Tan caprichosa amalgama de preceptos positivos y negativos, añadidos a la ley primitiva so pretexto de acomodarla a las circunstancias actuales, contribuyó singularmente —y en esto consistía otro de sus grandes defectos— a marcar la religión judía de entonces con cierto sello de rígido formalismo que, por la multiplicidad misma de sus exigencias, desviaba del fin principal, que era servir fiel y generosamente al Dios de Israel. Más adelante citaremos algunas de estas «tradiciones de los padres», y entonces será fácil comprobar que, en general, eran mezquinas, a menudo pueriles y aun ridículas. Aquella red, en cuyas inextricables mallas se envolvía a los hombres, les privaba de espontaneidad, les ahogaba las almas en vez de levantarlas hacia el cielo. Angustiada, la conciencia no hallaba momento de reposo. «¿Qué debo hacer ahora?», se preguntaban a cada paso, porque siempre había un nuevo precepto que les aguardaba y embarazaba. Mucho tiempo hacía que el profeta Joel había reclamado, en nombre del Señor, contra tanta formalidad artificiosa y desecante, diciendo: «Rasgad vuestros corazones y no vuestros vestidos»[102].
Aquella mezcolanza de direcciones rituales, morales, económicas y otras más que constituían el trabajo de los escribas, era una carga pesada y abrumadora, para emplear la imagen con que Jesús mismo las caracterizó. Bajo esta carga permanente, ¿qué venía a ser la santa y gloriosa «libertad de los hijos de Dios», que nos impulsa a obrar por amor más que por temor, como hijos de la casa y no como esclavos? Con razón se pueden aplicar a los escribas estas palabras del apóstol de los Gentiles[103]: «Tienen celo por Dios, pero no conforme a la ciencia».
Semejante formalismo no podía menos de producir otro funesto resultado: el de poner casi al mismo nivel todos los preceptos y atribuirles igual importancia. Que se tratase de una prescripción capital y de primer orden o que se tratase de una de aquellas bagatelas y sutilezas de que están llenas las páginas del Talmud, lo que se consideraba como esencial era la estricta y rígida puntualidad, de suerte que, con harta frecuencia, lo principal se eclipsaba ante lo accesorio. Así venía a suceder, repitámoslo, que aquella obediencia pasiva, meticulosa, sin entusiasmo, cohibía a las almas, cerrándoles el camino de los generosos heroísmos.
De ahí provenían también estas tendencias egoístas que con tanta frecuencia se dejan ver en los escritos rabínicos. Cierto que obedecer propter retributionem no es en sí un motivo reprensible, puesto que Dios mismo ha prometido recompensar la fidelidad en su servicio. Pero las palabras y ejemplos de los escribas recordaban demasiado aquel «tesoro» de que, según su lenguaje, tomaba el Señor a manos llenas para derramar sus favores sobre los israelitas obedientes. En efecto, los doctores se complacían en presentar el cumplimiento del deber como un favor que hacemos a Dios y como un derecho a sus bendiciones especiales. Era el do ut des en toda su ruindad. ¡Cuán pocos judíos hubieran comprendido y practicado entonces el admirable consejo de un antiguo doctor[104]: «¡No te asemejes a los siervos que sirven a su amo por el salario, sino a los que le sirven sin pensar en la recompensa!»
Y no era esto todo. Desde el momento en que la obediencia exterior y puramente formularia se consideraba como lo esencial, no sólo se preocupaban menos de la modalidad de los actos considerados en sí mismos, sino que se corría el riesgo de obedecer por vana ostentación y hasta por un sentimiento de hipocresía, todavía más culpable. Por los reproches de Nuestro Señor sabemos que los escribas y los fariseos no escapaban a este peligro. ¡Y cuántos les hubieron de imitar en esto! Así se concibe cómo Jesús protestase tan enérgicamente contra la fantaseada santidad de aquellos falsos guías que conducían al pueblo hacia la perdición. Ordinariamente su virtud era superficial, sin fundamento sólido, y más de una vez no era sino hipócrita manto bajo el cual encubrían sus vicios.
Y no se contentaban con ser los primeros en practicar este funesto disimulo, sino que lo favorecían en los demás. Cuando los preceptos de la ley, interpretados y comentados por sus innumerables tradiciones, resultaban demasiado pesados y molestos, imaginaban ciertos refugios con frecuencia pueriles, a veces también inmorales, para burlar y eludir la obligación. Por ejemplo, en día de sábado no era permitido andar más de 2.000 codos; pero, gracias a la complaciente benignidad de los escribas, cada cual podía procurarse un domicilio ficticio, llevando de antemano a aquella distancia de su habitación ordinaria manjares para dos comidas. Este subterfugio autorizaba a andar otros 2.000 codos suplementarios. Nuestro Señor señala otras sutilezas análogas relativas al juramento[105]. Pero la peor de todas se refería al corban —mediante el cual los malos hijos o los malos deudores se desentendían de la obligación de socorrer a sus padres cuando estaban en necesidad, o de pagar sus propias deudas— y al matrimonio, cuyos lazos afirmaban que podían romperse «por cualquier causa».
En los Pirke Aboth (I, 1), se dirige a los escribas la siguiente recomendación: «Sed circunspectos en los juicios, reunid muchos discípulos y estableced una valla en torno a la ley.» Hemos expuesto ya este último punto, que era el más importante de los tres. Digamos algunas palabras acerca de los otros dos.
En calidad de juristas que conocían a fondo la jurisprudencia israelita, los doctores desempeñaban naturalmente el oficio de jueces en los numerosos tribunales del país. Por este mismo título algunos de ellos formaban una categoría especial, y no la menos influyente, en el tribunal supremo del sanedrín.
Otro oficio que cumplían con mucho celo consistía en agrupar en torno suyo una muchedumbre de discípulos, a quienes comunicaban por medio de la enseñanza oral sus conocimientos de la ley y de las tradiciones que se habían multiplicado en torno a ella. Como hemos dicho anteriormente, aquel matorral de leyes no había sido aún puesto por escrito en tiempo de Nuestro Señor Jesucristo, por lo cual no era posible dominarlo sin guías prácticos en la materia. En algunos centros importantes existían academias especiales para esa enseñanza. La más célebre era la de Jerusalén, cuyos cursos se gloriaba San Pablo de haber seguido[106]. El episodio evangélico que se acostumbra designar con el título «Jesús en medio de los doctores», nos da exacta idea del modo de proceder en aquellas «casas de enseñanza». De ordinario se procedía en forma de discusiones en las que los alumnos, sentados a los pies del maestro, según la usanza oriental, tenían derecho a tomar parte. Respondían a las preguntas del maestro y a su vez hacían otras sobre el punto que se discutía. Era una conversación familiar. Se alegaba el pro y el contra, y los dictámenes sobre puntos análogos que habían dado anteriormente tales o cuales famosos rabinos. Para fijar en la memoria y en la inteligencia de sus discípulos el cúmulo formidable de prescripciones y reglas que hemos descrito, el maestro debía repetir sin cesar sus lecciones, de tal manera que en el Talmud el verbo que significa «repetir» tiene al mismo tiempo el sentido de instruir. Cuando se quería elogiar a un estudiante se le comparaba con una cisterna bien construida y bien revocada de cal, que no deja escapar una sola gota de agua[107].
Varios doctores de la ley adquirieron gran celebridad entre los judíos. Dos de los más ilustres, algo antes del nacimiento de Jesucristo, fueron Hillel y Schammai, que fundaron dos escuelas rivales. Hillel era más benigno y liberal en sus decisiones[108]. Suya es esta máxima: «No hagas a otro lo que no querrías que te hiciesen a ti; en esto está toda la ley»[109]. Schammai era más decisivo, más severo. Más tarde, en tiempo de Jesús, se menciona a Gamaliel, nieto de Hillel, y cuyas lecciones siguió San Pablo.
Citemos todavía algunas sentencias de varios rabinos antiguos, que valen harto más que sus principios: «El mejor predicador es el corazón; el mejor maestro es el tiempo; el mejor libro, el mundo; el mejor amigo, Dios.» «La devoción no exige que oremos en alta voz; cuando oramos debemos levantar los corazones hacia el cielo.» «Quien pone un freno a su ira, merece el perdón de sus pecados.» Pero esta clase de pensamientos andan como perdidos y anegados en la inmensidad del Talmud. Son como relámpago que brilla un instante y desaparece enseguida. ¡Qué diferentes la enseñanza y el método del Salvador! Los escribas no