En lo que más diferían los saduceos de los fariseos era en punto a la legalidad. Según ellos, escribía Josefo[119], «no es menester aceptar como norma de conducta sino lo que está escrito (en el Pentateuco), sin sujetarse a las tradiciones de los antiguos... Pretenden que fuera de la ley no hay otras reglas que guardar y que es honroso contradecir a los maestros de la sabiduría», esto es, a los doctores. Rechazaban, pues, las interpretaciones con que los escribas y fariseos habían recargado la ley mosaica y se atenían al texto de ésta y a su explicación literal. Y si el caso llegaba, sabían mofarse de los escrúpulos de sus rivales, los fariseos. Así, cuando éstos tuvieron la ocurrencia de someter el candelabro del Templo al rito de la purificación, les preguntaron los saduceos si no iban a purificar igualmente el disco del sol[120].
Pero esto no quiere decir que el espíritu saduceo fuese de un completo laxismo acerca de la ley mosaica. Al contrario, los miembros del partido se preciaban de observarla estrictamente. De hecho, cuando se trataba de la ley escrita, y no de las apostillas de los escribas, se mostraban más severos que los fariseos en la interpretación jurídica. Josefo lo reconoce, aunque era fariseo[121].
En los Evangelios no son frecuentes las alusiones a los saduceos. Verdad es que los mencionan indirectamente bajo el nombre de príncipes de los sacerdotes. Por lo demás, tuvieron menos ocasiones que los fariseos de entrar en lucha con Nuestro Señor. Fue Él quien primero los atacó de frente en sus propios dominios, al principio de su vida pública, haciendo acto de autoridad en el Templo. Sin embargo, poco a poco comenzaron también ellos a temerle, y después a odiarle. Para desembarazarse más rápido de Él, llegaron hasta a asociarse con sus jurados enemigos los fariseos. El Sumo Sacerdote Caifás, jefe del partido, se puso a la cabeza del movimiento, que tenía por fin apresurar la muerte de Jesús. Juan Bautista se había dado perfecta cuenta de los peligros morales que hacían correr a la religión de su pueblo, y por esto no temió tratarlos, así como a los fariseos, de «raza de víboras», y el Salvador mismo puso en guardia a sus discípulos contra las perversas doctrinas que aquéllos enseñaban. Persiguieron con violencia a la Iglesia naciente, como se refiere el libro de los Hechos.
Los herodianos, llamados así por ser partidarios asalariados de la dinastía de Herodes, se encontraban, por natural inclinación, en contacto con los saduceos[122]; pero, ante todo, formaban una asociación política. No era grande su número y excitaban la antipatía del pueblo, tanto por sus tendencias grecorromanas como por su adhesión a Herodes. Pronto se sumaron también a los adversarios del Salvador.
Merece también que le dediquemos atención al estado religioso de la masa de los judíos en Palestina al principio de nuestra Era. Sería inexacto decir que en su conjunto era absolutamente malo. Desde varios puntos de vista los sufrimientos del destierro habían producido sus frutos. En cuanto a la doctrina, no vemos que la nación hubiese perdido nada de sus creencias esenciales. Su teología seguía siendo la de sus antepasados y la de los profetas. Las prácticas idolátricas, tan frecuentes en otro tiempo, hacía mucho que habían desaparecido. Externamente, y en su conjunto, el Israel de entonces permanecía fiel a su Dios, como lo prueban multitud de datos insertos en los Evangelios y en otros escritos de la época. El célebre doctor Simón el Justo, que vivía en el siglo II antes de Jesucristo, decía que «el mundo descansa sobre tres rocas: la ley, el culto y las obras de misericordia»[123]. Examinemos cuál era en este triple aspecto la actitud de los judíos contemporáneos de Jesús.
Celebraban con regularidad los sábados y fiestas, y asistían con diligencia a los ejercicios de culto en las sinagogas. Acudían a Jerusalén para las peregrinaciones anuales, prescritas con ocasión de la Pascua de Pentecostés y de la solemnidad de los Tabernáculos. Diariamente iban muchos de ellos a adorar e invocar a Dios en su Templo. Cada día igualmente corría a oleadas la sangre de las víctimas y se consumían las carnes de éstas en el altar de los holocaustos. En verdad, los judíos estaban orgullosos de su culto, en el cual tomaban parte muy activa. Aun durante la guerra con Roma, y cuando se preveía cercana la derrota, resistíanse a creer que aquellas ceremonias tan amadas pudiesen desaparecer algún día. La víspera misma de la toma de Jerusalén esperaban un gran milagro que haría el Mesías para salvar el Templo y el culto[124]. El Dios de Israel hubiera, pues, podido decir entonces a su pueblo, como en tiempos pasados: «No son tus sacrificios lo que te echo en cara: tus holocaustos están siempre delante de mí»[125].
La oración privada era tenida en gran estimación. Un israelita digno de tal nombre no sólo rezaba mañana y tarde largas fórmulas de invocaciones y de súplicas[126], sino que le gustaba rodear, por decirlo así, de oraciones todos sus actos —por ejemplo, las comidas— y toda su existencia. El ayuno era considerado también como excelente práctica de piedad y se cumplía a veces con extremado rigor. Se recomendaba, sobre todo, el del segundo y quinto día de la semana; los judíos fervorosos se comprometían a ayunar esos días durante todo el año[127]. El Evangelio advierte los frecuentes ayunos de los fariseos y de los discípulos del precursor, y la Iglesia cristiana ha adoptado esta santa mortificación, de la que el Maestro mismo nos dio ejemplo.
Entre las prácticas piadosas no debemos olvidar, además de las franjas sagradas y de las filacterias, de que antes hemos hablado, el uso de la mezuza, especie de tubo metálico que contenía unos rollos pequeños de pergamino en los que estaban escritos diversos textos del Antiguo Testamento. Se la colocaba a la entrada de las casas como salvaguarda[128].
El Salvador mismo nos da a conocer, en el discurso relativo al fin del mundo, las principales obras de misericordia practicadas por sus compatriotas: «Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era peregrino, y me recogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y fuisteis a verme.» La más frecuente y la más importante de todas era la limosna. Los judíos la practicaban de buen grado entre ellos mismos.
En sí todo esto era excelente; mas, por desgracia, estos diversos actos perdían para muchos casi todo su valor, pues los escribas y fariseos habían conseguido a maravilla modelar al Israel de entonces según su triste imagen e inflicionarle con sus vicios. Con frecuencia, pues, la obediencia a la ley era más exterior y maquinal que cordial y sobrenatural. Faltaba el espíritu de piedad verdadera, y el culto era para muchos sólo una fría ostentación. Hacían consistir la virtud principalmente en practicar las minuciosas observancias y las «tradiciones de los antiguos» tal como las habían establecido los doctores de la ley. De esta suerte, Jesús podrá decir con severidad, un día, a la muchedumbre que le rodea en las galerías del Templo: «Ninguno de vosotros observa la ley»[129]. Con razón comparaba dolorosamente la nación teocrática, desde el punto de vista religioso, con un rebaño sin pastor, y lo que es más grave, con ovejas conducidas por guías egoístas y mercenarios[130]. ¡Qué cuadro más sombrío! ¡Y cuán ruda labor no era menester para preparar a este pueblo para la salud mesiánica!
Lo que más poderosamente llama la atención cuando se estudia la situación religiosa del pueblo judío durante el período en que nos ocupamos, son las vivas y casi unánimes ansias con que esperaba la venida del Mesías. Los Evangelios y los documentos profanos que describen aquellos tiempos nos lo manifiestan constantemente y de muchas maneras. Muchas señales, en efecto, anunciaban que las profecías concernientes a la venida del Redentor prometido a Israel hacía tantos siglos iban a tener en breve