3.o No nos detendremos en describir circunstanciadamente los actos litúrgicos en que consistía el culto divino de los judíos. Sólo recordaremos que los principales eran el ofrecimiento de sacrificios y la oración.
Entre los sacrificios unos eran sangrientos y otros no. Un puñado de flor de harina, cruda o cocida, mezclada con sal, y acompañada de una libación de vino, componía la materia de estos últimos. La esencia de los sacrificios cruentos era que la víctima —que podía ser, según minuciosas reglas, un toro, una vaca, un ternero, un carnero, una cabra, una tórtola o una paloma— fuese degollada y que su sangre fuese derramada al pie del altar. Uno de estos sacrificios era de especial belleza: el que se ofrecía cada mañana y cada tarde en nombre de toda la nación. Un cordero sin mancha, una torta de harina y aceite y una libación de vino eran todo lo necesario[93]. La ceremonia de la incensación del altar de oro, colocado en el Santo —la que tocó en suerte a Zacarías—, precedía inmediatamente a esta ofrenda de la mañana y servía de conclusión a la tarde[94]. Más adelante la describiremos. Todos los días eran inmoladas multitud de víctimas en nombre de simples personas particulares, en acción de gracias, o para expiación de los pecados, o para obtener bendiciones particulares del cielo, o en cumplimiento de algún voto, etc. El holocausto se distinguía de los otros sacrificios cruentos en que la víctima era quemada por entero, sin que se reservase porción alguna para los sacerdotes o para los donantes. Es evidente que ninguna de estas ofrendas tenía valor por sí misma. Lo que las hacía agradables a Dios era, por anticipación, el único sacrificio verdaderamente digno del soberano Dueño, la inmolación de la augusta Víctima del Calvario, Nuestro Señor Jesucristo. Así, pues, aquellas oblaciones imperfectas debían desaparecer llegada la Nueva Alianza y ceder su lugar a la oblación purísima que cada día se ofrece en todo el mundo en millares de altares católicos[95].
La oración se hacía unas veces de pie, otras de rodillas, con las manos levantadas al cielo. Para orar, los judíos sujetaban a la frente y al brazo izquierdo, por medio de largas correas, las «filacterias», es decir, cajitas de pergamino, que contenían tiras también de pergamino con algunos textos bíblicos. Llevaban asimismo en los cuatro ángulos del manto unas franjas a las que se atribuía carácter sagrado. Jesús se conformó con estas dos costumbres, que aún perduran entre los israelitas contemporáneos.
En el judaísmo de entonces todo giraba en torno a la legislación mosaica, que era el centro de la vida religiosa y moral, el Código del derecho público y privado. El derecho matrimonial, el derecho de los padres respecto a sus hijos, las relaciones jurídicas entre amos y criados, el derecho de los acreedores, la protección de la vida, los derechos de la autoridad, la reglamentación de los gastos y hasta, en parte, el derecho de guerra, los procedimientos judiciales, la naturaleza y grado de los castigos, todo eso y muchas cosas más estaba minuciosamente reglamentado por la legislación del Pentateuco. La ley antigua imperaba también más de lo que pudiera sospecharse, y con admirable firmeza, en la organización práctica de la vida. Pero como los preceptos de la ley mosaica no bastaban para las nuevas complicaciones de la vida, se los desenvolvió y completó de una manera más o menos artificiosa.
Los que en la época del Salvador tenían la misión oficial de interpretar la antigua legislación y de acomodarla a los nuevos tiempos eran verdaderamente personajes muy honrados y muy escuchados por la mayoría de sus correligionarios. Los evangelistas los designan con frecuencia, ya con su nombre primitivo de «escribas»[96], ya con el de «hombres de ley»[97] o con el de «doctores de la ley»[98]. Al comienzo de la Era Cristiana los vemos formar un cuerpo compacto y bien organizado; pero reina cierta oscuridad acerca de su origen. Como indica la denominación de escribas, parece que al principio fueron simplemente los encargados de transcribir los libros sagrados que contenían el texto auténtico de la ley y de vigilar por su integridad perfecta. A esta función primera se asoció bien pronto otra mucho más elevada, que consistía en explicar el texto en sus mínimos pormenores, de suerte que cada uno pudiese conocer toda la extensión de sus deberes.
Las primeras huellas de esta institución aparecen en Palestina, después de la cautividad de Babilonia, en la persona del célebre Esdras, de «Esdras el escriba», según se le llama en varios lugares[99]. Pero mientras que Esdras pertenecía a la familia sacerdotal, a cuyo cargo estaban los libros hasta entonces, los escribas posteriores eran casi todos laicos instruidos y llenos de celo. Por sus estudios legales eran en parte teólogos y en parte juristas. Muchos residían en Jerusalén y en Judea, donde eran más solicitados por sus servicios; pero también los había en otras provincias de Palestina, especialmente en Galilea, pues en ningún pueblo podían prescindir de ellos. Casi todos estaban afiliados a la secta de los fariseos, de la que pronto hablaremos. Por esto, Nuestro Señor asoció el nombre de los escribas al de los fariseos en su terrible invectiva contra estos últimos. Sin embargo, también los saduceos tenían sus doctores, que explicaban la ley según las tendencias de su partido.
Un profundo estudio de la ley mosaica era naturalmente el fundamento de las interpretaciones de los escribas. Es justo anotar que durante largas generaciones hicieron este estudio de manera muy juiciosa. Moisés, directamente inspirado por Dios, había establecido en líneas generales los principios que debían dirigir la conducta social, moral y religiosa de los israelitas; pero, fuera de algunas excepciones, no especificó las obligaciones particulares. Los escribas, pues, examinaron uno por uno aquellos principios y las reglas que a veces les acompañaban y procuraban determinar lo mandado o lo prohibido en las diversas situaciones y adaptarlos a las condiciones constantemente variables de la vida. Imaginaron todos los casos posibles, y se ingeniaron en discurrir soluciones prácticas, conformes con el espíritu de la ley. Sus decisiones eran transmitidas de viva voz, pues no se pusieron por escrito sino bastante tarde, en los primeros siglos de la Era Cristiana. Ellas constituían lo que se llamó «tradiciones de los padres».
Así resultó una colección de normas de conducta, confusa y complicada en extremo, hasta perderse en intrincado laberinto de ramificación sin fin. No hubo cosa que olvidasen aquellos sutiles y minuciosos casuistas. Quien piense que distinguían, según ley mosaica, 248 clases de preceptos positivos y 365 clases de preceptos negativos, y que examinaron muy por menudo cada una de aquellas clases y sus subdivisiones, comprenderá que su trabajo, continuado por varios siglos, fue verdaderamente inmenso. Semejante obra fue consecuencia lógica de un legalismo llevado hasta el extremo y del afán de señalar a cada uno sus deberes en todas las circunstancias imaginables.
Diremos en breves palabras el juicio que en el aspecto moral merece aquella obra que dio su forma característica al judaísmo, no sólo al de la época evangélica, sino también al de nuestros días. Importa formar criterio exacto sobre este punto, pues con esa obra de los escribas se relaciona toda la vida religiosa de entonces. Aunque sea severo nuestro juicio, no lo será más que el formulado por Nuestro Señor mismo acerca de los doctores de la ley y de sus tradiciones. Por lo demás, no todo es digno de reprensión en el trabajo de los escribas. En un pueblo teocrático nada tenía de extraordinario la íntima alianza de la religión con la legislación; antes bien era de esperar, ya que, siendo el supremo legislador a un mismo tiempo Dios y rey, tenía derecho tanto a la obediencia como al culto propiamente dicho. En tales condiciones la fidelidad era más fácil y, noble ya de suyo, ganaba más en dignidad.
Y, sin embargo, no era así, por desgracia, para la mayor parte de los judíos de entonces, y esto por culpa de los mismos escribas. Porque ellos eran quienes, mucho más que los sacerdotes, dirigían la vida religiosa de Israel, según ya habrá adivinado el lector. «Sentábanse en la cátedra de Moisés» en calidad de intérpretes de la ley; natural, pues, era escucharlos con respeto y atención. De hecho, estaban rodeados de honores y teníaselos en gran estima. Pero ellos se prevalían de esta autoridad para recabar, en provecho personal suyo, y sobre todo en favor de sus múltiples mandamientos, consideraciones y miramientos cada vez mayores. No contentos con que los llamasen Rabbi o Rabboni (mi Maestro), y con ambicionar en todas partes los primeros puestos, no repararon en equiparar sus «enseñanzas y preceptos humanos» a los mandamientos del mismo Dios. Más aún, extremaban su audacia hasta pretender que aquéllos excendían en dignidad a éstos. «Las palabras