[133] El Salterio de Salomón, los libros sibilinos, Filón, etc.
[134] Las Apocalipsis de Bar y de Esd, etc.
[135] Rasgos semejantes leemos en el Apc de S. Jn 21, 15-21; pero son manifiestamente simbólicos.
PARTE SEGUNDA
LA INFANCIA
CAPÍTULO I
EL VERBO EN EL SENO DEL PADRE
Más adelante habremos de estudiar las principales pruebas que en los Evangelios demuestran de modo perentorio la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Conviene, sin embargo, desde ahora citar íntegro el grandioso prólogo por el cual el evangelista San Juan introduce desde el umbral mismo de su narración el augusto personaje, cuya historia se propone contar brevemente.
«En el principio[1] existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio en Dios. Por Él fueron hechas todas las cosas, y sin Él no se ha hecho cosa alguna de cuantas han sido hechas. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres; y la luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron.
»Hubo un hombre, enviado de Dios, cuyo nombre era Juan. Este vino como testigo, para dar testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por Él. No era Él la luz, sino el enviado para que diese testimonio de la luz; la luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene al mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue por Él hecho, y el mundo no le conoció. Vino a su propia casa, y los suyos no le recibieron. Pero a cuantos le recibieron les dio potestad de hacerse hijos de Dios: a los que creen en su nombre, los cuales no han nacido de sangre ni de la voluntad de la carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros —y nosotros hemos visto su gloria, gloria cual correspondía al Unigénito engendrado del Padre— lleno de gracia y de verdad. De Él da testimonio Juan, y clama diciendo: Éste es de quien yo decía: El que ha de venir después de mí ha sido antepuesto a mí, porque existía antes que yo. Y de su plenitud hemos recibido todos nosotros, y gracia por gracia. Porque la ley fue dada por Moisés: la gracia y la verdad han venido por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto nunca: El Hijo Unigénito que está en el seno del Padre es quien le ha dado a conocer.»
En estas sublimes líneas, que merecen citarse entre las más hermosas que se hayan escrito, tenemos como un majestuoso pórtico de la vida de Jesús. En unas cuantas frases sentidas y dramáticas nos enseña el evangelista cómo el Verbo[2], el glorioso Hijo del Padre, se hizo hombre por nuestro amor, por traer a nuestra pobre tierra, rodeada de espesas tinieblas y amenazada de eterna condenación, la verdadera vida, la verdadera luz y la salvación. Nos hace, al mismo tiempo, asistir por adelantado al fracaso parcial, doloroso, de aquel designio de infinita misericordia. Esta página magnífica contiene, pues, un fiel resumen de la historia de Nuestro Señor. Sobre todo nos revela claramente su condición altísima. Jesús, a pesar de las humildes apariencias en que se nos presentará sucesivamente —como débil niño, como pobre artesano de Nazaret, como misionero que se fatiga recorriendo la Palestina para predicar el Evangelio y sin poseer una piedra sobre la que reclinar su cabeza, como varón de dolores que sufre todas las humillaciones y sufrimientos—, era, sin embargo, «verdadero Dios de verdadero Dios». Hijo de Dios en sentido estricto, eterno, infinitamente poderoso, infinitamente grande, con todos los atributos de la divinidad.
Como se ha dicho muy oportunamente, la Metafísica cristiana, desde San Agustín a San Anselmo, desde San Anselmo a Malebranche y a Bossuet, «ha ahondado en este abismo sin poder llegar al fondo». Son bien conocidas las reflexiones del Obispo de Hipona acerca de este exordio sublime. «Los otros tres evangelistas —dice[3]— caminan en cierto modo sobre la tierra con el hombre Dios; nos dan pocas noticias acerca de su divinidad. Pero como si San Juan no pudiese soportar este andar sobre la tierra, desde el principio de su escrito se eleva no sólo sobre la tierra, sobre toda la extensión del aire y del firmamento, sino también por encima de todos los ejércitos celestiales y de todas las potestades invisibles, y se lanza hasta Aquél por quien han sido hechas todas las cosas, diciendo: En el principio era el Verbo... Él ha hablado como ningún otro de la divinidad del Señor... No sin razón cuenta de sí, en su mismo Evangelio, que durante la cena estuvo apoyado sobre el pecho del Señor. En secreto bebía de esta fuente, y lo que en secreto había bebido lo reveló abiertamente, a fin de que todas las naciones conociesen no sólo la encarnación del Hijo de Dios, su pasión y su resurrección, sino también el hecho de que ya antes de la encarnación Él era el Hijo único del Padre, el Verbo del Padre, eterno como Aquél de quien es engendrado, igual al que le envió.»
He aquí lo que era Cristo antes de su encarnación, y al «hacerse carne», de ninguno de los atributos se despojó. Así es que el apóstol San Juan proclama, con verdadero acento de triunfo y de amor, la inmensa dicha que le fue concedida, lo mismo que a los otros discípulos, de contemplar, bajo la humilde envoltura de nuestra humanidad, al Hijo eterno y único del Padre.
No era posible decirnos con más claridad, desde el principio del Evangelio, cuál es la naturaleza de Aquél cuya vida vamos a estudiar. Como escribía San Pablo, dirigiéndose a cristianos fervorosos, en un pasaje igualmente célebre[4]4: «Cristo Jesús, que existiendo con la manera de ser de Dios, no tuvo por usurpación el ser Él igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando forma de esclavo, haciéndose semejante a los hombres y mostrándose bajo condición de hombre. Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios le ha exaltado y le ha dado un nombre sobre todo nombre: para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los infiernos, y toda lengua confiese, en loor a Dios Padre, que Jesucristo es el Señor.»
No carece de interés anotar en este lugar que San Juan, acabando su Evangelio como lo había comenzado, tiene cuidado de decir (XX, 31), que lo ha escrito para demostrar que «Jesucristo es el Hijo de Dios».
[1] Es decir, al comienzo del mundo creado; por consiguiente, en el momento de la creación. El escritor muestra al Verbo eterno, existiendo en el Padre y con el Padre, cuando ninguna criatura había recibido vida todavía.
[2] Denominación de notable belleza y profundidad, que designa a Jesucristo como la palabra interior y sustancial de Dios Padre, como su sabiduría e inteligencia infinitas. No se emplea más que en el cuarto Ev 1, 1. 14, y en 1 Jn 1, 1, Apc 19, 13.
[3] In Joannem tract., 36. Cfr. SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homil. I in Joan., n.º 2.
[4] Fil 2, 6-11.
CAPÍTULO II
EL MESÍAS REVELADO A ISRAEL POR LAS PROFECÍAS MESIÁNICAS
Aunque permaneciendo oculto en el seno de su Padre, el Verbo encarnado, el futuro Mesías, no dejó de anunciar paulatinamente su venida durante el largo período de preparación que transcurrió desde la caída de nuestros primeros padres hasta la bendita hora de su encarnación. Lo hizo, sobre todo, por medio de una sucesión gradual de oráculos de índole singular, a los que se ha dado el nombre de profecías mesiánicas. Forman éstas una admirable cadena de testimonios cuyo primer eslabón fue colocado, por decirlo así, en la mano del mismo Adán, mientras que el último anillo se une directamente al Mesías por el intermedio de su precursor Juan Bautista. Es una larga serie de rayos luminosos, que alumbran sucesivamente a manera de brillantes faros todas las épocas de la historia anterior a la venida de Cristo. Son voces sonoras que, una tras otra, claman por orden y bajo la inspiración de Dios: Vendrá el Mesías, tened confianza; ya viene, preparaos a recibirle; ya ha venido, acogedle dignamente.
Dispersas