A pesar de la brevedad y aridez de esta descripción esperamos que habrá dado al lector alguna idea del esplendor del Templo de Jerusalén en tiempo de Nuestro Señor. El mismo historiador romano Tácito pondera[77] «la opulencia inmensa» del Templo. Josefo no encuentra palabras suficientes para expresar el entusiasmo que le causaba aquella maravilla. «El aspecto del Templo —dice al concluir su relato[78]— arrebataba al espíritu y causaba asombro a los ojos. La fachada estaba enteramente cubierta de láminas de oro. Así es que, al salir el sol, centelleaba como el fuego, y los que querían contemplarle tenían que apartar de él la vista como de los rayos solares. A los forasteros que venían de tierras lejanas les parecía ver una montaña de nieve, pues donde no estaba revestido de oro era completamente blanco», merced a los bloques de mármol de que estaba construido.
Mas para los verdaderos israelitas la dignidad del Templo excedía sobremanera a su magnificencia. Le miraban con justo título como el lugar más santo de todo el mundo, como el palacio del gran Rey, como el centro religioso del pueblo escogido. Así, los doctores de la Ley prohibían entrar en los patios interiores con el bastón en la mano, con los pies descalzos y con la bolsa a la cintura[79]. Jesús les dio la razón cuando protestó también contra las profanaciones que diariamente allí se cometían. De ahí la indignación violentísima de los judíos contra el Divino Maestro cuando en lenguaje metafórico hizo alusión cierto día a una posible destrucción. De ahí también la profunda desolación que experimentaron cuando los romanos lo incendiaron y destruyeron. Esta desolación perdura todavía, y no sin emoción ve el peregrino cristiano en Jerusalén, en el «Lugar del Llanto», frente a un antiguo muro de piedras enormes que debió de formar parte de los cimientos del Templo, a judíos y judías, de pie, arrodillados o en cuclillas, que rezan lamentaciones dolorosas, se golpean el pecho y derraman amargas lágrimas, pensando en la ruina del espléndido edificio, que era símbolo de su vida religiosa y política.
Nuestro Señor Jesucristo honró muchas veces con su presencia el Templo de Herodes, conforme al oráculo del profeta Ageo[80]. Allí fue llevado a los cuarenta días de su nacimiento; allí estuvo a la edad de doce años, en compañía de su madre y de su padre adoptivo; allí enseñó con frecuencia durante su vida pública, y también en los últimos días de su vida. De allí expulsó en dos ocasiones a los mercaderes que profanaban indignamente sus atrios. Allí le llevaron en triunfo el día de Ramos sus discípulos y multitud de gentes, aclamándole como Mesías. Por todos estos títulos, el Templo ocupó un lugar en su vida terrestre.
También las sinagogas fueron a menudo teatro de los milagros y predicación del Salvador. No estaban éstas destinadas al culto, propiamente hablando, el cual consistía principalmente en sacrificios que no se podían ofrecer sino en el Templo. Como lo indica su nombre, servían para las «reuniones» religiosas de los judíos, que se juntaban allí ciertos días para ofrecer en común sus oraciones a Dios y para escuchar de boca de los doctores la interpretación auténtica de la Divina Ley[81]. Caso notable: las palabras «sinagoga» e «iglesia», que, desde hace dieciocho siglos, significan instituciones diametralmente opuestas, en realidad tienen el mismo sentido, puesto que su significación primera es «asamblea»[82] y, por consiguiente, «lugar de reunión». La historia del origen de las sinagogas es poco conocida; se las suponía muy antiguas. Llamábaselas también con frecuencia[83] proseuché (πρoσευχή, plegaria) o proseuktérion (πρoσευκιήριoν, lugar de oración).
En tiempo de Nuestro Señor había muchísimas en Palestina, pues parece que hasta la más insignificante aldea tenía la suya. Las ciudades y las aldeas contaban de ordinario con varias. Filón no exagera, por cierto, cuando habla de mil sinagogas en las que cada sábado se explicaba la ley mosaica[84]. La suntuosidad de las mismas solía ser proporcionada a los recursos de la población. Las ruinas de muchas de ellas, descubiertas en nuestros días en Galilea y que datan, según se cree, del siglo primero de nuestra Era, honran el gusto artístico de sus constructores. Las de Tell-Hum, la antigua Cafarnaún, de estilo grecorromano, inspiran especial interés, sobre todo si, como se ha supuesto, corresponden a la sinagoga construida a expensas de aquel centurión romano a cuyo siervo se dignó curar Jesús. El interior era una sala alargada, dividida a veces en tres naves y orientada, por lo común, de manera que los asistentes tuviesen el rostro vuelto hacia Jerusalén. El mobiliario era sencillísimo: en el fondo, un gran armario, en el que se guardaban los volúmenes sagrados; delante de este armario, una tribuna para el lector y el predicador; además, lámparas, bancos, etc.
Se reunían los judíos varias veces por semana en las sinagogas, sobre todo los días de fiesta y de sábado. Consistía el oficio religioso en ciertas oraciones especiales; en dos lecturas, tomadas una del Pentateuco y otra de los libros proféticos del Antiguo Testamento; y en una exposición, que versaba casi siempre acerca de los dichos textos sagrados. En cada sinagoga había un jefe que presidía el culto y velaba por el buen orden; un hazzan o bedel y un tesorero. Como hemos dicho antes, aprovechaban también estos edificios, según las ocasiones, para local de escuelas y para otras reuniones de carácter elevado.
2.o Bastarán para nuestro objeto breves indicaciones sobre el personal del culto israelita. Estaba repartido en tres categorías: el Sumo Sacerdote, los sacerdotes y los levitas, pertenecientes todos a la familia de Leví, pero con la diferencia de ser los sacerdotes de la familia de Aarón, y el sumo Sacerdote, al menos al principio, de la rama primogénita de esta familia.
Por lo regular, el Soberano Pontificado era hereditario y vitalicio; pero esta regla se alteró muchas veces en el curso de los siglos. Después del destierro hubo en esta parte gravísimos abusos engendrados por ambiciones y rivalidades criminales[85]. En los tiempos evangélicos, Roma, que había trocado a aquellos tristes Pontífices en instrumentos de dominación, los instituía y deponía poco menos que a su antojo. Así, el gobernador Valerio Grato, predecesor de Pilato, nombró y destituyó hasta tres en poco tiempo. El Sumo Sacerdote representaba en Israel la suprema autoridad de la religión. A él correspondía propiamente la suprema administración de todo lo concerniente al culto. Ejercía su oficio principal el día del Gran Perdón o de la Expiación, el décimo día del mes de Tisri[86], entrando entonces en el Santo de los Santos, con vestiduras blancas, y ofreciendo a Dios la sangre de la víctima expiatoria para obtener el perdón de los pecados del pueblo[87]. Oficiaba también a veces con ricos y refulgentes ornamentos en los días de fiesta y de sábado. Los Evangelios sólo mencionan nominalmente a dos Sumos Pontífices, Anás y Caifás, los cuales, sobre todo el segundo, desempeñaron un papel indigno en la pasión de Nuestro Señor. Anás, creado Pontífice al año sexto de nuestra Era, fue depuesto después de la muerte de Augusto (14 d. de J. C.); pero habiéndole sucedido, uno después de otro, cuatro de sus hijos, su yerno Caifás continuó, aun después de su destitución, ejerciendo influencia considerable[88]. Por esto, sin duda, condujeron al Salvador a su casa antes de presentarlo al sanedrín, que debía juzgarle.
Los sacerdotes habían sido distribuidos por David en 24 clases[89]. Esta organización subsistía aún en tiempo de Nuestro Señor. Las funciones sacerdotales consistían, por una parte, en quemar, mañana y tarde, un poco de incienso en el altarcito de oro colocado en el Santo; por otra, en inmolar las víctimas, colocar su carne sobre el altar de los holocaustos y derramar su sangre al pie del mismo altar. También les correspondía atestiguar oficialmente la curación de los leprosos[90].
Los levitas eran servidores de los sacerdotes, a quienes ayudaban en el santuario y en el altar. Al mismo tiempo estaban encargados de los cantos sagrados, como también de la guarda y policía del lugar santo. A un levita estaba confiado el importantísimo cargo de «jefe del Templo»[91], que le erigía en comisario de orden superior con derecho a detener y en- carcelar a cualquiera que hubiese faltado al respeto debido al santuario.
Los sacerdotes