[25] Prov 8, 22-31.
[26] Sab 7 y 8.
[27] Ecli 24, 1-47.
[28] Is 4, 3; 29, 17-24; Mi 2, 12-13, etc.
[29] Is 53, 2.
[30] Os 3, 4-5; Am 9, 10-15, etc.
[31] Dn 2, 31-45; 7, 1-27. Los libros de los profetas Na y Hab están enteramente consagrados a esta idea.
[32] Mi 5, 2.
[33] Is 7, 14.
[34] Mal 3, 1.
[35] Is 53, 9.
[36] Zac 11, 12-13.
[37] Dn 9, 20-27.
[38] BOSSUET, Discours sur l’histoire universelle, segunda parte, cap. 4.
[39] Is 40, 3-4; Mal 3, 7; 4, 5-6; Os 11, 1; Ag 11, 7-10; Zac 6, 12-13; Dn 7,13; Zac 9, 9; Is 35, 5; 42, 1-3; Zac 12, 9-14; 13, 7; Jn 2, 1; Mt 12, 40; 16, 4; Mal 1, 10-11; Joel 2, 28-29; Is 2, 1-4, etc.; 6, 8-10; 61, 1-3; Lc 4, 18-19; Joel 2, 30-34.
[40] SAN JERÓNIMO, Praef. ad Paul., et Eustoch., en su comentario de Isaías; SAN AGUSTÍN, De civit. Dei, 18, 29. 1.
[41] Se da este nombre a los capítulos 7-12, en los que Emmanuel, el hijo de la Virgen, desempeña función principalísima.
[42] Is 9, 6.
[43] Caps. 40-66.
[44] Is 52, 13; 53, 12. Verdadero «pasionario de oro», citado muchas veces por los evangelistas y apóstoles para mostrar que Jesús cumplió todos sus detalles. Cfr. Mt 18, 7; 26, 63; Mc 9, 11; 15, 28; Lc 4, 17-21; 22, 37; 23, 34; Jn 12, 38; Act 8, 23; Rom 10, 16; 1 Cor 15, 3; 1 Pe 2, 22-24, etc.
[45] Jer 31, 22.
[46] Ez 40-48.
[47] Siguiendo al apóstol de los Gentiles (1 Cor 10, 1-11), los Santos Padres han visto, y con razón, en muchos incidentes y personajes de la historia judía, en los sacrificios y ceremonias del culto, etc., figuras proféticas de la vida y atributos del Mesías. No creemos necesario entrar aquí en estos pormenores, pues, a pesar del grande interés que presentan, no se podría decir que tienen —aparte de algunos, como el episodio de Jonás y del cordero pascual— fuerza probativa comparable a la de los oráculos mesiánicos propiamente dichos.
CAPÍTULO III
LAS DOS ANUNCIACIONES
I. EL ARCÁNGEL SAN GABRIEL ANUNCIA A ZACARÍAS EL NACIMIENTO DE UN HIJO, QUE SERÁ EL PRECURSOR DEL MESÍAS
La historia evangélica comienza en Jerusalén, capital de la teocracia judía, en el interior del Templo, es decir, en el palacio mismo del Dios de Israel, y durante una de las ceremonias más solemnes del culto sagrado. Ningún teatro del mundo podría ser más a propósito para esta gloriosa apertura que por manera tan íntima une el gran drama de la Antigua Alianza con el drama mucho mayor aún de la Nueva Alianza.
En la hora del sacrificio llamado «perpetuo», porque diariamente se ofrecía dos veces, en nombre del pueblo: por la mañana, a la hora de tercia, y por la tarde, a la hora de nona. No es posible decir con certeza si el espisodio que cuenta San Lucas tuvo lugar por la mañana o por la tarde, pues nada de esto indica su narración; más probable parece que acaeciese en la mañana, pues en esta ocasión revestía el sacrificio perpetuo mayor grandiosidad[1]. Desde la aurora, cuya aparición anunciaba oficialmente un sacerdote subido en el pináculo más elevado del sagrado edificio, reinaba en el atrio superior del Templo viva animación para hacer los preparativos de aquel rito. Los sacerdotes que estaban de servicio aquel día, en número de unos cincuenta, se reunían en la sala llamada Gazzith, y allí, para evitar competencias y elecciones arbitrarias, la suerte decidía cuál había de ser la función de cada uno. El Talmud nos proporciona interesantes pormenores sobre esta distribución de los oficios. El maestro de ceremonias, después que sus colegas se habían puesto en círculo alrededor de él, fijaba un número; por ejemplo, doce, veinticinco o treinta y dos. Levantaba después al azar la tiara de uno de los sacerdotes, con lo cual indicaba por dónde tenía que comenzar su sencillo cálculo, y siguiendo el círculo iba contando hasta llegar a la cifra fijada de antemano. El sacerdote a quien correspondía dicha cifra quedaba designado para la ceremonia en cuestión.
El sacrificio de la mañana y el de la tarde se componía de dos partes distintas. Una, la más material, consistía en inmolar una víctima, un cordero, y colocar uno por uno sus diversos miembros sobre el altar de los holocaustos, cuyo brasero había sido cuidadosamente limpiado de sus cenizas y provisto de nuevo combustible[2]. La otra parte, más mística, se denominaba la incensación, y tenía lugar en el interior del Santo, sobre el altar de oro, que no servía más que para este rito simbólico, el de más honor que los simples sacerdotes podían cumplir, y por lo mismo el más apetecido. Así, para satisfacer mayor número de piadosos deseos, se había establecido que esta función no fuese ejercida por cada sacerdote más que una sola vez en toda su vida. No se admitía excepción sino en el caso rarísimo[3] de que todos los sacerdotes presentes hubiesen tenido ya el honor de quemar el incienso en el altar de los perfumes.
El oficiante a quien tocaba dicho oficio era acompañado por dos asistentes, que él mismo elegía. Uno de ellos llevaba un recipiente de oro lleno de precioso incienso, cuya composición Dios mismo indicó a Moisés[4]; el otro iba provisto igualmente de un vaso de oro, con brasas ardientes tomadas del altar de los holocaustos. En el momento en que dejaban el atrio de los sacerdotes para entrar en el santuario propiamente dicho, golpeaban un instrumento sonoro, llamado magrephah, y a esta señal todos los sacerdotes y levitas de servicio acudían a los puestos que les habían sido asignados; los fieles, siempre numerosos, a quienes atraía el sacrificio mañana y tarde, se prosternaban en silencio en el atrio reservado a los israelitas o en el de las mujeres. Era un momento de profunda y religiosa expectación. Mientras tanto, uno de los dos asistentes quitaba la ceniza y carbones apagados que hubiesen quedado en la mesa de oro del altar después de la última incensación; después adoraba la divina presencia y salía sin volver la espalda. El sacerdote oficiante, solo ya en el Salmo, esperaba, lleno de emoción, que otra señal le advirtiese en el momento preciso en que debía esparcir