Pero en el Espíritu Santo mismo encontrará un santificador mucho más poderoso que el ayuno y la penitencia. Este divino Espíritu tomará posesión de él aun antes de su nacimiento y le preparará para ser digno precursor del Mesías. Este futuro oficio de Juan está claramente designado por las palabras del ángel, tomadas casi íntegramente de dos vaticinios del profeta Malaquías: «He aquí que yo envío mi mensajero, y preparará el camino delante de mí. Y luego vendrá a su templo el Señor a quien buscáis y el ángel de la Alianza que esperáis[19]. He aquí que yo os envío el profeta Elías, antes que venga el día de Yavé, grande y terrible. Y convertirá el corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a sus padres»[20]. En virtud de la segunda de estas predicciones los contemporáneos del Salvador, como se colige de muchos pasajes de los Evangelios y del Tamud, esperaban ver salir al profeta Elías de su misterioso retiro para constituirse en heraldo y precursor del Mesías. Preguntado un día acerca de este particular por varios de sus apóstoles íntimos, establecerá Jesús entre su primero y segundo advenimiento una distinción que pondrá las cosas en su punto[21].
Revestido del espíritu y fuerza de Elías, conseguirá Juan reconstruir la unión moral, que en parte había desaparecido, entre los tiempos antiguos y los nuevos, entre los patriarcas y sus descendientes, muchos de los cuales habían degenerado de modo lamentable. De esta suerte preparará al Mesías un pueblo perfecto, digno de Él y de sus maravillosas bendiciones.
Adivínase cuáles serían la sorpresa y el gozo del venerable sacerdote al oír estas palabras, que abrían paso a todo Israel, y en particular para el hijo prometido, horizontes tan llenos de luz. ¡Qué dicha tan inesperada y próxima le auguraban! Mas, por una de estas súbitas reflexiones que a veces vienen a turbar las mejores esperanzas, preguntábase él si podía confiar realmente en el nacimiento de un hijo. ¿No se oponían a ello las mismas leyes de la naturaleza? Invadido por la duda, alegó al mensajero celestial que tanto él como Isabel eran de edad avanzada, y le pidió una señal que fuese fianza de la verdad de la promesa. Su demanda tuvo inmediata satisfacción. Le respondió el ángel: «Yo soy Gabriel, que estoy en la presencia de Dios, y he sido enviado para hablarte y traerte estas buenas nuevas». Tales eran, por decirlo así, sus cartas credenciales. Su nombre, por sí solo, decía ya mucho; hasta podía considerarse como prenda suficiente. Sabía, en efecto, Zacarías por los anales israelitas que Gabriel era uno de los espíritus celestiales de la jerarquía más elevada[22], y que varios siglos antes había sido elegido por Dios para anunciar al profeta Daniel la fecha del advenimiento del Redentor[23]. ¡Qué continuidad tan admirable en los planes divinos! Este mismo ángel será el que venga a proponer a la Virgen el ser madre del Mesías, por lo que justamente se ha llamado a Gabriel el ángel de la Encarnación.
El mensajero divino concedió al punto a Zacarías la señal deseada; pero esta señal era también un castigo: «He aquí que quedarás mudo, y no podrás hablar hasta el día en que sucedan estas cosas, porque no creíste en mi palabra, que se cumplirá a su tiempo.» Otros personajes del Antiguo Testamento, como Abraham, Gedeón, Ezequías, habían pedido una señal en circunstancias análogas, sin incurrir en castigo. ¿Por qué Zacarías es tratado con tanta severidad? El ángel, al demostrar que había leído hasta el fondo del alma del sacerdote, puesto que conocía el objeto de su oración íntima, se había acreditado por lo mismo como enviado de Dios. Había merecido, por consiguiente, ser creído por su palabra. Recayó, pues, el castigo no sobre la oración, sino sobre la duda de Zacarías.
Estaba insistentemente recomendado al ministro encargado del rito de la incensación no detenerse en el santuario. Como hubiese transcurrido algún tiempo más que el de costumbre desde la señal dada por el maestro de ceremonias, las miradas de los asistentes se dirigían, con extrañeza mezclada de inquietud, hacia la entrada del Santo, velado por rico cortinaje que lo separaba del vestíbulo. Por fin, se vio salir a Zacarías y aproximarse a la escalinata que conducía al atrio de los sacerdotes. Desde aquel sitio, de concierto con sus colegas agrupados alrededor de él, debía dar la bendición al pueblo, extendiendo los brazos y pronunciando la hermosa fórmula que se usaba desde los tiempos de Aarón[24]. Hizo un esfuerzo para hablar; pero ningún sonido distinto pudo salir de su boca, y todos comprendieron, por su mudez, por sus repetidos gestos, por la emoción que en su rostro se manifestaba, que acababa de ser testigo de algo extraordinario. Hasta se conjeturó, y no sin acierto, que había tenido una visión milagrosa: tan habituados estaban los judíos a las intervenciones divinas, especialmente en el interior del Templo, por la lectura de la historia nacional y sagrada.
Cuando la clase de Abías hubo acabado su semana de servicio, fue reemplazada por otra, y Zacarías volvió a su residencia[25], situada en las montañas de Judá, a cierta distancia de Jerusalén. No se hizo esperar largo tiempo el cumplimiento de la primera parte de la promesa, e Isabel comprendió que no tardaría en ser madre. Fácilmente se adivina su dicha; pero su alegría se mantuvo silenciosa al principio. Durante cinco meses —hasta que su preñez se hizo manifiesta y también, según lo da a entender el relato evangélico, hasta la visita de María— permaneció oculta en el interior de su casa: «He aquí —decía— lo que el Señor ha hecho conmigo en el tiempo en que me ha dirigido su mirada para librarme de mi afrenta entre los hombres.» Explícase esta vida de piadoso retiro, como ya lo hicieron notar Orígenes y San Ambrosio, por el natural sentimiento de pudor en una mujer que va a ser madre en edad avanzada[26]; pero también por el deseo de testimoniar a Dios en el recogimiento y la oración su ardiente gratitud. Desde ahora no sólo va a tener fin «el oprobio» de Isabel, sino que en la historia de la redención ella ocupará un puesto de honor que jamás le será quitado.
II. EL ARCÁNGEL SAN GABRIEL ANUNCIA A MARÍA SU ELECCIÓN PARA MADRE DEL MESÍAS
Episodio suavísimo, celestial, que sirve de base al majestuoso edificio de la fe cristiana. Si el nacimiento de Juan Bautista puede ser comparado, en cierto sentido, con el de Isaac y con el de varios otros personajes de la historia israelita, el de Nuestro Señor Jesucristo sólo tiene semejanza —¡y qué semejanza tan lejana!— con la creación de Adán. ¿No es Jesús, por lo demás, según la magnífica doctrina de San Pablo, un segundo Adán, aunque infinitamente superior al primero? Por eso, si el primer hombre salió inmediatamente de manos del Criador, que directamente le comunicó la vida, también el Mesías Hijo de Dios hará su entrada en este mundo de manera por extremo maravillosa. Era necesario, según el plan divino, que perteneciese a la raza de quienes venía a salvar; pero una conveniencia de orden superior exigía que el estrecho lazo que le iba a unir con los hombres no se formase según las leyes ordinarias de la naturaleza. La sabiduría increada resolverá este problema por un procedimiento digno de ella. Una mujer concebirá y dará a luz al Cristo sin dejar de ser Virgen. De esta suerte la cabeza de la nueva humanidad estará realmente unida por la carne y la sangre con los que venía a regenerar, y al mismo tiemo, aun por este lado, conservará sobre ellos superioridad inmensa, gracias a un privilegio único en la historia.
Tal es el tema general del magnífico relato que vamos a exponer bajo la dirección de San Lucas. Dos maneras hay de contar las cosas grandes. La primera consiste en elevarse cuanto sea posible a la altura y adoptar un estilo imponente y sublime. La segunda, que suele ser la mejor cuando se trata de los misterios divinos, se contenta con la exposición sencilla de los acontecimientos, dejando que ellos se hagan valer por sí mismos. El evangelista siguió aquí este segundo método. Nada más sencillo, ni más fresco, ni más virginal que su relato de la Encarnación del Verbo.
Han transcurrido ya manifiestamente las setenta «semanas» que el Arcángel San Gabriel había predicho en otro tiempo a Daniel[27]. Después de haber presagiado, durante el último período del Antiguo Testamento, y poco ha en Jerusalén, en el umbral ya del Nuevo, su importante misión de hoy, he aquí que Gabriel viene a ser de manera inmediata el mensajero de la redención. Así como los reyes de la