Después de esta simple enunciación de hechos, es fácil comprobar que los oráculos mesiánicos son el punto culminante de las revelaciones de la Antigua Alianza. Como expresivamente dijo Leibnitz, «probar que Jesucristo es el Mesías anunciado por tantos profetas es, después de la demostración de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma, dar la prueba más concluyente de la religión. Porque la realización íntegra por Nuestro Señor, en el tiempo señalado, de predicciones tan divergentes a primera vista, y con frecuencia separadas por intervalos considerables, no ha podido tener lugar en virtud de una coincidencia fortuita. No puede ser sino obra de Dios, pues, humanamente hablando, era imposible que fuese prevista y organizada por los que la anunciaron.» Esta prueba es de fuerza extraordinaria.
En la mente de Dios aquellas célebres profecías tenían por fin principal preparar a los hombres, y en particular al pueblo de Israel, a la venida del Mesías. Porque era difícil que un acontecimiento cuyas consecuencias fueron tan venturosas y tan graves para la salvación del linaje humano sobreviniese, por decirlo así, ex abrupto. Resuelto desde toda la eternidad en el divino consejo, fue, pues, anunciado lentamente, delicadamente, durante unos cuarenta siglos. Así como el Creador ha dispuesto en el mundo de la naturaleza transiciones que admiramos sin cesar, así también ha procedido como por etapas sucesivas a la más perfecta de todas sus obras: la de la redención del género humano por Jesucristo. Así convenía para que el Salvador fuese dignamente acogido y para que los hombres se aprovechasen mejor de sus bendiciones.
Seguramente hubo más de un punto oscuro en varios de estos vaticinios antes de que tuviesen cumplimiento. A primera vista, hasta parece que hay contradicciones entre algunos de ellos. Pero Jesús, y después de Él sus apóstoles, han rasgado los velos, han roto los sellos. La vida del Salvador lo ha explicado todo, todo lo ha conciliado. Por otro lado, aunque la mayor parte de las profecías mesiánicas deben ser interpretadas a la letra, hay otras que exigen interpretación figurada: tales, entre otras, las que atañen a lo que suele llamarse la edad de oro del Mesías. Jesús había de ser juntamente hijo del hombre e Hijo de Dios. Es descendiente y heredero de David, y, sin embargo, si ha llevado corona real, la ha llevado también de espinas. Vino a la tierra a fundar el reino de Dios, pero este reino tardará en llegar a su consumación y sólo entonces gozará Jesús de toda su gloria y de todo su poder. Así todo es armonía en los antiguos vaticinios, entendiéndolos según el Espíritu Santo, que los ha dictado.
Para comprender bien y poner de relieve toda su fuerza, sería necesario transcribirlos casi por entero, y explicarlos cuando menos sucintamente. Mas para esto ni un volumen entero sería bastante. Nos contentaremos, pues, con señalar aquí los principales rasgos, no sin invitar a nuestros lectores a estudiar más a fondo esta cuestión tan atractiva como importante, bien sea en los comentarios del Antiguo Testamento, bien sea en obras que de ella tratan ex profeso.
El encadenamiento de estos magníficos oráculos será más patente si los mencionamos, por lo menos en general, según su orden cronológico. Bajo este aspecto se dividen por sí mismos en tres grupos. En primer término, los que se leen en los cinco libros del Pentateuco, y que corresponden a los tiempos primitivos de la historia sagrada; después, los contenido en los libros de los Reyes, y a partir del reinado de David, en los Salmos y en los demás libros poéticos del Antiguo Testamento; en fin, los que datan de la época de los profetas mayores y menores. Vese ya por esta sencilla enumeración que la idea mesiánica resplandece, aunque en diversos grados, en toda la existencia del pueblo de Dios. No hay uno de sus anales que de ella no esté saturado. Es un hilo de oro que une estrechamente todas las partes de la Biblia.
I. La época que se extiende desde Adán hasta la muerte de Moisés se subdivide en tres períodos: el del paraíso terrenal, el de los patriarcas, el que siguió a la salida de Egipto.
1.o Entre las sombras mismas del Edén, tristemente oscurecido por el pecado de nuestros primeros padres, Dios, que perdonaba al mismo tiempo que castigaba, hizo oír a los culpables lo que tan acertadamente se ha llamado el Protoevangelio, es decir, la «primera buena nueva». A la sentencia contra la serpiente tentadora añadió estas palabras, que Adán y Eva llevaron consigo del Paraíso, como dulce consuelo en su aflicción[2]: «Pondré enemistades entre ti y la mujer, entre tu posteridad y la suya; ésta te acechará a la cabeza, y tú la acecharás al calcañal». Verdad es que la promesa de la redención es aún vaga e indeterminada; el Salvador de la humanidad corrompida por el pecado de Adán no aparece aquí sino de una manera colectiva. Y, sin embargo, el Mesías representa, a pesar de su generalidad, la expresión «la posteridad de la mujer»; Él será quien reporte la victoria final sobre el demonio, hostil a esta pobre humanidad, de la cual, un día, se dignará formar parte. La victoria es cierta, y los oráculos posteriores se la atribuirán claramente.
2.o La segunda profecía mesiánica nos transporta a la segunda cuna de la humanidad. Avanza un paso más, pues vincula a un hombre individual, al jefe de una familia especial; la bendición prometida a toda la descendencia de la mujer. Divinamente inspirado, Noé anuncia a su hijo Sem que Yavé será de particular manera su Dios[3] y el de sus descendientes, y que establecerá con ellos íntimas relaciones, pues de su posteridad —podemos ya deducirlo— es de donde ha de nacer un día el Redentor.
El círculo, muy amplio todavía, se estrecha de nuevo en Abraham, justamente llamado el padre de los creyentes, y miembro de la gran familia de Sem. De la remota Caldea, donde nació, le condujo Dios al país de Canaán, la futura Palestina, que un día será el país de Cristo, y allí le hizo, una tras otra, varias promesas, por las cuales establecía con él y su posteridad una alianza íntima, permanente. Hízole, sobre todo, en términos solemnes, centro y fuente de bendiciones para todos los pueblos de la tierra[4]. Abraham quedaba así constituido en ascendiente, uno de los más gloriosos ascendientes, del Mesías. En efecto, San Pedro y San Pablo[5] afirman de explícita manera que en la persona de Cristo se realizó plenamente la bendición que a la descendencia de Abraham había sido prometida. Jesús mismo[6] hace alusión a estos oráculos cuando dice: «Abraham... se estremeció de gozo deseando ver mi día; lo vio y se alegró.»
Después de la muerte de Abraham fue renovada la promesa mesiánica a Isaac[7] y Jacob[8], convertidos a su vez en medianeros de la bendición divina para todo el género humano. Al mismo tiempo quedó más circunscrita y se hizo más concreta, gracias a eliminaciones sucesivas, que del mismo modo que en otro tiempo habían separado a Cam y Jafet, más tarde a los hermanos de Abraham, después a Ismael, separaron también de la raza escogida al profano Esaú y a los hermanos de Judá. Poco antes de morir, Jacob, con iluminación de lo alto, pronunció también en este sentido un célebre oráculo[9]9, en el que, profetizando el porvenir de sus hijos y de su posteridad, anunció en majestuoso lenguaje que el Salvador del mundo formaría parte de la tribu de Judá y que tendría en sus manos el cetro real. Con David la realeza quedó vinculada como patrimonio a esta gloriosa tribu, y conforme demuestra claramente el árbol genealógico de Jesús según San Mateo, último heredero de aquel príncipe fue el Mesías.
3.o Algunos siglos más tarde, Balaam, llamado por el rey de Mohab para que maldijese a los hebreos que, a punto de penetrar en la tierra prometida, amenazaban su territorio, los bendijo, por el contrario, en cuatro oráculos