Puesto que en tales condiciones va a ser madre María, bien puede tranquilizarse. Sin vacilar puede aceptar la proposición del cielo. No se infringirá su voto y, como canta la Iglesia, ella reunirá en su frente las dos coronas más augustas: la de su virginidad maternal y la de su virginal pureza: Gaudia matris habens cum virginitatis honore.
No habiendo dudado un solo instante de la palabra del ángel, no le pide ninguna señal, ninguna garantía de su misión. Pero él, espontáneamente, va a darle una prueba irrecusable de su veracidad. Consistirá en el anuncio circunstanciado de otro nacimiento maravilloso, aunque de un orden muy diferente, que precederá al del Mesías: «He aquí que tu pariente Isabel también ha concebido un hijo en su vejez, y la que se llamaba estéril está ahora en el sexto mes, porque nada hay imposible para Dios.» ¡El Señor es todopoderoso! No podía el ángel acabar mejor su mensaje que por este principio indiscutible, al cual refiere, como a causa soberana, los dos nacimientos milagrosos.
La misión de Gabriel ha terminado. Ahora se calla en actitud de profundísimo respeto, espera la respuesta de María. La proposición que Dios se dignaba hacer a la Virgen de Nazaret por medio de un mensajero no era una orden que se imponía de un modo absoluto. Ni aun para oficio tan elevado quería el Altísimo forzar la voluntad de su criatura. Por esto espera el ángel. ¡Qué momento tan solemne! El mundo no lo había conocido semejante desde su creación. «¡Oh bienaventurada María —exclama San Agustín[41]—, el universo entero, cautivo (del demonio), espera tu consentimiento! ¡Oh Virgen, no tardes en darlo; apresúrate a responder al mensajero (del cielo)!»
Tranquilizada ya, María da su pleno asentimiento en términos tan sencillos como sublimes: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.» Lenguaje de fe y de obediencia que se ofrece a todos los sacrificios, lenguaje de incondicional adhesión. ¿No es oficio del esclavo cumplir en todo la voluntad del señor? ¿Y no es aquí el Señor Dios mismo en persona? María, pues, se ofrece toda entera y con toda su alma para cooperar a la grandiosa obra del Creador. Parece probable que previese desde entonces sus dolorosos sufrimientos, especialmente las sospechas que sobre ella iban a recaer, y desde luego de parte de su prometido, sin poder defenderse más que con protestas a las que difícilmente se daría crédito. Pero su aceptación fue ilimitada; lo dejó todo en manos de la Providencia, pronunciando su generoso Fiat.
«Y partióse de ella el ángel.» Con esta sobria conclusión termina el relato de una escena deliciosa, capital para la salvación de la humanidad; relato de «casta hermosura», en el que con justicia se han alabado cualidades de todo género. No es dudoso —y tal es, siguiendo a los Padres, el sentir general de los teólogos católicos— que el adorable misterio de la Encarnación se cumplió inmediatamente después de la partida del ángel. Verbum caro factum est et habitavit in nobis. Misterio de amor sin límites y de inefable anonadamiento, de profunda sabiduría y de poder infinito, que confunde el orgullo de los judíos y la sensualidad de los gentiles, pero que es la admiración de los espíritus bienaventurados y que está clamándonos a cada uno de nosotros: Sic nos amantem quis non redamaret? (¿Quién no amará al que así nos ama?). En cuanto a la hermosura y grandeza del carácter de María, exceden a todo elogio. ¿No está, en verdad, la madre de Cristo a la altura de su dignidad incomparable, por lo menos en cuanto ello es compatible con la naturaleza creada? «¡Qué tipo tan ideal de pureza, de humildad, de candor, de fe sencilla y fuerte!» Sobre el viejo tronco del judaísmo aparece como la flor en el árbol, para anunciar la estación de la madurez y el fruto divino que será producido por esta flor. Pero pronto —¡con cuánta alegría!— volveremos a hablar de esta alma celestial.
III. LA VISITACIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN
Este nuevo cuadro, perfectamente esbozado por San Lucas con unos cuantos rasgos de su pluma, forma un delicado trazo de unión entre las dos anunciaciones y las dos natividades milagrosas. Las dos privilegiadas mujeres que pronto van a ser madres en virtud de especialísima intervención divina, nos son presentadas en una entrevista íntima, en una encantadora escena de familia.
Emprende María un viaje largo y penoso[42], no porque dudase de la veracidad del ángel, ni por satisfacer una vana curiosidad, y menos todavía para dar a conocer a su pariente el insigne favor que ella había recibido de Dios. En las últimas palabras de Gabriel, «sabe que tu pariente Isabel también ha concebido un hijo en su vejez...», veía la fiel y humilde esclava del Señor, si no una orden expresa, por lo menos una insinuación, una invitación que no podía dejar de tener en cuenta. «Levantándose, pues[43], en aquellos días[44] se encaminó apresuradamente a la montaña, a una ciudad de Judá.»
Ninguna duda puede caber acerca de esta región hacia la que se dirigió la Madre de Dios con santo apresuramiento. No es otra que el macizo de los montes de Judá, que en otro lugar hemos descrito. Sin embargo, el evangelista no juzgó conveniente darnos indicación más precisa de la localidad que servía entonces de habitual residencia a Zacarías e Isabel. Ello nos obliga a atenernos a simples conjeturas respecto de este punto. Naturalmente se ha pensado en seguida en una de aquellas ciudades de este distrito que en otro tiempo estaban asignadas a los sacerdotes y a los levitas como lugares de residencia[45]: en particular en Hebrón, la más importante de ellas, situada al Sur y a 32 kilómetros de Jerusalén, o también en Iutta, pequeña aldea que estaba aún más al Sur y cuyo nombre se ha conservado hasta nuestros días. Una tradición que se remonta más allá de las Cruzadas está en favor de la actual población de Ain-Karim, la antigua Carem, verdadero oasis de verdura en el fondo de una cañada que se abre en el árido macizo, a unos seis kilómetros al Oeste de Jerusalén, a vuelo de pájaro.
No duró menos de tres o cuatro días[46] el viaje emprendido por María en tan generoso celo. Hízolo a pie, o tal vez caballera en una pollina, que era en tiempos antiguos, y lo es todavía hoy, la montura popular de Palestina; quizá sola, pues entre los judíos de entonces gozaban las mujeres de libertad mucho mayor que en los otros pueblos de Oriente, o bien en compañía de una criada o, por ventura, en unión de algún grupo de galileos que fuese a Jerusalén. Ataviada con el tradicional y pintoresco vestido de su región —túnica azul y manto encarnado, o túnica encarnada con manto azul y un gran velo blanco que envolvía todo el cuerpo—, atravesó la llanura de Esdrelón y escaló las montañas de Samaria y una parte considerable de las de Judea antes de llegar a la casa de Zacarías.
Después de haber franqueado el umbral, «saludó a Isabel», dice el texto sagrado. No esperaba la gracia más que esta señal para obrar un doble milagro, que nos muestra a la Santísima Virgen en un aspecto tan caro a los católicos de todos los tiempos: el de mediadora de las bendiciones divinas. En cuanto Isabel oyó la voz de María, estremecióse su hijo en su seno, y ella misma quedó llena del Espíritu Santo, que le reveló al instante el favor incomparable de que la Virgen de Nazaret había sido objeto. Presa de vivísima emoción, que se siente vibrar todavía en su lenguaje rimado, entrecortado, que rápidamente pasa de una idea a otra, «exclamó con fuerte voz»[47]:
Bendita tú entre las mujeres,
Y bendito el fruto de tu vientre.
Y ¿de dónde a mí el que la madre de mi Señor venga a mí?
Porque apenas sonó en mis oídos la voz de tu salutación,
Saltó mi hijo de gozo en mi seno.
¡Bienaventurada quien ha creído!, porque le serán cumplidas
Las cosas que le fueron dichas de parte del Señor.
He aquí en verdad palabras de una madre a otra, de la madre del precursor a la madre del Mesías. Divinamente iluminada, conoció Isabel lo que