La idea de la próxima aparición del libertador prometido llena igualmente los escritos judíos compuestos entre el fin del siglo II antes de Jesucristo y el segundo de nuestra Era. Su estudio ha demostrado que la sinagoga de entonces aplicaba al Mesías 456 pasajes del Antiguo Testamento, de los que 75 están sacados del Pentateuco, 243 de los libros de los profetas y 138 de otras partes de la Biblia hebraica. ¿No demuestra esto con toda evidencia, sin que quede lugar a duda, que el pensamiento del Mesías, el deseo del Mesías, la esperanza de los consuelos y bendiciones sin número que debía derramar sobre su pueblo hacían vibrar todos los espíritus y todos los corazones? Las oraciones litúrgicas le invocaban a grandes voces. «Oh, Señor, se pedía a Dios insistentemente, haz germinar el renuevo de tu siervo David y restablece su reino en nuestros días». Las palabras «Hijo de David, trono de David, reino de los cielos, reino del gran rey» brotaban de todos los labios. ¡Cuántos impostores, aprovechando esta piadosa efervescencia de los ánimos, se presentaron entonces como Mesías!
Y no son sólo los Targums y el Talmud quienes, en este punto, recogen el eco del sentir general de la nación. También los libros conocidos con el nombre de Apocalipsis judías —antes de Jesucristo, el libro de Henoch, los libros sibilinos, el Salterio de Salomón; hacia la época evangélica, la Asunción de Moisés y el libro de los Jubileos; más tarde, las Apocalipsis de Baruc y de Esdras, etc.— manifiestan reiteradamente aquella misma ansiosa esperanza atestiguada también por Filón y Josefo: esperanza tan firme y tenaz, que del seno del pueblo judío penetró hasta en el mundo pagano, como expresamente lo dicen los escritores romanos Tácito y Suetonio.
Mas ¿qué idea se habían forjado de este Mesías cuya venida tan ardientemente deseaban todos los verdaderos israelitas? ¿Qué descripción habían trazado de él los rabinos y escritores apocalípticos? Su retrato, tal como salió de sus manos para grabarse en la imaginación popular, no carecía de cierto parecido con el que pronto estudiaremos en los antiguos oráculos. ¡Pero cómo se lo desfiguró con pretexto de hermosearlo! Tomado a la letra lo que en las profecías inspiradas no era más que ideal, y dando una interpretación política a ciertos pasajes cuyo sentido era espiritual o figurado[131], se profanó lamentablemente su espíritu y se enturbió la significación. Sometidos, aun después de la cautividad de Babilonia, al yugo de Persia, de Grecia y de Roma, habíanse acostumbrado los judíos a asociar a la idea del Mesías la esperanza de su restauración nacional y de su independencia reconquistada. Esto era para ellos lo esencial. En el Mesías veían, ante todo, un poderoso instrumento que les ayudase a recobrar su gloria y privilegios de antaño. Al pensar en él y al invocarle de todo corazón, más tenían puesta la mirada en su propia exaltación que en la salud moral que había de traer, tanto para los judíos como para todos los demás hombres. La liberación de la dominación pagana (por medio del Mesías) vino a ser como el estribillo irresistible de toda aspiración judía. La esperanza mesiánica habíase envilecido hasta cierto punto; había perdido en gran parte su carácter religioso.
Tal era la idea general que casi todos los judíos se habían formado gradualmente acerca del Mesías. Pero descendieron hasta los pormenores más minuciosos, contradictorios a veces, acerca de su naturaleza y su oficio, de tal manera que apenas imaginación humana podría ser tan ingeniosa que añadiese un solo concepto mesiánico a los que entonces existían.
¿Qué era, pues, este Mesías? Los nombres que se le aplicaban le designan como personaje de muy elevada calidad. Se le llamaba el Elegido, el Consolador, el Redentor, el Hijo del hombre, a veces el Hijo de Dios, aunque en sentido muy amplio; el Hijo de David, en sentido estricto. Se le llamaba, ante todo, el «Mesías», de una palabra hebrea[132], que significa «Ungido» y que simboliza la elección que el Señor había hecho de él y el poder real que le había conferido. Muy pocos eran los que, siguiendo las indicaciones de los profetas, creían en su divinidad: demuéstralo el ejemplo de los apóstoles, que no reconocieron sino bastante tarde, y en virtud de revelación especial, la naturaleza divina del Salvador. Cuando menos se creía que estaba investido de atribuciones superiores, incompatibles con la pura y simple naturaleza humana. Había sido creado antes del mundo y debía vivir eternamente. Elevado sobre los ángeles, dotado de sabiduría y poder extraordinarios, poseería una santidad perfecta y estaría exento de todo pecado. Convencidos de su grandeza humana, apenas podían comprender, a pesar de la claridad y precisión de los oráculos proféticos, que hubiese de estar sometido a la ley del sufrimiento. Rechazaban por lo general, como suprema inconveniencia y manifiesta contradicción, la idea de un Mesías paciente. La actitud de los apóstoles revela también en este punto la insuperable repugnancia que sentían sus correligionarios. Tomado en su conjunto, el judaísmo rabínico cerró los ojos a los textos (bíblicos) que hacían presagiar los sufrimientos del Mesías.
Precedido de Elías, cuya misión sería la de darle a conocer al mundo, el Cristo-rey habría de nacer en Belén, pero permanecería invisible y oculto durante algún tiempo. Después tendría lugar de repente su manifestación gloriosa y triunfante. Le presentan levantándose como conquistador invencible contra todas las potencias paganas, en especial contra el imperio romano, para domarlas enteramente. En esto, sin embargo, los documentos no están perfectamente acordes entre sí. Según unos[133], la ruina del paganismo tendrá lugar en forma de sangrienta batalla. Según otros[134], no habrá tal combate propiamente dicho; un juicio de Dios y del Mesías reducirán a impotencia a los enemigos de Israel.
Aplacada ya la cólera de Dios con el castigo de los paganos, y arrojados éstos fuera de la Palestina, comienza el reinado del Mesías. Los judíos que estaban dispersos por el mundo son llevados milagrosamente al suelo de Tierra Santa para gozar de la felicidad de aquel reino dichoso. Jerusalén es reconstruida, ensanchada y admirablemente hermoseada. También es levantado el Templo de sus ruinas y se retablecen las ceremonias del culto. Los rabinos no encuentran colores bastante brillantes para pintar el esplendor de esta edad de oro, que se prolongará aquí abajo por muchos millares de años. Era de paz, de gloria y de felicidad no interrumpida. La naturaleza está dotada de fecundidad sorprendente; los animales más crueles pierden su ferocidad y se ponen dócilmente al servicio de los judíos; todos los árboles, sin excepción, dan sabrosos frutos. No hay ya ni pobreza ni sufrimiento. Los partos son sin dolor, y las cosechas sin fatiga. Se terminaron las injusticias; se acabaron los pecados en la tierra.
Puestos en este camino, los que se impusieron la tarea de describir las alegrías y glorias del reino mesiánico ideado por los escribas no saben detenerse y descienden a todos los pormenores realistas que una imaginación oriental es capaz de inventar. Para poder contener a todos sus habitantes, la ciudad de Jerusalén será tan grande como Palestina, y Palestina será tan grande como el mundo entero. En la Ciudad Santa las puertas y ventanas consistirán en enormes piedras preciosas; los muros serán de oro y plata[135]. Además de las cosechas de inaudita riqueza, que la tierra producirá sin cultivo, proporcionará ésta magníficos