De los doctores de la ley, pasamos, por natural conexión, a los tres partidos que en tiempo de Jesús tanta influencia ejercían en la vida religiosa de Israel: los Fariseos, los Saduceos y los Esenios.
No nos extenderemos sobre estos últimos. En ningún lugar del Nuevo Testamento se hallan mencionados y, al parecer, no estuvieron en relación con Jesús. Eran, en cierto modo, los monjes del judaísmo de entonces, pues tenían organización análoga a la de nuestras órdenes religiosas. Estrechamente unidos entre sí, hacían vida muy austera, practicaban el celibato, habitaban juntos y poseían sus bienes en común. Sin embargo, algunos de ellos contraían matrimonio. Habitaban con preferencia en las aldeas, pues una de sus principales ocupaciones era cultivar la tierra. Hacían profesión de gran pureza de costumbres, simbolizada en sus vestidos blancos. A nadie admitían en sus establecimientos sino después de un noviciado de tres años. Caso extraordinario entre los judíos: los eseios no tomaban parte en los sacrificios cruentos del Templo, contentándose con enviar al santuario ofrendas para los sacrificios incruentos. Sin embargo, el culto divino constituía el centro de su vida. Practicaban todos los días abluciones simbólicas, a las que atribuían virtud especial. En más de un punto, cierto exagerado misticismo era su móvil principal. Eran, es cierto, verdaderos herejes; pero su conducta les conquistaba el respeto de sus compatriotas[110].
Los otros dos partidos religiosos del judaísmo, el de los fariseos y el de los saduceos, figuran muy a menudo en la historia evangélica, que describe con rigurosa exactitud su espíritu y sus tendencias.
El origen de estas sectas no parece remontarse más allá de la persecución de Antíoco Epífanes, hacia el año 170 antes de nuestra Era. El espíritu helénico, es decir, el espíritu pagano, amenazaba entonces abiertamente invadir la antigua religión del verdadero Dios, para absorberla y destruirla. En consecuencia, formáronse en el seno del pueblo judío, empezando por las clases elevadas, dos tendencias opuestas: una que rechazaba con indomable energía y otra que aceptaba con cierta moderación las ideas e influencias paganas. Los partidarios de la primera tendencia fueron llamados Perûschim (los «separados»), vocablo que, pasando por el griego y por el latín, se convirtió en «fariseo» en nuestra lengua. Es, pues, muy honroso el origen de aquellos puritanos del judaísmo. Ellos fueron los asociados e inmediatos sucesores de aquellos hasidim u hombres «piadosos», y al mismo tiempo enérgicos, que se unieron a los macabeos para librar el buen combate contra Antíoco Epífanes y sus generales[111] y lucharon con todas sus fuerzas, con las armas materiales y con las morales, contra la invasión del helenismo. Eran ardientes defensores de lo que el segundo libro de los macabeos llama Amixia[112], es decir, ausencia total de mezcla con los paganos.
Por el contrario, los adeptos de la segunda tendencia, que por lo común pertenecían a la aristocracia sacerdotal, fueron designados por el nombre de Tseduquim, porque eran miembros de la familia del gran sacerdote «Sadoc», contemporáneo de David y Salomón[113], cuyos descendientes ejercieron las funciones pontificales hasta los tiempos de Cristo, o formaron el elemento principal del sacerdocio judío después del destierro[114]. Poco a poco las dos tendencias que acabamos de describir se erigieron en sistemas y fueron separándose cada vez más una de otra.
Según se ha dicho, los fariseos fueron «una manifestación característica del judaísmo en la época de Cristo». Aún más, tanta fuerza adquirieron su espíritu y principios, que el judaísmo posterior no es otra cosa que el fariseísmo. En muchos puntos ha sobrevivido hasta nuestros días.
Los fariseos formaban en medio del pueblo una especie de hermandad aparte, que se componía, al decir del historiador Josefo, de seis mil a siete mil miembros. Estaban muy unidos entre sí, lo cual aumentaba más su influencia. Su carácter distintivo consistía en un apego escrupuloso a las observancias legales, tal como habían sido desarrolladas sobreabundantemente por los escribas, de quienes eran fervientes discípulos. Su celo se ejercitaba en particular acerca de dos puntos, que, en presencia de tres testigos, juraban observar rigurosamente, por considerarlos como los más esenciales de todos: las purificaciones legales y el pago íntegro de las diversas clases de diezmo. Varios pasajes de los Evangelios apuntan la regularidad meticulosa, casi enfermiza, de que en esto hacían alarde. En San Mateo y San Lucas leemos que los fariseos pagaban no sólo el diezmo de los principales frutos de la tierra y de los ganados, únicos prescritos por la ley, sino también el de las plantas más insignificantes, como la menta, el anís, el comino y la ruda, que los judíos empleaban, ya como condimentos, ya como medicinas. Por otra parte, según nos enseña San Marcos[115], «los fariseos y todos los judíos, siguiendo la tradición de los antiguos, no comen sin lavarse muchas veces las manos, y cuando vienen de la plaza tampoco comen sin purificarse. Y tienen también otros muchos usos recibidos por tradición, como la purifi- cación de las copas y de las vasijas de barro y de metal y de los lechos.» El Talmud nos ayudará a completar más adelante estos informes de San Marcos. Y es de notar que no se trata aquí de los cuidados que exige la limpieza, sino de abluciones ceremoniales impuestas por los escribas, análogas a las que los mahometanos practican diariamente.
Con igual escrupulosidad observaban los fariseos, como en otra ocasión demostraremos ampliamente, las ordenanzas de sus doctores relativas al descanso del sábado. Repetidas veces vituperarán al Salvador acerca de este punto, pues ni aun siquiera toleraban que en tal día hiciese sus curaciones milagrosas. Según se ve a cada instante en el tratado Schabbath (Sábado) del Talmud, la casuística de los rabinos se ejerció también en este sentido con una prodigalidad de detalles en que brilla más la imaginación que la inteligencia de la ley y de su verdadero espíritu.
En varias circunstancias reprochó Jesucristo a los fariseos su hipocresía. Tal era, en efecto, uno de los principales vicios de la secta. La piedad de muchos de ellos no era más que ostentación y aparato. Su orgullo no tenía límites. Su «justicia», es decir, su santidad, era más aparente que real. Hubo entre ellos, sin duda, fariseos buenos y honrados, como hubo escribas virtuosos; pero en general tenían espíritu deplorable. El mismo Talmud no quiso privarse del maligno placer de señalar la ridiculez de muchos de entre ellos. «Hay —dice— siete fariseos: 1) el que acepta la ley como una carga; 2) el que obra por interés; 3) el que se da de cabeza contra la pared para no ver una mujer; 4) el que obra por ostentación; 5) el que pregunta cuál es la obra buena que deberá hacer; 6) el que obra por temor; 7) el que obra por amor.» De donde se sigue que muchos miembros del partido fariseo se guiaban en sus actos por motivos harto poco laudables.
Tales eran los guías religiosos de Israel en la época de Jesús. Claramente dice Josefo que su autoridad sobrepujaba a la de los sacerdotes y a la del Sumo Pontífice[116]. Era comparable a la de los antiguos profetas. ¿Cuál sería la vida religiosa de una nación imbuida hasta la médula del espíritu farisaico? Pronto diremos que, desgraciadamente, la habían formado a su imagen y semejanza. Además, con su pernicioso ejemplo, contribuyeron poderosamente a alejar de Jesús la gran masa de sus conciudadanos. Pronto hubo entre Jesús y aquellos hombres de espíritu mezquino choques y dificultades cada vez mayores. El espíritu de Jesús y el de ellos, la enseñanza de Jesús y la de ellos, la santidad que Jesús predicaba y la que practicaban ellos, las virtudes fundamentales del cristianismo y la «justicia» del fariseísmo, superficial si ya no hipócrita, se hallaban en polos opuestos. Comprendiendo el riesgo que la predicación y conducta de Jesús hacían correr a la influencia de que ellos gozaban sobre el pueblo, se irguieron contra Él, de concierto con los escribas, sus jefes. Con reiterados ataques y con odiosas calumnias, consiguieron apartar de Él a muchos de los que al principio habían creído en su misión divina, y su cruel hostilidad le condujo finalmente al Calvario. Pero no pudieron impedir que el Salvador desenmascarase sus vicios y los estigmatizase para siempre en aquellas invectivas que varias veces hemos citado.
Tanto en los libros talmúdicos, como en Josefo y en los Evangelios, aparecen los saduceos como adversarios de