de continuo su norma de conducta. Ahora bien: ¿podía un justo tomar por mujer a una joven que, según las apariencias, debía de ser gravemente culpable? ¿Tenía él, además, derecho de introducir en la familia de David, de la que era el principal representante, un hijo ilegítimo? El evangelista nos permite echar una discreta y compasiva mirada sobre las angustias íntimas de José, sobre el terrible conflicto en que se hallaba el alma de este hombre probo y delicado antes de resolverse a tomar un partido definitivo. ¡Qué vaivén de amargas reflexiones y de proyectos sobre la conducta que debía seguir! Conocía él mejor que nadie a María, sus virtudes, la pureza de su alma y de su vida; mas los hechos parecían hablar abiertamente contra ella. Si por caso había sido víctima de un ultraje, ¿por qué no se lo había advertido?
Ciertamente el silencio de la Santísima Virgen ante su prometido en trance tan grave parece a primera vista difícil de explicar. Con una sola palabra hubiera podido, tal vez, ahorrar a su prometido y ahorrarse a sí misma tan duros sufrimientos. Pero su secreto era secreto del mismo Dios, y creyó no deber revelarlo sin estar para ello autorizada. Allá en el fondo del alma le decía su fe que el Espíritu divino, que poco antes había dado a conocer milagrosamente a la madre de Juan Bautista el misterio de la Encarnación, advertiría igualmente a José en sazón oportuna. Además, su pudor virginal se resistía a revelar un hecho que le era imposible demostrar.
Entretanto, después de haber pensado bien el pro y el contra, sin quejarse ni prorrumpir en violentos reproches, tomó José una determinación que honra a su espíritu de justicia, al mismo tiempo que ponía a salvo su dignidad. Dos modos había para él de romper las relaciones con su prometida: uno riguroso, otro más suave. Podía citarla ante los tribunales para obtener la ruptura legal de su unión y un documento oficial que lo acreditase; mas para esto hubiera sido preciso divulgar la falta aparente de aquélla a quien había amado y estimado, y cubrirla de vergüenza ante toda la ciudad. Podía también repudiarla sin ningún procedimiento oficial, romper secretamente con ella; de este modo haría cuanto estaba en su poder para no difamarla y dejaría lo restante en manos de Dios.
¿Cuánto duró esta desagarradora perplejidad? No es fácil saberlo. Pero he aquí que la Providencia va a encargarse de soltar el trágico nudo que ella misma había formado. Un ángel —por ventura el mismo Gabriel, según hipótesis no improbable— se apareció en sueños al prometido de María y le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella ha nacido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él ha de salvar a su pueblo de sus pecados.» Estas pocas palabras contenían todo lo necesario para tranquilizarle. Al añadir el título de «Hijo de David» a la mención familiar y amistosa de su nombre, el espíritu celestial indicaba ya a José que su mensaje no sólo le interesaba a él personalmente, sino también a los destinos de su ilustre familia. María no había cesado de ser Virgen castísima. Su prometido debía, pues, desechar de su pensamiento todo temor, toda inquietud respecto a su pacto y contraer lo antes posible el matrimonio que mutuamente se habían prometido. El lenguaje del ángel