En cuanto a los rasgos particulares de la vida del Mesías, son abundantes en los escritos de los profetas de Israel. Nada hay de grande ni de glorioso que de Él no lo hayan dicho. «Uno ve Belén, la ciudad más pequeña de Judá, ilustrada por su nacimiento, y al mismo tiempo, remontándose más alto, ve otro nacimiento por el cual desde la eternidad sale del seno de su Padre[32]; otro ve la virginidad de su Madre[33]... Éste le ve entrar en su Templo[34]; el otro le ve glorioso en su sepulcro, donde había sido vencida la muerte[35]. Al publicar sus magnificencias no callan sus oprobios. Lo han visto vendido; han sabido el número y empleo de las treinta monedas de plata en que fue comprado[36]... Y para que nada faltase a estos vaticinios, han contado los años hasta su venida[37], y a menos de estar ciego no hay medio de desconocerlos»[38].
Fácil es completar esta enumeración de Bossuet. En los libros de los profetas mayores y menores hallamos alusiones, ya directas, ya tan sólo típicas, al precursor del Mesías, a la huida de la Sagrada Familia a Egipto, a la venida del Cristo al Templo de Jerusalén, a su dignidad sacerdotal, a su título de Hijo del Hombre, tantas veces empleado por Jesús; a su entrada triunfal en la Ciudad Santa, a sus milagros y delicada dulzura, a su pasión, a su resurrección, a la divina Eucaristía, a la efusión del Espíritu Santo, a la conversión de todos los pueblos, al endurecimiento de los judíos, al Cristo consolador y redentor, al gran juicio del fin de los tiempos que será presidido por el Mesías[39].
Entre la brillante pléyade de profetas ha adquirido renombre especial Isaías, desde el punto de vista mesiánico, pues ninguno de los otros ha cantado de modo tan sublime las alabanzas del Cristo ni ha descrito tan minuciosamente su persona y obras, las circunstancias, ya gloriosas, ya dolorosas, de su vida. Así los Santos Padres se complacen en considerarle como el evangelista del Antiguo Testamento[40]. A los rasgos particulares o generales que hemos tomado de la colección de sus vaticinios, justo es añadir, para ponerlos más de relieve, los que se refieren a la naturaleza divina del Mesías. Está afirmada en los términos más expresivos en el breve «libro de Emmanuel»[41], sobre todo en el conmovedor pasaje en que el profeta, después de haber anunciado que el Mesías nacería milagrosamente de una Virgen, exclama al contemplarle en la cuna: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado... y llamaráse su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre del siglo venidero, Príncipe de la paz»[42]. Más adelante, en la segunda parte de su regio escrito[43], del que se ha dicho que es un prefacio del Evangelio y como la aurora de su deslumbrante luz, traza maravillosamente el retrato del «Siervo de Yahvé», que no es otro que el Mesías. Si cuenta sus glorias en un estilo rebosante de santo entusiasmo, pinta también de antemano, en un cuadro incomparable[44] que recuerda al Salmo 21 (hebreo, 22), otro retrato que arranca lágrimas: el de «El varón de dolores», de Cristo hecho nuestro rescate y muerto en medio de sufrimientos indecibles para expiar los pecados de los hombres.
Con sus tristes lamentaciones mezcló Jeremías algunas notas vibrantes y alegres sobre el Mesías. La idea que más importa ahora recoger de él es la de la nueva alianza, mucho más perfecta que la primera y de duración eterna, que Dios pactará con su pueblo regenerado[45]: el Mesías será el medianero de esta alianza. Las descripciones que consagra Ezequiel, hacia el final de su libro[46], a la nueva teocracia, al nuevo templo de Jerusalén y al nuevo culto tampoco pueden convenir más que a los días del Cristo.
Aunque incompleto, este catálogo de profecías basta para mostrar hasta qué punto son ricos en tesoros mesiánicos los escritos del Antiguo Testamento. Por doquier aparece en ellos la dulce y majestuosa figura del Redentor. Penetró en toda su trama; invadió, por decirlo así, toda la historia de Israel, en espera de invadir un día la historia de todo el mundo.
Añadamos todavía unas palabras más. En estos múltiples vaticinios el progreso de la revelación se va delineando maravillosamente. El Espíritu Santo ha ido evocando paulatinamente, por grados, esta majestuosa figura, que se yergue ante nosotros tanto más viviente cuanto más se acerca «la plenitud de los tiempos», la época en que se han de cumplir los oráculos. Casi cada profeta añade un nuevo rasgo. Y cuando el último de ellos haya desaparecido estará perfecto el cuadro, y la imagen será de tal precisión, que bastará encontrarse con el personaje así representado para exclamar al momento: ¡Él es! He aquí el Cristo, cuya fisonomía llena y anima todo el Antiguo Testamento[47]. Veremos qué buen uso saben hacer los evangelistas de tan ricos tesoros y con qué exactitud aplican a Jesús los vaticinios que a Él se referían.
[1] Pensées, edic. Havet, p. 274.
[2] Gn 3, 15. Hemos traducido según el hebreo.
[3] Gn 9, 26; «¡Bendito sea Yahvé, Dios de Sem!».
[4] Gn 12, 2-3; 18, 18; 16-18.
[5] Act 3, 24-26; Gal 3, 16. Cfr. también Lc 1, 54-55, 72-73.
[6] Jn 8, 56.
[7] Gn 26, 3-4; 28-29.
[8] Gn 28, 13-14; 35, 11-14.
[9] Gn 49, 8-12.
[10] Nm 24, 17.
[11] Dt 18, 18-19.
[12] Jn 5, 45-57. Cfr. Act 3, 28 y 7, 37.
[13] 1 Sam 2, 19.
[14] En el texto hebreo: el «cuerno» de su Cristo.
[15] BOSSUET, Discours sur l’histoire universelle, segunda parte, cap. 4.º
[16] 2 Sam 7, 1-17. Este oráculo, uno de los más importantes del A. T., fue desarrollado más tarde en términos grandiosos en el Sal 88, hb. 89, 1-38.
[17] Sal 2, 7; 44, 7 y 109, 3.
[18] Sal 2, 44, 88, 109, etc.
[19] Sal 109, 4.
[20] Sal 39, 6-9. Cfr. Hb 10, 5, 10.
[21] Diversos rasgos característicos de la Pasión aparecen también en otros Salmos, como nos lo enseñan los evangelistas. Cfr. Sal 40, 10 (Jn 13, 18 y 17, 12; Act 1, 16); Sal 68, 22 (Mt 27, 43), etc.
[22] Sal 15, 10. Cfr. Act 2, 25-32; 13, 35-37.