Detengámonos y dejemos a un lado estos delirios extraños, cuando no groseros. Lo más triste de todo esto es que cuando Jesús, el verdadero Mesías, se presente, manso y humilde, sin aparato político ni belicoso, sin nada que haga presagiar al conquistador terrible y siempre triunfante, sino como reformador religioso y como víctima que se ofrecerá para expiar y borrar los pecados del mundo, los judíos rehusarán conocerle. Por eso le veremos protestar con todas sus fuerzas, en todas las ocasiones, contra esta falsificación del ideal mesiánico, por la cual habían sido contrahechos y profanados los oráculos divinos.
Felizmente, aun en aquel Israel degenerado, no había querido Dios quedarse sin testigos. Verdad es que no los eligió entre los escribas y fariseos. Aunque las almas escogidas que ya desde el umbral mismo del Evangelio vemos cerca del Niño-Dios no figuraban entre los pudientes de la nación judía, por lo menos practicaban de antemano, en cuanto podían, la santidad cristiana, obedeciendo por amor y sin estrechez de corazón a la ley divina y habían comprendido la verdadera significación de las profecías mesiánicas. Estas almas representaban la piedad sincera. María y José, Zacarías e Isabel, los humildes pastores de Belén, el anciano Simeón y Ana la profetisa, éstos y otros más aún esperaban la verdadera redención de Israel, cuya dulzura fueron los primeros en gustar. En el próximo advenimiento del Mesías veían estos nobles y santos corazones, ante todo, el perdón de los pecados de su pueblo, la paz que había de reinar perpetuamente entre Dios y el linaje humano, el establecimiento en la tierra de un reino espiritual, cuyo jefe sería el Cristo, y que procuraría la felicidad verdadera en este mundo y en el otro a quien quiera que cumpliese las leyes de este glorioso y santísimo monarca. Los tres cánticos evangélicos —el Magnificat, el Benedictus y el Nunc dimitis— son admirables testimonios de esta fe, que en ellos brilla con toda su pureza y todo su esplendor.
[1] Rom 9, 3-5.
[2] Cfr. la descripción de este triunfo en PLUTARCO, Pompeyo, 45; PLINIO EL VIEJO, Hist. nat., 7, 98.
[3] Alejandro Janeo, después de haberse apoderado de la Idumea, había obligado a los habitantes a adoptar el judaísmo; pero esto en nada modificaba su origen primitivo.
[4] La palabra tetrarca designa, etimológicamente, un jefe que administraba la cuarta parte de una región dividida en cuatro porciones. Poco a poco se amplió su significación, y se llamó tetrarcas a los administradores subalternos, inferiores a los reyes y a los enarcas, pero que gozaban de algunas prerrogativas reales. Hemos visto que el mismo Herodes el Grande había recibido este título antes de haber sido hecho rey. Etnarca significa «jefe de nación».
[5] Mt 2, 22.
[6] El célebre filósofo judío FILÓN, en su Legatio ad Caium, 38, traza de él un retrato poco lisonjero, en el que hay ciertamente alguna exageración, pero cuya exactitud general está, por desgracia, harto conforme con la historia.
[7] Cfr. JOSEFO, Ant., 18, 3, 1-2; Bell. jud., 2, 9, 2-4.
[8] FILÓN, Legat. ad Caium, 28; EUSEBIO, Hist. eccl., 2, 6.
[9] Lc 13, 1, alude brevemente a otro episodio trágico de la administración de Pilato.
[10] Hist. eccl., 2, 7.
[11] Act 12, 20.
[12] Nombre calcado de la palabra griega συνέδριoν(synédrion), que significa «lugar donde se está sentado»; después, por extensión, «asamblea».
[13] Esd 5, 5; 6, 9, 7; 10, 8; Ne 2, 16; 5, 7; 7, 5, etc.
[14] Cfr. 1 Mac 33-36; 13, 36; 2 Mac 4, 44; 11, 27; JOSEFO, Ant., 12, 3, 8, y 16, 5.
[15] JOSEFO, Ant., 14, 5, 4.
[16] Jn 19, 31.
[17] Mt 22, 30. Cfr. Mc 12, 25.
[18] Jn 3, 29.
[19] Apc 21, 2.
[20] Mt 19, 3. Cfr. JOSEFO, Ant., 4, 8, 23.
[21] Sal 126, 3-5; 137, 3-4.
[22] 1 Sam 1, 1-18; Lc 1, 28-29.
[23] Legat, ad Caium, 31.
[24] Legat, ad Caium, 16.
[25] Ant., 4, 8, 12; Contra Apion., 3, 18, etc.
[26] 2 Tim 3, 15.
[27] De este modo saludaba de ordinario Jesús a sus discípulos. Cfr. Lc 24, 36; Jn 20, 19-21, 26. Todas las espístolas de San Pablo y las de San Pedro comienzan por este mismo deseo de la paz. Cfr. Mt 11, 12; 3 Jn 14, etc.
[28] Cfr. Lc 10, 4.
[29] Lc 7, 45; 15, 20. Esta costumbre existe aún en Oriente.
[30] Mt 26, 48-49.
[31] Jn 7, 49; Mt 9, 11, etc.
[32] Proverbio árabe.
[33] Berachoth, 28, b.
[34] Berachoth, 17, a.
[35] 2 Tes 3, 8.
[36] Contra Apion., 1, 12.
[37] Erubin, 55, a.
[38] Yebamoth, 63, 1.
[39] Lc 19, 12-27.