Una estrella sale de Jacob,
Un cetro se levanta de Israel.
Se reitera, en suma, la profecía de Jacob: el Mesías futuro es repre- sentado una vez más bajo los rasgos de un rey victorioso[10], figurado por el cetro y por la estrella.
Después de haberse individualizado poco a poco, la promesa divina va a dar con Moisés un paso más en la misma dirección. El gran legislador de Israel, que recogió, para transmitir a los siglos venideros, los vaticinios que acabamos de apuntar, recibió también él uno, y no de los menores, de boca del Señor. «Yo les suscitaré —le dijo Dios[11]— un profeta de en medio de sus hermanos semejante a ti: y pondré mis palabras en sus labios, y les hablará todo lo que yo le mandare. Y si alguno desoyere las palabras que hablará en mi nombre, yo le pediré cuenta de ello.» De donde se sigue que el Cristo debía cumplir, como Mesías, las funciones de un legislador, de mediador y de profeta. «De mí escribió Moisés», dirá un día Nuestro Señor, aludiendo a este grande vaticinio[12].
II. Hacia el final del revuelto período de los Jueces, leemos en el cántico de Ana, madre de Samuel —ese poema tan dulce y enérgico a la vez, en el que María, madre de Jesús, halló algunas ideas para su Magnificat, cántico más suave todavía—, una vibrante nota mesiánica[13]:
El Señor juzgará los términos de la tierra,
Y dará el imperio a su rey,
Y ensalzará el poder de su Cristo[14].
Esta idea de la realeza del Mesías, que hemos visto apuntar varias veces, no se detendrá ya en su camino —a no ser, en cierta medida, durante los dolorosos y abatidos tiempos de la cautividad de Babilonia—; antes bien, hará rápidos progresos. En primer lugar, durante el reinado de David. Raros y aislados los rayos de la idea mesiánica durante largos siglos —aunque suficientes para iluminar y caldear períodos enteros—, se multiplican de repente y adquieren incomparable claridad a partir de este príncipe, que «contempló de lejos al Mesías y lo cantó con magnificencia que nunca será igualada»[15].
Volvamos al Mesías Rey. Cuando David, hacia el fin de su vida, concibió el proyecto de construir un Templo magnífico en honor del Dios de Israel, le fue enviado el profeta Nathan, para advertirle que este privilegio estaba reservado a su hijo Salomón, y prometerle, en premio de tan generoso designio, que sus descendientes se sentarían para siempre en el trono teocrático[16]. Aunque algunos detalles de esta profecía se aplican inmediatamente a Salomón y a otros sucesores de David, otros, en cambio, no pueden convenir más que al Mesías, único en quien podían cumplirse. Tal es, pues, el rey ideal cuyo advenimiento se anuncia: este Ungido del Señor, este Cristo por excelencia, será rey eterno, y su reino no tendrá fin, como más tarde se lo repetirá a María el Arcángel Gabriel. He ahí al «Hijo de David» designado con nueva claridad. Si no se le nombra directamente, su imagen flota, por decirlo así, en un porvenir glorioso, como término supremo de los herederos directos de David.
Este mismo príncipe, según nos lo acaba de recordar Bossuet, contempló de antemano a su ilustre descendiente en una serie de espléndidos oráculos que lo presentan como persona bien determinada y que describen con claridad varias circunstancias de su vida.
Según los vaticinios de los Salmos cuya composición debe atribuirse a David, si el Mesías participa de la naturaleza humana, posee también realmente la naturaleza divina. El Señor mismo se lo ha dicho a su Cristo: «Mi hijo eres tú; yo te he engendrado hoy»[17]; y le ha comunicado un poder eterno, ilimitado, una gloria sin igual, que todos los pueblos deberán reconocer, si no quieren sufrir el peso de su justa cólera[18]. El rey tuvo el privilegio de predecir para el Cristo una función sublime que los antiguos vaticinios no habían señalado aún: con la dignidad de rey, el Mesías reunirá en su persona la de «sacerdote según el orden de Melquisedec»[19], y con este título inmolará al Señor una víctima de precio infinito, que no será distinta de sí mismo y sustituirá a todos los sacrificios[20]. Esta idea del Christus patiens (Cristo paciente) se desarrolla con sorprendente claridad en el Salterio, particularmente en el Salmo 21, del que se ha podido decir que más que una predicción parece una narración histórica: tan abundantes y precisas son las circunstancias que contiene acerca de la sangrienta tragedia del Calvario[21]. Pero la augusta víctima no permanecerá en el sepulcro sino un tiempo muy limitado; una pronta y gloriosa resurrección consagrará para siempre su gloria y su autoridad[22].
Con toda exactitud, pues, podemos decir que los oráculos mesiánicos de los Salmos nos ayudan por maravillosa manera a seguir los progresos de la revelación acerca de la más hermosa y grave de las profecías (de la Antigua Alianza). No sólo está el Salterio impregnado en su conjunto de la idea del Mesías tal como la habían transmitido las predicciones anteriores, sino que esta idea recibe en los Salmos magnífico desarrollo. Se precisa y esclarece cada vez más. Así no es maravilla que de todos los libros del Antiguo Testamento sea el Salterio el que se cita en el Nuevo con mayor frecuencia[23].
Por lo demás, hay otros poemas que, como los de David, se refieren directamente al Mesías: tal el Salmo 44 (hebreo, 45), compuesto por un levita de la familia de Coré, quien canta, en escogido lenguaje, la unión mística de Dios y de la sinagoga, y sobre todo la de Cristo y de la Iglesia[24]; tal asimismo el Salmo 71 (hebreo, 72), en el que Salomón celebra a su vez la perfecta justicia del Rey Mesías, su amor compasivo hacia los humildes y los pobres, la catolicidad, perpetuidad y prosperidad de su reino.
Este mismo príncipe tuvo la honra de ser elegido por Dios para presentar al mundo una idea nueva relativa al Mesías, añadiendo de este modo un nuevo florón a la corona de Cristo. Él, que al principio de su reinado había instado al Señor que le concediese la sabiduría con preferencia a cualquier otro don, tuvo por misión especial, como escritor sagrado, celebrar la identidad entre el Mesías y la sabiduría personificada, que ostenta de atributos divinos, preparando así la noción del Logos o del Verbo tal como la leemos al principio del Evangelio de San Juan. Esto es lo que hace en el libro de los Proverbios en una bellísima descripción[25]. Mucho tiempo después de Salomón, otro poeta israelita, cuyo nombre nos es desconocido, reasumió este mismo tema, para pintar también la sabiduría[26] con colores que nos la presentan realmente como una divina hipóstasis. Otro tanto hizo el hijo de Sirac en el libro del Eclesiástico[27], empleando imágenes admirables.
III. Cuando en el siglo IX se abrió la era de los profetas propiamente dichos, resonó la promesa del futuro Redentor con nuevo vigor y nueva claridad, gracias a múltiples revelaciones que se referían ora a circunstancias particulares de la vida del Mesías, ora a ideas de índole general.
Tres de estas últimas merecen mención aparte. En primer lugar la que describe, con elocuencia nunca hasta entonces igualada, y en colores unas veces suaves y otras brillantes, lo que hemos llamado la edad de oro mesiánica, es decir, la paz, la gloria y la felicidad del reino de Cristo en este mundo y en el otro. Cierto que se trata casi siempre de simples figuras, que nos debemos guardar de tomar a la letra, como tan tristemente lo hicieron los judíos contemporáneos del Salvador. Sin embargo, son sumamente expresivas y características para representar las múltiples bendiciones que el Mesías debía derramar sobre Israel y sobre el linaje humano. Isaías adquirió justa celebridad por estas gloriosas descripciones, que nos presentan la tierra como transformada en nuevo Edén, más perfecto aún que el primero.
Otra idea general admirable. Antes del destierro, por muchos títulos se había hecho la masa de Israel grandemente culpable para con Dios, y merecedora, por tanto, de gravísimos castigos. Será, pues, severamente castigada. Pero el Señor se dignará perdonarla en parte. Un «resto», que había pecado menos, escapará de los azotes suscitados por la divina venganza y quedará en reserva para formar un pueblo digno del Mesías[28]. Este pensamiento no sólo manifiesta la misericordia del Señor, sino también la naturaleza irrevocable de su plan relativo a la salvación de los hombres. Nada podrá estorbar el cumplimiento de sus designios providenciales. La estirpe real de David recibirá igualmente su parte de castigo, harto merecido por cierto, y a la venida del Mesías será semejante a un tronco mutilado[29]; pero el Cristo la restaurará también[30].